En la penumbra de la habitación, el príncipe reconoció la silueta de Lengua Demorada.
—¿Por qué hiciste tu cama en el suelo, esposa? —su voz parecía la de cada mañana.
Con idéntica calma, aunque débilmente, Acila explicó que había sufrido de fiebre durante toda la noche. Y que los dolores y las incomodidades de su espalda se sobrellevaban mejor en la dureza del mármol que entre las plumas.
—¿Y tú, en qué te ocupas? —mientras escuchaba a su esposa, Molitzmós descubrió a la sierva, que sostenía entre sus brazos un bulto de mantas y lienzos.
—Como dijo mi ama… La fiebre le provocó abundante sudor. Yo me disponía a llevarme estas mantas viciadas para traer otras, limpias y frescas.
Molitzmós aspiró hondo. Los nacimientos tienen su olor; pero el príncipe no pudo reconocerlo y creyó en la tranquila explicación de la sierva.
Como la anciana no estaría sola ni por un instante y él deseaba decir lo suyo sin testigos, le permitió salir en busca de sábanas limpias.
—¡Hazlo pronto! —dijo. Y agregó—. Pero un soldado de los que guardan la puerta te acompañará hasta que regreses.
—Claro que sí —respondió la anciana—. Lo sabía.
Una vez solos, los esposos se miraron en silencio. La noche se acababa y no había mentiras que sostener.
Por el contrario, Lengua Demorada debía ganar tiempo contando la verdad. Una verdad tan punzante que retuviera a Molitzmós hasta tanto la anciana consiguiera llegar a los patios traseros del palacio.
—Alcánzame mi corona de bodas —pidió Acila, adelantándose a cualquier palabra de Molitzmós.
El príncipe admiró la fortaleza de aquella mujer, que seguía jugando en la derrota.
Quizás por eso accedió al pedido de Acila. Quitó los paños bordados que cubrían la corona y la puso entre las manos extendidas de su esposa.
Ella la acarició lentamente, mientras aguijoneaba con palabras oscuras la sensible curiosidad de Molitzmós.
—Tú siem…siempre me preguntaste por su origen. Y yo nunca te di una respuesta.
—¿Crees acaso que su historia me importe ahora?
—Lo creo —la sonrisa burlona de Acila resplandeció de tal modo que alumbró la penumbra—. Un día de viento alguien robó… —la lengua de Acila, demorada y terca, prolongaba el misterio—, alguien robó el cráneo de mi primo.
Un día de viento alguien había robado el cráneo de Hoh-Quiú, quitándolo de la lanza que lo sostenía.
El recuerdo de aquel hecho consiguió paralizar a Molitzmós.
Entonces Acila, sin quitar la vista de la corona, explicó minuciosamente cada detalle de su trabajo para que Molitzmós supiera cómo había logrado transformar el cráneo de Hoh-Quiú en una corona de bodas. Habían sido, dijo, larguísimas noches de trabajo en su palacio ruinoso, cortando y puliendo con improvisadas herramientas los huesos que sus sirvientes habían robado para ella al amparo del viento.
—De modo que te desposaste con ambos. Con…conmigo —la furia del príncipe avanzaba hacia ella, pero Acila logró decir lo que quería—. Conmigo y con Hoh-Quiú.
Escasas veces en su vida Molitzmós había perdido el dominio sobre su furia. Y nunca tan perdido como entonces.
Acila vio llegar los golpes pero renunció a protegerse. En cambio se irguió cuanto pudo en su nido de mantas ensangrentadas. Y frente al puño alzado de príncipe, se descubrió para mostrar su vientre vacío.
—Ya hay nuevo Sol —dijo.
Molitzmós estaba tan lleno de padecimiento que tuvo que gritar para seguir respirando. Y por lo mismo descargó el golpe que traía sobre el rostro de Acila que, vencida por el dolor, cayó sobre un costado. Y allí se quedó quieta; abrazada a su corona.
El soldado que había quedado custodiando la puerta entró al oír el grito.
—¡La anciana…! —balbuceó Molitzmós—. ¡La anciana se lleva a Yocoya-Tzin!
¿Cómo podía explicar lo que estaba ocurriendo, a un sideresio que seguramente ni siquiera reconocía el nombre del primogénito? ¿Cómo le diría que hasta su propia Casa lo había traicionado; y que su hijo llegaba a las manos de la resistencia para transformarse en prenda de una alianza definitiva?
—¡La anciana! —repitió— ¡Ordena que detengan a la anciana!
Pero se oyó un disparo sobre sus palabras. Un mínimo silencio. Enseguida, una descarga de fuegos atronó en el palacio y en sus alrededores. Molitzmós supo que ya era tarde.
El primer disparo había dado en el pecho del sideresio que custodiaba a la sierva.
El silencio fue el principio del amanecer.
Lo demás fue la guerra desencadenada en el País del Sol.
Aquella noche Flauro había movido a sus hombres dentro de los límites del palacio y enviado órdenes más allá de los muros. La resistencia, por su parte, había vigilado. Y estaba alerta.
La anciana salió por un pórtico posterior del palacio seguida por un guardia sideresio, y comenzó a caminar en dirección a los pabellones domésticos. Llevaba en sus brazos un bulto de ropa que no debía llorar…
Miró hacia el cobertizo, imploró que el herrero estuviese allí.
Como todos en la ciudad la sierva no tenía tiempo que perder.
Unos cuantos pasos más, y pasaría cerca del cobertizo. ¿Estarían los soldados del Sol viendo lo que ocurría?
¿Estaría alerta la resistencia…? ¿Tan alerta como para actuar en el instante preciso?
Su ama lo había creído así. Había confiado. Aquel pensamiento le dio a la anciana el coraje definitivo. Frente al cobertizo fingió asustarse a causa de algo que sucedía a sus espaldas. Y giró con la vista puesta en las balaustradas del palacio. Conocía la condición de los sideresios: brutal y cobarde.
—¿Qué…? —el sideresio se volvió hacia el palacio con el arma en alto—. ¿Qué es? —preguntó.
Y caminó dos pasos, alejándose de ella y del niño.
Esa distracción y esa distancia era todo lo que la sierva podía obtener. Rápidamente descubrió a Yocoya-Tzin y lo puso ante los ojos del cobertizo; si es que el cobertizo tenía ojos.
Los tenía y eran muchos. Pero el herrero reaccionó antes que nadie, y disparó certeramente contra el sideresio. La anciana cubrió al niño con su cuerpo. Amanecía, y ése fue el silencio.
Un grupo de soldados del Sol salió de inmediato disparando en círculo; cubriendo con sus vidas al nuevo príncipe.
Rodeada por la resistencia la anciana logró atravesar el espacio abierto.
La zona destinada al servicio y provisión del palacio tenía, por necesidad, amplios accesos al exterior. Por alguno de ellos la sierva y Yocoya-Tzin abandonaron el palacio de mando.
Pero para que así ocurriera, muchos tuvieron que caer en su defensa.
Amanecía, y la vida de un príncipe recién nacido ya había costado decenas de hombres.
Ante Thungür, el herrero había expuesto una posición que parecía inflexible. Sin embargo la resistencia del Sol sabía que sin el ejército del Venado su destino era la derrota. Si el jefe husihuilke no aceptaba esperar el tiempo requerido, los nobles sacarían a Lengua Demorada de la ciudad y adelantarían el alzamiento. Ese era el plan… Eso era lo que el herrero había cifrado en el pergamino.
«Thungür no aceptó nuestras demandas y galopa hacia aquí con todo su ejército…»
Luego, el pergamino detallaba los pormenores de la nueva disposición estratégica.
Pero el plan se había truncado.
Durante aquella noche, sin noticias ciertas sobre lo que ocurría dentro del palacio, la resistencia del País del Sol había razonado de muchos modos.
Los jugadores de yocoy, seguros de que la conjura había cedido en algún sitio y se desmoronaba, ideaban un modo de rescatar a Acila y a su vientre.
Pero los jugadores de yocoy no sabían que el tiempo ya se había ido. Y que la madrugada era demasiado tarde.
Lengua Demorada, en cambio, comprendió que no contaba con más tiempo que esa noche, y entonces rescató su vientre sin más ayuda que la de una anciana.
La guerra llegó al amanecer.
Los sideresios habían recibido de Flauro la orden de matar nobles y sirvientes, mujeres y niños. Matar a los consejeros del palacio y a los hambrientos de las calles; cualquier hijo del País del Sol era la resistencia.
—Al amanecer comenzará la guerra que esperábamos —dijo Flauro—. El príncipe oscuro se equivocó. Seremos nosotros los que caminaremos sobre la carne amontonada, y el Amo nos retribuirá con gloria y riquezas.
No hubo, no pudo haber mañana más sangrienta en el País del Sol.
Aquello no fue el repliegue de un ejército sino una estampida desesperada que tropezó cientos de veces con la muerte.
Los soldados sideresios irrumpieron en las cocinas del palacio. Después los caldos hirvientes se volcaron, y el pan se hizo cenizas.
Las lavanderas cayeron acribilladas sobre sus cestos. La sangre de los consejeros salpicó los poemas antiguos y cambió para siempre su sentido.
Los pasillos y las escaleras se atiborraron de sirvientes y de nobles que se mezclaban intentando escapar. Y el capitán de Misáianes ni siquiera recordó a la joven esposa de Molitzmós, que cayó muerta junto a sus hermanas sin comprender lo que había hecho.
La huida se extendió por las calles donde una multitud de frentes de batalla se armaban y desarmaban. Cambiaban de posición o desaparecían, dejando muertos de los dos bandos.
Cientos de campesinos corrieron por los maizales en busca de la salvación.
Los puentes de madera y soga que procuraban una fácil salida de la ciudad fueron destruidos por los hombres de Flauro.
En canoas por los canales, galopando por caminos abandonados; en multitudes o en grupos reducidos el pueblo del Sol escapaba hacia las Colinas del Límite. Muchas veces los sideresios les cortaron el paso. Y entonces los más afortunados murieron, pero muchos regresaron a la esclavitud que ahora ya no tendría esperanzas.
Un día entero duró aquella batalla, repartida en insólitas trincheras y en vanguardias desordenadas. Y aunque la resistencia combatió con fiereza y con inteligencia, los sideresios celebraron una victoria en la ciudad llena de incendios y de muertos.
Los que lograron salvarse se reunieron lentamente en La Pezuñera y vieron que, a pesar de todo, eran un pueblo.
—Por qué lo dices, vecino. Por qué dices que somos un pueblo.
—Porque tenemos todo lo que un pueblo necesita: niños y mujeres. Y al herrero que es jefe de soldados. Pero más tenemos; tenemos un príncipe.
—Mira, vecino, que también tenemos muertos.
—¿Y qué he dicho yo? Todos los pueblos tienen muertos.
Cerca de allí, en un campamento improvisado bajo la luna, el herrero hablaba con sus hombres. Antes de detenerse, había enviado algunos mensajeros para que informaran a Thungür lo que estaba sucediendo.
—Apenas descansaremos antes de continuar. Debemos reunirnos cuanto antes con las fuerzas del ejército del Venado… Y poner a Yocoya-Tzin bajo su amparo.
El herrero no iba a decir a sus hombres que, a los ojos del jefe husihuilke, Yocoya-Tzin sería un niño igual a cualquier otro. Pero que eso era suficiente para que Thungür muriera por él.
Molitzmós había permanecido en la habitación de Acila escuchando el sonido de la guerra, viendo los fuegos dispersos por la ciudad. Ninguno de los dos pronunció palabra alguna. Sólo dos veces, el príncipe mojó los labios de la moribunda.
Luego regresó al ventanal y a sus pensamientos.
Molitzmós miraba el fin de su batalla… Ya no tenía nada; ni siquiera el escudo de su Casa para defender. No tenía nobleza, ni sirvientes. No tenía hijo.
El que quiso ser príncipe del Sol y de las Tierras Fértiles, el que soñó un pacto con Misáianes, se quitó la capa de plumas.
Iba a arrojarla al suelo; sin embargo decidió cubrir con ella el frío de Lengua Demorada.
Con la noche, Flauro entró a la habitación. Y se dirigió a Molitzmós sin necesidad de disimulos:
—Y bien, príncipe, ¿encontraste ya las respuestas?
Molitzmós, que continuaba de pie junto al ventanal, no respondió.
—Temprano envié órdenes a Beleram —Flauro hablaba para dejar claro que era él quien tenía el mando—. Vamos a derribar cada piedra de la Casa de las Estrellas. Luego todas las fuerzas que la ocupan vendrán hacia aquí. Aquello es roca inútil. Y no es en la tierra vacía de los Astrónomos donde se librará la última batalla. Es aquí donde el ejército de Thungür encontrará la humillación y la derrota.
Acila se quejó en sueños. Flauro se acercó a ella.
—No es preciso que la toques —Molitzmós estaba pidiendo—. Se muere.
El capitán tenía en sus manos la victoria que el amo reclamaba. Y allí estaba Acila muriendo en la suciedad y en la derrota.
—Sólo esto, Lengua Demorada, los soldados que enviaste a Los Confines serán sacos llenos de peces y de algas.
Flauro los miró. ¡Las grandes inteligencias del sol!, ¡las alas del Kúkul! Allí sólo había una mujer con el cabello transpirado, ajada por la agonía; y un hombre que sin su capa de plumas se parecía a cualquier oscuro de la ciudad. Ahora, Flauro era por entero capitán de Misáianes. Y salió a comandar su guerra.