Las naves de los sideresios viajaron hacia el sur por una ruta que se alejaba de la costa apenas lo imprescindible para permitir la navegación de sus barcos.
En una formación de menor número y cuantía, los soldados del Sol navegaban un poco alejados de ellos.
Las primeras jornadas de travesía transcurrieron en calma. De tanto en tanto algunos botes sideresios llegaban hasta las naves de los soldados del Sol con órdenes y advertencias de ruta que daban a sus propios hombres.
Los soldados del Sol observaron con cuidado, durante los largos días de travesía, a los encargados de tripular las naves.
Fingiendo distracción, escucharon sus conversaciones, los comentarios acerca de las condiciones del mar y las singula-ridades de las costas que se divisaban.
El herrero tuvo razón al insistirles en la importancia de elegir con sagacidad el sitio en el cual debían separarse de los sideresios. Los hombres que cargaban con el peso de esa decisión miraban el mar con ansiedad. Les preocupaba cometer un error sustancial. Todo, en aquellos parajes del Yentru, les era desconocido. Y al cabo, la determinación que tomaran estaría basada en la información sobre distancias, dirección y ubicación que, sin notarlo, le proporcionaban los sideresio.
Los soldados del Sol estaban dispuestos a cumplir la promesa que habían hecho al herrero: Thungür sabría que ellos habían peleado con bravura en defensa de los niños y las mujeres husihuilkes.
Faltaban escasos días para alcanzar el extremo territorial donde la flota viraría con proa al oeste. Los soldados del Sol comenzaron a prepararse. Cuando esa maniobra se llevara a cabo, ellos consumarían el levantamiento.
Pero los sideresios tenían sus propias órdenes por cumplir.
Era de noche cuando un bote llegó hasta la nave madrina de los soldados del Sol con la indicación de internarse mar adentro debido a que una zona rocosa hacía peligrosa la navegación costera. Los sideresios que tripulaban la nave aceptaron la orden sin ningún resquemor.
—Siento una carga en el corazón —le dijo una mujer-pez a otra que nadaba a su lado.
—El mar está espeso… Algo sucederá.
Las mujeres-peces avanzaban a la par de los barcos; más cerca por las noches, más lejos durante el día.
De pronto, los barcos sideresios quedaron súbitamente a oscuras.
—¿Por qué se han ocultado? —preguntaban unas a otras las mujeres-peces.
—¡Ésa era la carga en mi corazón!
Los barcos sideresios hicieron un rodeo rápido. Las bocas de sus cañones apuntaron a la flota que navegaba a la retaguardia.
—¡Ésa era la espesura del mar!
Los primeros disparos destruyeron la nave madrina. Las llamas caminaban sobre el agua. Los gritos de los hombres ascendían al cielo.
—Aléjate, hermana.
Agua punzante y fuego, astillas de metal, carne y madera encendida; lluvia que caía sobre el Yentru.
Las mujeres-peces se sumergieron. Desde la profundidad escucharon estruendos, vieron voladuras y estallidos. Mucho después, contaron una batalla que sucedió sobre sus cabezas, y a todos les costó comprenderlas.
Los hombres de Flauro cumplieron sus órdenes.
Sorprendidos y acorralados en medio de la noche del mar, las naves donde viajaban los soldados del Sol intentaron escapar. Los sideresios que las conducían pelearon por esa huida en la que sólo contaban ellos mismos.
Pero la orden de Flauro se cumplió sin errores; ninguna nave.
Algunos barcos se incendiaron. Otros continuaron a ciegas, hundiéndose con lentitud, como si el mar fuera un pantano.
Los sideresios permanecieron en la zona. Al amanecer se aseguraron de que nada quedase con vida. Hasta donde alcanzaban sus ojos, el Yentru estaba vacío.
—¡Mira, hermana! —dijo una mujer-pez—. Vamos hasta él.
Y llegaron al sitio en el que un hombre se aferraba a un madero. Su carne era azul a causa del frío que lo había matado.
—¡Allá…! —y nadaron apartando algas y cardúmenes para alcanzar un bote que navegaba a la deriva.
Dos hombres permanecían con vida. Las mujeres-peces los remolcaron hasta la costa.
—¿Dime qué es eso, hermana?
—Un hombre asido a un mástil…
De ese modo, unos pocos soldados del Sol lograron salvarse. A todos ellos, las mujeres-peces los condujeron a la orilla y les indicaron el mejor camino.
Después, bajaron hasta las naves que habían naufragado. Sus cuerpos gráciles y silenciosos las recorrieron con cuidado. Y donde encontraron un muerto, besaron sus labios y los recibieron como almas del mar.
—¡Mira! —dijo la mujer-pez, apartándose de unos labios—. Este hombre es un sideresio.
Se acercó a él y se alejó. Otra vez llevó su boca junto a la del muerto, y volvió a dudar.
—¿Qué debo hacer? —la mujer-pez le preguntaba al Yentru.