El ejército del Venado cabalgó incansablemente hacia el norte. Iban a pelear como sabían hacerlo, por la ley y la honra.
Pero en las inmediaciones del Río Yum les salió al encuentro una comitiva de soldados del Sol, con el herrero al frente.
Por vez primera se veían los jefes de ambos ejércitos; los dos hombres que habían fraguado un ataque a través de jaguares y mensajeros.
—He llegado a pedirte, en nombre de la resistencia del País del Sol, que no continúes avanzando. ¡Retarda unos días el ataque puesto que los nobles aún no están listos!
Thungür sonrió con amargura:
—¿Dónde dejaste el alma, herrero? ¿Dónde, para decir frente a estos hombres, que tus nobles aún no están listos? ¿Dónde dejaste la vergüenza para decir, ante estos padres y esposos, que tu nobleza no acaba de ajustar sus capas?
El herrero aceptó los agravios sin perder la calma, sabiendo que los provocaba el dolor.
—No se trata de un capricho, Thungür —dijo el enviado de la resistencia—. Se trata de un nacimiento.
—No sé de qué estás hablando…
—Hablo de un niño que nacerá muy pronto, hijo de las dos sangres. Un hijo de Acila y Molitzmós, la prenda de unión entre las dos Casas.
El husihuilke procuraba contener la furia porque aquel hombre que tenía frente a sí lo miraba con honradez.
—Estamos aquí, listos para la muerte. Y tú me pides que demore el ataque por motivos de poco tamaño —respondió.
—No dirías eso si comprendieras debidamente… El reino del cual provengo es el resultado de una antigua pugna de poderes. El mío es un país como una partida de yocoy que enfrenta a contrincantes sentados en taburetes de oro, y no una aldea donde todos ocupan un sitio de igualdad alrededor del fuego.
Thungür recordó el día en que, años atrás, el príncipe Hoh-Quiú le había dicho algo parecido. Pero él continuaba siendo husihuilke, y como tal respondió:
—Los sideresios se acercan a mi pueblo, al sitio donde viven los niños de mi pueblo. Llegarán, y nosotros no estaremos allí para protegerlos. ¿Y los nobles me piden que retarde el avance de mis guerreros por un niño que nacerá y debe ser salvado?
—Lo llamamos Yocoya-Tzin.
—¿Qué intentas pronunciando su nombre? —Thungür alzó la voz—. ¿Pretendes que lo ame más que a los míos, como ustedes lo aman? Tengo frente a mí cientos de nombres y de rostros. Niños husihuilkes… Nuestra última sangre abandonada.
Thungür se tragó la voz porque iba a salir quebrada. El otro hombre aprovechó el silencio:
—Nada de lo que deba suceder en el sur cambiará porque tu aguardes solamente una sucesión lunar. En el próximo creciente de luna nacerá el primogénito. Lo pondremos a salvo fuera del palacio y, entonces sí, comenzará la gran batalla.
Quien hablaba con Thungür era el herrero, jefe militar de la resistencia en el País del Sol. El herrero escuchó a Thungür, pero luego regresó a sus razones.
La resistencia del País del Sol era numerosa, pero estaba sostenida por la alianza de dos Casas rivales. Dos Casas que se debían muertos, y que jamás declinarían ambiciones.
—Yocoya-Tzin, el primogénito, es la única prenda de esa alianza porque lleva sangre de las dos Casas. Por Acila tiene una vertiente; por Molitzmós, la otra. Los nobles se repartieron el poder y acordaron respetar el equilibrio sólo porque el heredero del trono reúne la gloria de ambos escudos.
Thungür debía entender que los nobles del Sol trazaran líneas de poder para después de una guerra que aún no habían ganado. Y que se preocuparan por sus pugnas cuando la vida entera estaba sucumbiendo.
—Tus nobles no pueden tener espaldas… Si las tuvieran, el que está junto a ellos los traicionaría.
—Tablero de yocoy, husihuilke —prosiguió el herrero. Y como la noche corría, agregó—. Los nobles del Sol no te están suplicando… Me envían a decirte que no se sumarán a la lucha sino hasta que el heredero haya nacido y esté a salvo. Te recuerdan también que se desprendieron de muchos de sus mejores hombres y que los enviaron con la flota de los sideresios para que, en Los Confines, defiendan a tu pueblo. ¿Entiendes lo que significa para ellos el valor de esa ofrenda?
Los nobles dicen que no podrás derrotar a los sideresios sin su ayuda. Y tú sabes que es cierto.
Thungür pronunció palabras en las que ni él mismo creía:
—Quizás los nobles pongan sus ambiciones antes que la vida de las Tierras Fértiles. Pero no hará lo mismo el pueblo del País del Sol.
El herrero sonrió sin burla:
—Tú no los conoces lo suficiente, Thungür. Ellos son labradores de tierra, vecinos de otros labradores. Desde el alba del País del Sol realizaron mansamente sus trabajos, fumaron hojas y otorgaron al príncipe gobernante su tributo de maíz y de obediencia. Y no te engañes —prosiguió—. Si ellos se enfurecieron y tomaron armas contra Hoh-Quiú fue porque otro grande los condujo y les ofreció protección. Ahora que Molitzmós los entregó como esclavos a los sideresios, ahora que les arrebató la escasa dicha que pretendían, acuden al llamado de la resistencia. Y lo hacen en sumisión a un nuevo gran príncipe que aún no ha nacido… ¡El pueblo del País del Sol no hará nada más que continuar sufriendo hasta que la nobleza le ordene otra cosa!
Thungür sabía que era verdad lo que estaba oyendo.
—Si pudieras verlos, husihuilke… —el herrero seguía hablando—. Los que mueren hoy son considerados dichosos por los que morirán mañana. ¡Menos sufrir! Los sideresios les dan hambre que luego les aplacan con comida sucia. Y no importa cuánto se doblen en la esclavitud, siempre es poco para los látigos de los guardianes. Yo, husihuilke, no soy noble ni labrador. Soy soldado, y te pido en nombre del País del Sol que nos otorgues esta breve espera. Tampoco nosotros podremos hacer nada sin la fuerza de tu ejército.
Thungür aguardó un momento y luego dio su respuesta:
—Dile a tus nobles que los husihuilkes no creemos que la vida y la muerte sucedan en un tablero. La vida y la muerte suceden en la tierra… Avanzaremos contra los sideresios sin importar lo que ustedes decidan. Mis guerreros tienen vergüenza de estar vivos; vergüenza de comer y dormir. ¿Pretendes que les pida que se detengan porque la nobleza no acaba todavía con su juego? Dile a los nobles que no los necesitamos para vivir. Y para morir, mucho menos.
A pesar del desacuerdo, el herrero quiso dejar una esperanza antes de marcharse.
—Puedes estar seguro de que nuestros soldados defenderán a los niños del sur como ustedes mismos lo hubiesen hecho.
Pero Thungür no iba más allá de lo indispensable, y habló con dureza:
—Me bastaría con saber que podrán defenderlos como los harán nuestras mujeres.
Apenas se quedó solo, el husihuilke se dirigió en voz alta al espíritu de Dulkancellin.
—Mira, padre, cómo es de confuso todo lo que sucede. Para ti la guerra estaba en un solo sitio, frente a tu cuerpo. Ahora la guerra está también en nuestras filas. Padre, nuestra ley no alcanza a veces para guiarme. ¿Qué habrían hecho tú y Minché ante esta exigencia del País del Sol? —Thungür miraba el cielo de la noche y oía el paso del río cercano—. Pero el tiempo es éste. Y tú te has ido… Padre, ¿me equivoco cuando decido que la honra está por encima de la victoria?
Al galope, y cambiando de animal varias veces a lo largo del camino, el herrero avanzó hacia el norte. Cruzó las Colinas del Límite, atravesó el territorio desértico de La Pezuñera y, por fin, llegó a la ciudad. Aguardó oculto la llegada de la noche y, con ayuda de los suyos, traspuso los muros exteriores del palacio de mando.
Apenas llegó a las barracas, el herrero buscó un trozo de pergamino y comenzó a trazar signos sobre él.
Por esos días Molitzmós y Flauro continuaban aguardando el primer movimiento del ejército del Venado.
Todo estaba inmóvil. Y desde Trece veces Siete Mil Pájaros, el valle prodigioso que se extendía al sur de los montes selváticos, hasta las Colinas del Límite, solamente se percibían vuelos y siseos, gruñidos y trinos.
¿Por qué el jefe husihuilke no avanzaba sobre Beleram? ¿Qué lo detenía?
El príncipe del Sol y el capitán sideresio discutieron largamente la situación.
¿Ya sabría el ejército del Venado que una flota navegaba hacia Los Confines? ¿Thungür estaría enfrentando una rebelión interna? ¿Cuánto tiempo más permanecerían quietos?
Pero sin importar lo que se preguntaran o lo que se respondieran, los hombres coincidían en que el tiempo estaba de su lado. Por tierra y por mar el tiempo corría en favor de los que dominaban el territorio, asentados en ciudades fortalecidas y fuertemente armadas. Y en contra de los que sobrevivían en la espesura de la selva; aunque la selva fuese amiga. El tiempo les servía a los que, pronto, cerrarían una pinza de dominio en el territorio. No podía servirles a los que quedarían encerrados.
Tarde o temprano Thungür tendría que sacar sus fuerzas de la selva y avanzar. Molitzmós y Flauro acordaron en que, por el momento, era adecuado esperar.