El sur en guerra

Y mientras Cucub conducía a los Kúkul hacia las Colinas del Límite aparentando no recordar que tenía una mujer y un huerto, Kuy-Kuyén cargaba los morrales de sus hijos y alistaba la partida como si no recordara a su esposo. Y es que Cucub y Kuy-Kuyén, como ocurre con un hombre y su sangre, no necesitaban recordarse para andar en la misma dirección.

Las naves de los sideresios estaban a menos de dos soles de Lewán, la isla que habían elegido para el desembarco.

La flota de Misáianes estaba cerca. Los guerreros, muy lejos.

Pero en Los Confines todos iban a pelear orgullosamente: los ancianos del pueblo y las mujeres, los niños y también los ríos, los mutilados y también el bosque.

Hacía ya muchos años que la guerra había llegado a las aldeas husihuilkes. Llegó como el roce de una uña que fue salida y fue entrada.

El primero en partir por el camino que abrió la uña fue Dulkancellin. Detrás partieron las noches contadas alrededor de un fuego y un zapallo. Después se marcharon incontables guerreros sin los cuales el poder del Odio Eterno le hubiese ganado al viento.

Y por el mismo roce entró la enfermedad de las manchas rojas, y la escasez de frutos y de caza… Por él penetraron las voces de Drimus, avanzó la Sombra, la jauría.

Ahora, la guerra llegaba a Los Confines con barcos y fuego.

Muy cerca del arribo de la flota, los Brujos de la Tierra estaban desperdigados, y tan sumidos en sus faenas mágicas que parecían indiferentes al día cercano.

Las criaturas los reclamaban. ¿Por qué Kupuka se empecina en su silencio cuando la muerte de todos será un silencio definitivo? ¿Hasta cuándo permanecerá el Brujo Halcón rodeado de sus aves? Oscura conversación de pájaros con pájaros.

Si hasta el Masticador, que jamás había sido amigable con los hombres, era una ausencia dolorosa.

Pero el Masticador estaba cumplido. El Padrecito del Paso permanecía en el otro extremo de la guerra. Y Kupuka batallaba con el jorobado en el territorio de las almas. El sitio que, años atrás, Cucub había intentado describir:

«Donde no se admiten guerreros sino artistas de buen pulso… Donde no vence el que ataque más certeramente, sino el que trace líneas de colores con mayor maestría. Un lugar lleno de enormes aves que gritan recuerdos, en el que el hombre nada puede y el miedo es mandamás.»

Entre todos los Brujos de la Tierra, Tres Rostros era el único que permanecía cerca de las criaturas humanas.

Tres Rostros y los ancianos del consejo husihuilke habían decidido que las mujeres y los niños partieran a las montañas; tan lejos de la orilla del mar como era posible en un país angosto. Sabían que el ancho entero de Los Confines era una exigua distancia para recorrer a lomo de animal. Y que, sin duda, los sideresios lo harían apenas lograran rebasar las líneas de defensa.

El espacio sólo se extendía hasta el pie de las Maduinas. El tiempo, en cambio, iba a extenderse hasta la caída de una línea de ancianos husihuilkes que habían sido guerreros, y lo recordaban.

Con todas las marcas de su raza, erguidos y ágiles, blanco el cabello y atado a la altura de la nuca, los ancianos sonreían viendo que sus flechas daban en el blanco. «El pulso no se olvida. Ni el orgullo.»

Era de mañana. En obediencia a la orden del consejo, Kuy-Kuyén, sus hijos y Wilkilén abandonaban la casa de madera en la que habían crecido. Sólo Kutral no estaba allí, puesto que había sido convocado por los ancianos para realizar una tarea de importancia.

Kuy-Kuyén llevaba a Muesca-Cinco sentado a horcajadas a un costado de su cintura, porque el niño continuaba débil para andar. Con la mano libre tocó a sus hijos fingiendo preocupaciones cotidianas.

—Shampalwe, ajusta el morral a tu espalda. ¡Muesca-Uno, vigila a tus hermanos menores! ¡Muesca-Dos, no pellizques el pan!

Antes de partir, Kuy-Kuyén llevó a sus hijos hasta el nogal que crecía a mitad de camino entre la casa y el bosque. Y habló para que la escucharan los niños y el árbol:

—Nogal que nos conoces, que conociste a mi madre y a mi padre, no es posible que yo hable como Cucub. No sé hacerlo…

Pero creo que tú, creo que tus raíces podrán ir bajo tierra hasta donde duerme Vieja Kush. ¡Despiértala, nogal! ¡Cuéntale que abandonamos la casa de madera porque así lo ordenaron los ancianos! Y dile que deseo pedirle algo. Si vamos hacia la tierra de la muerte, que ella nos aguarde a la puerta.

Kuy-Kuyén miró a sus hijos para indicarles que debían partir. Se alejó de allí la familia sin padre llevando cada uno sobre la espalda, junto al morral con las provisiones, la máscara que Cucub había fabricado para ellos.

Cuando se internaron en el bosque, la casa de madera se llenó de sonidos. Era el baúl de los recuerdos, eran las vasijas de barro, la leña sin arder y los cestos apilados contra el muro… ¿Qué estarían diciendo y recordando? No es posible saberlo.

Pero la casa se oscureció en plena mañana como si dentro viviera la noche.

Kuy-Kuyén les exigía andar de prisa. Tenían el tiempo justo para llegar al sitio donde iban a reunirse con otras mujeres y niños de la aldea.

—Quizás Tres-Rostros esté con ellos —dijo Kuy-Kuyén.

A Wilkilén le importaba otra cosa:

—¿Dónde estará ahora Welenkín?

Como su hermana mayor no le respondió, Wilkilén repitió la pregunta de idéntica manera:

—¿Dónde estará ahora Welenkín?

—¿Welenkín…? —Kuy-Kuyén pareció sorprenderse— ¿Qué sucede con él?

—¿Dónde estará ahora?

—No puedo saberlo, Wilkilén. Los Brujos están haciendo sus trabajos. Y tú sabes que no es momento de preguntar cosas inútiles.

Wilkilén entornó los ojos negros. Entonces Kuy-Kuyén procuró suavizar su respuesta.

—Pensándolo bien, es posible que se encuentre en la isla donde vive. Oí decir que allí ocultó la Piedra Alba. Quizás deba buscarla para ponerla a salvo.

Kuy-Kuyén no podía imaginar que Wilkilén se destrenzaba por la noches y caminaba por el bosque hacia una luz dorada.

Mucho menos que en su absurda cabeza las palabras sonarían de otro modo: «Le oí decir a la Piedra Alba que Welenkín debe estar oculto en la isla… ¡Búscalo allí para ponerte a salvo!»

Wilkilén aguardó hasta llegar al lugar del encuentro sabiendo que, entre mucha gente, sería más fácil burlar la vigilancia de su hermana.

Las mujeres husihuilkes se saludaron con pocas palabras. Le anunciaron a Kuy-Kuyén que Tres Rostros iba a encontrarlas más adelante, y tomaron por uno de los senderos que llevaban hacia el oeste. Los niños pequeños se comportaban como en día de fiesta. «Vamos a las montañas», habían dicho sus madres. Y eso no ocurría a menudo.

—¿Iremos donde está Kupuka?

—A otro sitio.

—¿Treparemos?

—Tal vez.

—¿Buscaremos cuevas con arroyos dentro?

—Tal vez.

—¿Dormiremos allí?

Las madres no respondieron esa pregunta porque el sueño, en vísperas de guerra, recuerda demasiado a la muerte.

Fingiendo hablar con una y otra mujer de la aldea, Wilkilén se fue rezagando. Mientras lo hacía desató el cordel que sujetaba sus trenzas. Por fin, quedó junto a los que cerraban la marcha. Un poco antes de un recodo del sendero Wilkilén se detuvo simulando acomodar el morral y la vasija que cargaba.

La procesión de mujeres y niños continuó avanzando. Kuy-Kuyén, que estaba entre los primeros, ya no podría verla.

Wilkilén conocía el lugar. Pero era como era, la que no había crecido en su cabeza, por eso lo señaló para sí misma:

—Hacia allí debes ir, ¿me entiendes? Llegarás a la orilla del Lalafke y podrás ver la isla… ¡Apresúrate!

Wilkilén comenzó a correr en la dirección que indicaba su dedo extendido. Las trenzas terminaron de deshacerse con el viento.

Al revés que su pueblo, la inocente iba hacia la orilla del mar. Allí tenía que construir una balsa ligera que alcanzara para llegar a la isla de los lulus.

Una vez lo había hecho por favorecer a una anciana sin sandalias. Ahora quería encontrar a Welenkín.

La Destrenzada de Los Confines, igual que los sideresios, marchaba hacia Lewán.