Y lo que se rasgue de nuestra voz

Las explosiones comenzaron. Y de inmediato el fuego se extendió de una a otra por las salas bajas de la Casa de las Estrellas.

Antes de partir, los sideresios encadenaron la puerta del observatorio. Bor iba a morir sin completar su vasija.

—Me marcho como toda criatura —pensó el Supremo Astrónomo—: con algo a medio hacer.

En el Tiempo Mágico, Zabralkán le habló a la paloma posada en sus rodillas:

—¿Escuchaste, parda…? Ni se jacta de su vasija terminada, ni se lamenta por su vasija inconclusa. Al fin ha regresado.

Las columnas estallaban. Las grietas avanzaban como ríos. Y el fuego, conducido por caminos de aceite, subía todas las escaleras. Bor permaneció junto al ventanal del observatorio, repitiendo las palabras del Códice Balameb.

«Aquí nosotros, los Primeros Viejos, escribimos para nadie. Decimos que una vez la magia fue noche y día, mitad por mitad. Escribimos en predicciones; por eso escribimos para nadie. Lloraríamos si nuestro llanto pudiera deshacer la partición. Funesto acontecer que se llevó hacia un lado la cabeza; la cola hacia otro lado. Pero aunque lloremos nosotros, los Primeros Viejos, nada cambiaremos de lo que fue.»

El ruido de las llamas era más amenazador que los estruendos provocados por las detonaciones. La piedra se calentaba, y Bor recitaba con tono monocorde:

«Aquí nosotros haremos profecía. ¿Es destino de la serpiente permanecer separada? ¿O un día su cabeza y su cola completarán un solo cuerpo?»

La tristeza se reclinó sobre el hombro del Supremo Astrónomo. Bor acarició la cabeza de la que había sido su compañera en el cautiverio. Y continuó:

«Decimos los Primeros Viejos que las profecías pertenecen al tiempo del Siempre y del Nunca. Aquí nosotros escribimos para nadie. Y lo que se rasgue de nuestra voz, permanecerá en otro sitio.»

El fuego se asomaba por los miradores. Igual que antes, los tubos de jadeíta. Bor pronunció las palabras finales del Códice:

«¿Es destino de la serpiente no unir jamás su cabeza y su cola? ¿Es destino de la serpiente unir un día su cabeza y su cola? Aquí nosotros, los Primeros Viejos…»

Y enseguida volvió a comenzar:

«Aquí nosotros, los Primeros Viejos, escribimos para nadie. Decimos que una vez la magia fue noche y día, mitad por mitad.»

Un derrumbe estremeció la construcción entera. Hacía ya mucho que las palomas se habían marchado. Bor, que no podía hacerlo, continuó con dificultad a causa del mal aire:

«Pero sepan, porque nosotros sabemos, que el tiempo de las profecías no es el primero, ni el segundo, ni el tercero.»

El calor y el humo llegaban hasta la habitaciones altas. A Bor le costaba respirar. Sus ojos no lograban precisar los objetos, y en su cuerpo ya no había humedad ni para mojar el paladar; pero él siguió diciendo:

«Aquí nosotros escribimos para nadie.»

Bor estaba encerrado en un cataclismo. Y ya no había afuera porque el humo y el estruendo le impedían ver el cielo, escuchar la selva.

«¿Es destino de la serpiente no unir jamás su cabeza y su cola? ¿Es destino de la serpiente unir un día su cabeza y su cola? Aquí nosotros, los Primeros Viejos…»

A su lado, la tristeza respiraba en calma porque estaba hecha de distinta materia. Bor apenas tuvo fuerzas para recomenzar:

«Aquí nosotros, los Primeros Viejos…»

El Supremo Astrónomo se dejo caer. Estaba muriendo en una habitación de piedra hirviente. De su boca salían estertores, sonidos sin aire.

«Continuaré por ti», le dijo la tristeza.

Ella había estado a su lado mientras Bor reconstruía el Códice Balameb. Y pudo decirlo, palabra por palabra.

Bor escuchaba desde lejos, desde el sueño. Pero de pronto, se estremeció y balbuceó un pedido. La tristeza comprendió que el Supremo Astrónomo quería que repitiese las últimas palabras que había dicho:

«Y lo que se rasgue de nuestra voz, permanecerá en otro sitio. Y así ha de ser porque lo verdadero tiene más tiempo y más procrea que lo falso.»

Bor le rogó con la mirada que volviera a decirlo.

«Y lo que se rasgue de nuestra voz, permanecerá en otro sitio.»

La mirada del Supremo Astrónomo continuaba pidiendo:

«Y lo que se rasgue de nuestra voz…»

Bor murió como si se aliviara.

«…permanecerá en otro sitio.»