Furia de la Sombra

Caminaba la Sombra hacia el monte del hijo. Debía advertirle sobre los dos nombrados que estaban propagando las Virtudes entre los hombres y las mujeres de las manchas. Pero la Sombra caminaba sin llegar.

La madre de Misáianes descansó a la vera de un mismo árbol: con hojas una vez, después sin hojas. De camino al monte vio dos veces el apareamiento de los lobos. Pasó por una madriguera nueva, y luego abandonada. «Ya llegaré», se repetía.

«Pronto llegaré.»

Sin embargo volvió al árbol. Y nuevamente se sentó a descansar:

—No caerán tus hojas antes de que yo ascienda hasta el trono de mi hijo —dijo la Sombra.

Volvió una vez más, y se sentó a su vera:

—Pero no crecerán tus hojas antes de que yo ascienda hasta su trono.

—Pero no caerán.

—Pero no crecerán…

Cierto día, en su peregrinar, la Sombra se detuvo a mirar el monte. Una inmensa roca de perfil brusco, abandonada de todo paisaje.

Aquél era el sitio al cual le debía lealtad; allí estaba el brote de su saliva.

La Sombra imaginó el nicho donde Misáianes dormía. Imaginó el silencio del nicho, acompasado por la respiración larga y lenta del hijo, días para arrojar el aire, días para tomarlo.

De pronto la sobresaltó el largo tiempo que había caminado rodeando el monte. Casi el tiempo de una traición. Maldijo al árbol donde había descansado. Era de nuevo madre de Misáianes, sometida a su obra. Se embozó con su manto dejó afuera sus ojos para ver el camino:

—Ahora llegaré con mi advertencia —prometió.

Y quizás lo habría hecho, quizás habría cumplido. Pero antes de hacerlo, escuchó pasos en su reino.

Era el caminar de alguien que había sido arrebatado antes de cumplirse; como tantos otros desde que Misáianes reinaba.

La Sombra se paralizó de dolor, el pecho se le llenó de piedras. Aquellos pasos eran los mismos que la habían acompañado por el bosque y por la isla.

—¿Qué haces aquí, pequeña? —preguntó— ¿Quiénes se han atrevido?

La Sombra sacó los dedos del otro lado de sus puños cerrados. A causa de la furia, olvidaba mantener su forma y consistencia. Miró en dirección al monte. Habló con una voz extraña y hueca que llegaba muy lejos:

—¡Despierta! —dijo— ¡Despierta y mira la horda que alimentaste! Entran al galope en mi territorio, pisan con botas encharcadas. ¿Es que no han sido avisados de sus límites? ¿No saben que el camino de los muertos es mi alfombra? ¡Que nadie olvide quién soy! Ni ellos, escasos de sangre y de entendimiento, ni tú mismo —su rostro era una nube oscura—. ¡Ni siquiera tú mismo!

Mientras la Sombra hablaba, su manto anochecía.

—¿Es ella la primera niña en llegar a destiempo, muerta por tu mandato y no por mí propósito? No lo es…, no es la primera.

Muchos niños llegaron incumplidos, y yo lo acepté como deber de la madre que soy del hijo que engendré en desobediencia… Pero esta niña tuvo nombre para mí: se llamó Wilkilén y me trenzó cantando. Nadie antes lo había hecho, nadie jamás lo hará. Y no hablo de tiempo sino de eternidades.

Wilkilén se sentó a mi lado sin temor alguno… Esa niña me amó. Respóndeme tú, hijo y Misáianes, ¿alguien hay que me ame como ella lo hizo?

La Sombra se llenó de púas. Sus huesos asomaron a través de la escasa carne que los cubría.

—Conozco a los que se atrevieron a tocarla —dijo—. Los vi mancillar vírgenes y medir niños para gusto del jorobado. Ellos ignoran el valor de lo que arrebatan y prontamente lo olvidan. Pero yo soy la Sombra, conozco la virtud de lo que tomo, comprendo el porqué de cada final. Eso se llama propósito y ceremonia. Wilkilén era una forma de la vida, y como todas debía acabar un día. Pero era mi atribución realizar esa faena. ¡Era mi honor deshacer su materia inocente y devolverla para un nuevo destino! —la Sombra extendió, de frente al monte, la mano con la línea azul—. Las bestias que cebaste ultrajan la vida. Pero también ultrajan la muerte.

La Sombra peleaba con la Sombra una guerra idéntica a la del mundo.

—¿Recuerdas aquello que cantamos juntas, pequeña Wilkilén? —la Sombra acercó a sus ojos la línea azul. Después dejó caer el brazo—. Hasta pronto, venado… Corre, escóndete.

Más tarde, sentada junto al árbol, volvió a dudar.

La Sombra se sentía vejada por la prohibición. «No engendrarás.»

La Sombra se aliviaba en su condición de hermana podadora. «Tal vez, soy madre de todos. Madre en el círculo donde me toca la parte del dolor.»

Luego, la Sombra se irguió impulsada por una decisión: no saldría de su boca ninguna advertencia. Sólo ella podía anticiparle a Misáianes el renacimiento de la luz en las Tierras Antiguas. Y podía señalarle a los dos elegidos. En cambio caminó de espaldas al monte, y murmurando:

—¿Qué sería de mí si el Odio Eterno no hubiese ocupado el espacio de mi Desobediencia? ¿Qué serías tú…? No sé si hijo es el nombre de la propia saliva corrompida; pero así te llamé: hijo y Misáianes. Soy la Muerte, tengo un propósito. Habrá un día para ir a buscarte.