El viaje de regreso desde Umag del Gran Manantial a Beleram fue menos desesperado. La tristeza de Cucub era la misma, pero el zitzahay ya sabía qué hacer. Había hablado con Thungür, y eso le devolvió la calma. Y también le prestó la voz que un jefe debía tener ante sus guerreros:
—No es posible aguardar, como hubiésemos deseado, el momento oportuno para liberar a nuestros hermanos del establo. El momento será mañana mismo. Porque luego debemos partir sin demora hacia las Colinas del Límite donde la guerra grande nos necesitará más que aquí.
—¿Y Bor? —preguntó uno de los Kúkul.
—Pienso en él sin cesar —respondió Cucub—. Y no puedo resignarme a abandonarlo, aunque sé muy bien que ése sería su deseo y su orden. ¡Oigan esto…! Comenzaremos por lo que apremia, liberaremos la aldea. Luego, y según los sucesos, tomaremos una decisión. Es posible que el Supremo Astrónomo permanezca en el observatorio, reescribiendo códices sin que los sideresios lo dañen.
Los Kúkul no podían conocer los últimos sucesos ocurridos en la ciudad del Sol. Mucho menos que Flauro había enviado hombres a la Casa de las Estrellas con orden de destruirla, piedra por piedra.
Durante las jornadas que duró la guerra de grillos y almas, los Kúkul rondaron la Casa de las Estrellas, observando con atención cada movimiento de los sideresios: sus horas, sus costumbres, sus borracheras. Disimulados en el follaje, cubiertos ellos mismos de hojas y ramas, los Kúkul acompañaron el ir y venir de los prisioneros realizando las faenas que los sideresios les imponían. Por eso, no bien observaron los primeros movimientos del día, los Kúkul supieron dónde llevarían a los prisioneros.
—Van a la colina a talar y recolectar leña gruesa —dijo Cucub—, me adelantaré para construir mi escondite.
En esas ocasiones los sideresios trasladaban sólo a los hombres. Ya en el lugar los contaban antes de desamarrarlos, y lo hacían nuevamente al final de la extensa jornada.
El día amaneció limpio. El Kúkul cantó desde temprano y con tanta vehemencia que los zitzahay supieron que algo ocurriría. Los sideresios, atemorizados, golpearon más que de costumbre a los prisioneros mientras los conducían a la selva. Los sideresios querían que el Kúkul se callara. Pero el pájaro habló con voz sorda:
—Sigue trabajando, y escúchame.
El zitzahay que hachaba un árbol de resina oyó la voz desde un enorme montón de ramas y hojas secas, junto a él. Pero nada en su rostro delató asombro.
—Te lo diré una vez y, si me entiendes, despide fuerte el aire de tu boca.
Los guardianes se paseaban entre los prisioneros. Sin cesar llevaban la vista hacia arriba esperando que, de un momento a otro, cantara un Kúkul.
—Cuando caiga el árbol que estás talando, acércate a mí. Yo te entregaré una pequeña bolsa con cerbatanas y dardos envenenados. Ocúltalos y llévalos al establo.
El zitzahay que talaba respiró con fuerza para indicar que había entendido.
Luego hubo un largo silencio. El hacha golpeaba contra el árbol de resina. Un poco más tarde, Cucub habló de nuevo:
—Esta noche cantaremos alto para que los sideresios salgan a cazarnos. Cuando eso ocurra canten también ustedes en el establo…
El Kúkul hizo silencio. Después continuó:
—Ellos irán a castigarlos. Pero serán pocos y ustedes tendrán sus cerbatanas. Nada mejor podemos hacer.
El prisionero continuó talando a buen ritmo. Y recién habló cuando la luz comenzaba a opacarse.
—Es ahora —dijo.
Y el Kúkul respondió:
—Es ahora.
El árbol iba a derrumbarse. El zitzahay gritó para alertar a los demás de su caída.
Donde cae un árbol, el mundo se confunde. Hay estruendo de montañas, olor a tierra. Y por un momento las figuras oscilan detrás del aire turbio. La selva no quiere callarse cuando cae un árbol; las formas agitadas demoran en recobrar su nitidez. Disimulados por la muerte del árbol de resina, Cucub le entregó a la aldea una posibilidad para vivir.
Atardecía, y era bello el rojo detrás de la selva.
Ese día los Kúkul se aventuraron más que de costumbre, y cantaron muy cerca. Dentro del establo los prisioneros ya estaban preparados.
El canto repetido del pájaro sagrado perturbaba a los sideresios que, esa noche, ocupaban los puestos de centinelas en los alrededores de la Casa de las Estrellas. Los demás permanecían resguardados tras los muros, gritando y bebiendo para no escuchar.
Los Kúkul cantaban en las escalinatas…
No era en las escalinatas sino un poco más allá, cerca de las pirámides solitarias.
No era en la pirámides, sino en las orillas de la selva…
Los centinelas sideresios avanzaban ofuscados tras el canto. De ese modo los Kúkul los arrastraron hasta una zona de robles tan copiosos que permitían, pasando de uno a otro, caminar por lo alto.
El robledal de la selva se llenó de cantos… Los sideresios se adentraron en él con las armas en alto, sin alejarse demasiado unos de otros.
¿Qué puede hacer la noche, en un robledal de la selva, más que espesarse?
¿Qué puede hacer la cobardía en la noche espesa de un robledal, más que tiritar y perder el discernimiento?
Los sideresios dispararon contra los robles. El ruido del fuego sacudió la selva, pero el único trofeo de esa primera embestida fue un silencio oscuro. Los sideresios recargaron sus armas y apuntaron a la espesura verde donde los pájaros continuaban burlándose de ellos.
El eco de los estampidos se acababa. Y enseguida, un Kúkul cantaba robledal adentro, robledal arriba. O en el mismo sitio que los sideresios acababan de dejar a sus espaldas.
Mientras tanto, en los establos, los prisioneros comenzaron a imitar el canto del ave de alas verdeazules.
Los pocos centinelas que permanecían apostados en las inmediaciones los escucharon incrédulos; nunca antes aquellos prisioneros se habían atrevido a desafiarlos.
¿Qué pretendían ahora, débiles y desarmados como estaban? Con seguridad, el canto de los Kúkul en la selva los había trastornado lo suficiente como para hacerles olvidar el castigo que recibirían. Los centinelas iban a quebrarles las espaldas a golpes… Llegaron al establo, abrieron de par en par la puerta de madera. Entonces los prisioneros se callaron y, en la penumbra, llevaron las cerbatanas a sus labios.
Los centinelas levantaron las antorchas para alumbrar el lugar. Se oyó un silbido. Y un enjambre de dardos envenenados salió disparado desde el fondo del establo.
Aprovechando el desconcierto, los prisioneros corrieron hacia la salida. Los hombres cubrieron la huida de las mujeres que llevaban a los niños en sus brazos. Salir del establo significaba apenas el comienzo, porque luego debían atravesar un buen trayecto a campo abierto. Los zitzahay intentaban llegar a la selva.
Si alguno alzó los ojos hacia el observatorio, debió ver la mano de Bor que pretendía hacerse enorme para ocultarlos de las antorchas que los perseguían.
El estruendo alertó a los soldados dentro de la Casa de las Estrellas que acudieron en ayuda de los centinelas. Algunos zitahay no lograron salir del establo. Otros apenas pudieron correr un breve trecho por la explanada.
Apenas unos pocos llegaron al amparo de la selva.
Los Kúkul del robledal habían hecho su parte; era momento de alejarse por las copas frondosas. Pero un Kúkul permaneció en el lugar. El fuego incierto de los sideresios lo había alcanzado. Herido de muerte intentó aferrarse a las grandes ramas de los robles. No pudo hacerlo y, finalmente, su cuerpo se desplomó en tierra.
Cuando lo vieron caer los sideresios se abalanzaron para arrancarle el plumaje.
Volcados sobre el Kúkul muerto, los sideresios se disputaban su parte. Tan enfervorizados estaban que demoraron en entender que no arrancaban plumas verdeazules. Era puñados de cabello negro.