Ese amanecer, las cinco palomas esperaban.
La pequeña ruindad se alimenta en compañía. El impudor, también. Algunas de ellas pronunciaron palabras grotescas y, bajo ese amparo, otras mostraron sus muslos en señal de decisión.
Susurraban las palomas en espera. Querían dañar, picotear, herir.
El trayecto entre los hornos y las habitaciones donde Acila esperaba era largo para una anciana de huesos torcidos.
Solitarios corredores de piedra esculpida que velaban los sonidos y disimulaban la presencia de mujeres con túnicas blancas.
Las palomas aguardaban ocultas, sofocando la risa entre las propias manos o contra el cuerpo de la que estaba próxima.
Las jóvenes esposas del príncipe se veían bellas en la crueldad. Los hombros, las rodillas, los dientes afilados. Las uñas, las túnicas crujientes. Los cabellos, los celos desatados.
La que había sido designada para hacer guardia junto a la salida de la cocina principal del palacio llegó corriendo:
—¡Viene!, ¡viene! —venía la sierva de Lengua Demorada.
Como la paloma corrió velozmente sobrevino un tiempo de silencio entre el anuncio agitado y el sonido de los pasos de la anciana por el corredor.
—Ya viene, ya viene…
La sierva de Acila caminaba con dolorosa lentitud. En una bandeja de plata llevaba un pan para su ama.
De pronto, escuchó un aleteo. Y antes de que pudiera comprender, cinco palomas furiosas le cortaron el paso. La sierva se detuvo y apretó el pan contra su pecho.
—¿Qué quiere tu ama…? ¿Engrosar más su enorme cuerpo?
Las risas se veían mucho más de lo que se escuchaban.
—¿Qué sucede con Lengua Demorada? Parece que engulle pan para olvidar que su esposo nos busca por las noches.
La sierva de Acila intentó avanzar. Pero las palomas la rodearon.
Los ultrajes contra Lengua Demorada y Yocoya-Tzin le dolían a la sierva mucho más que si hubiesen sido proferidos contra ella.
Una de las mujeres se adelantó y le arrebató el pan de las manos. La anciana intentó defenderlo, pero sus manotazos débiles no consiguieron nada. Y se redoblaron las burlas.
Dos brazos jóvenes la empujaron. Otros brazos la sostuvieron por la espalda evitando que cayera; pero fue sólo para echarla hacia adelante. Otros la recibieron, y volvieron a empujarla hacia atrás. Otros, hacia adelante. Mientras algunas palomas jugaban con el cuerpo liviano de la anciana, otras se pasaban el pan de mano en mano por sobre sus cabezas:
—Maldigo el pan de Lengua Demorada y se lo doy… ¡A ti!
—Yo lo recibo, vuelvo a maldecirlo. Y te lo doy a ti.
—Maldigo el pan de Lengua Demorada y se lo doy… ¡A ti!
—Yo lo recibo…
Pero una de las mujeres sabía que aquello no era un juego. Y reservaba para sí lo más importante; lo que ni sus hermanas debían conocer. Cuando recibió el pan por segunda vez, se encimó a la anciana:
—¡Mira, sierva! —la mujer introdujo el pan por el escote de la túnica, lo dejó resbalar, y luego lo retuvo a la altura de su vientre—. Tu ama engendra un pan y no un príncipe.
Luego dejó caer el pan entre sus pies. La sierva de Acila intentó levantarlo pero no llegó a tiempo.
—¿Le llevarías a tu ama un pan sucio? Mejor dile que si tiene hambre se devore las manos.
Aquella joven mujer, la misma que había alentado el juego, pareció aburrirse de pronto:
—¡Vete ya, vieja! —dijo. Después se dirigió a las demás jóvenes— ¡Juguemos a buscarnos en el jardín!
Sus hermanas, sin hijos que vengar, olvidaron un juego y aceptaron otro.
Corrieron las palomas, se perdieron entre la fronda verde para ocultarse, sorprenderse y elegirse escarmientos. ¿Quién podría decir entonces que eran capaces de dañar, picotear y herir?
Cerca de allí, en un brozal que limitaba con los jardines, Flauro esperaba.
La joven llegó hasta él con la respiración agitada y las mejillas enrojecidas.
—¿Lo tienes? —preguntó Flauro.
Por toda respuesta la mujer sacó el pan que había vuelto a ocultar entre sus ropas, y se lo entregó.
Cuidadosamente, el capitán de Misáianes comenzó a romperlo. Se quebró la corteza dorada. Aromó la miga dulzona y aún tibia. Entonces, algo estorbó desde adentro.
—¡Mira! —dijo Flauro. Y luego le acarició el rostro—. Llegamos a tiempo.
Dentro del pan asomaba un trozo de pergamino enrollado. Flauro retuvo la mano ávida de la joven:
—No debemos sacarlo —dijo—. Así Molitzmós tendrá la seguridad de que el pergamino fue colocado dentro del pan antes de su cocimiento.
El capitán no podía saber de qué se trataba aquello; pero fuese lo que fuese, se hacía a espaldas de Molitzmós. Eso era bastante…
—¡Aguárdame aquí! —agregó—. Iré a ordenar que no permitan a Lengua Demorada salir de su habitación ni recibir a nadie.
Luego regresaré para acompañarte hasta las habitaciones del príncipe.