La tormenta arreciaba en ese paraje de las Tierras Antiguas cercano al monte de Misáianes. Viento y agua sobre una extensión de piedras oscuras.
El manto de la Sombra se sostenía apenas de sus hombros puntiagudos. Pero su cuerpo delgado y desnudo no tiritaba, porque ese frío le pertenecía.
—Apártate de mí… Tú, la que trenzó mi cabello sin temblar. No deseo recordarte, inocente. Aleja tu sonrisa de mi dolor porque no voy a amarte… ¡El es mi hijo, no tú! Pintaste las líneas de mis manos, es cierto. Navegaste conmigo hasta la isla de los lulus y dormiste a mi lado. ¿Nadie te había dicho que, a mi lado, nadie despierta? ¿Cuánto es lo que sabías sobre mí, inocente? Pero mucho más debe haber sido lo que desconocías; de otro modo no habrías tomado mi mano. ¿Por qué tu sonrisa cruzó el mar? ¡No la deseo aquí! ¡Llámala a tu orilla! Yo tengo un hijo al cual debo lealtad.
Sentada al lado de Kupuka, junto al nogal que crecía a mitad de camino entre la casa y el bosque, la anciana Sombra había escuchado una voz que pronunciaba dos nombres: Vara y Aro. Eran dos bautizados en espíritu, contra el mandato del Amo… Entonces la Sombra supo que debía volver a su lugar. Hacia ya tiempo que estaba de regreso en las Tierras Antiguas rondando y cumpliendo faena, sin decidirse todavía a llegar hasta el trono de Misáianes. La Sombra sabía que aquellos dos soñaban que el Tiempo fuera, otra vez, antes del hijo. Lo sabía, quería advertirle; pero giraba y se perdía sin llegar al monte. —¿Cuánto más se me pide…? Los cantos y las bendiciones son para la Vida. Ella es celebrada con pan y bienvenida con agua. ¿Qué hay, en cambio, para mí? Para mí hay rabia de todos y maldición de todos. Hay miedo de todos… ¿Cuánto más se me pide? Sin mí, la vida no podría lucir sus dientes frescos. Sin la Sombra esperando, la vida no sería un camino. Un pozo, eso sería. Y sin embargo he recibido furias y maldiciones. Las recibí y las acepté como sólo una madre es capaz de hacerlo…
El viento era tan violento que hacía ondular las rocas. De pie en el paisaje, la Sombra se asombró de sí misma.
—Así como lo digo… Como sólo una madre es capaz de hacerlo. Y en cambio, ¿qué guardaban para mí las Grandes Leyes?
Guardaban una insensata prohibición: Sombra, no engendrarás… ¡A mí, tan madre de mis viudas y de mis huérfanos que soporté cuantas ofensas quisieron proferir! A mí: ¡No engendrarás! Y hoy, ajada de viento, no sé hacia dónde debo caminar. No lo sé… Allá está mi hijo; el que engendré de mi saliva. Y allí están mi tarea y mi propósito. Aparta tu sonrisa de mí, inocente, que ahora parece burla.
La voz de la Sombra clamaba a gritos. Un viento quería arrastrarla a oídos de Misáianes. Un viento la deshacía. Y así, como su propia voz, estaba la Sombra.
—Caminaré hasta el trono de mi hijo. Mi propósito vale menos que el suyo. ¿No diría lo mismo cualquier madre?
La capa de la muerte se enredó hacía arriba, como una cuerda que estuviera sosteniéndola del cielo.
—Me sentaré al lado de Misáianes en su jardín de huesos… ¡Ahora sí serán justas las maldiciones! Y cuando las criaturas me odien hasta el espanto, entonces… Entonces se parecerán a mi hijo.
La Sombra comenzó a andar sobre las rocas. Sus pasos no eran de anciana. Caminaba erguida y el viento le tensaba la piel. La capa detrás, retorcida. El cabello detrás. De pronto, se detuvo:
—¿Qué buscas aquí?
La Sombra increpaba al recuerdo de Vieja Kush que apareció cortándole el camino.
—¿Buscas que me arrepienta…? Tú, la que fue madre de madres, ¿buscas que olvide a mi hijo?
La Sombra y la tormenta perdieron furia. La capa gris cayó sobre la espalda, la capa muerta.
—Sé muy bien que has venido hasta aquí a recordarme cosas… Viniste a recordarme que no había furia en tu rostro cuando fui a buscarte. Tampoco, miedo. Vieja Kush me dio la bienvenida, lo recuerdo. Como recuerdo cada palabra de las que le enseñaste a la inocente.
«Ven, Wilkilén, siéntate a mi lado… Voy a contarte de una que a partir de esta noche será mi hermana y compañera eterna.»
«No te asustes cuando escuches su nombre ni la culpes por hacer lo necesario. ¿Conoces a alguien a quien le agrade comer manzanas que pendan años y años de los árboles? Tampoco lo conozco yo. Y, dime, ¿cómo nacerían manzanas nuevas si las que ya cumplieron con lo suyo no dejaran sitio en las ramas? ¿Podríamos tú y yo ser viejas al mismo tiempo? ¿Quién le enseñaría a quién? La hermana muerte carga con una tarea que todos comprenden pero pocos perdonan. Sin ella, los hombres no mirarían al cielo en las noches claras. Tampoco cantarían. Sin ella no existirían el suspiro ni el deseo. Sin ella nadie en este mundo se ocuparía de ser feliz.»
Cuando el recuerdo de Kush desapareció, la Sombra se detuvo. Estaba fatigada. Deseó un árbol, pero no había árboles en las cercanías del trono de Misáianes. La Sombra se sentó en medio del paisaje:
—¿Cuál es, cielo que esperas, mi verdadero sitio? La hermana podadora, dicen los husihuilkes.
Desde los montes, una ráfaga le azotó el rostro y pareció devolverle la inquietud.
—Pero, ¿cuánto más se me pide…? Engendré a Misáianes. El está en este mundo a causa de mi desobediencia, ¿puedo ahora abandonarlo?
La Sombra se puso de pie, decidida a llegar al monte.
—Es cierto, inocente. Dices la verdad. Perdí mi propósito… Me aparté del círculo. Pero, escucha bien y respóndeme, ¿quién puede ser solamente su propósito? ¿Es propósito de las nubes aliviar el calor de un hombre que siembra maíz? Ya ves, una nube es más que su propósito. ¿Es propósito de una huella guiar al que viene detrás? Hasta una huella es diferente a su propósito. Entonces, inocente, por qué no he de serlo yo.
Por el camino de la Sombra cruzaron unos pocos pájaros enfermos. Sin plumaje, con la carne rosada y temblorosa, los pájaros se arrastraban buscando las últimas briznas; porque en las cercanías del monte, los pájaros habían perdido el vuelo. La Sombra se agachó, tomó en sus manos al más pequeño y comenzó a oprimirlo.
—¿Cuál es, cielo que miras, el sitio en el que debo erguirme? Soy madre y Sombra.
Si ella continuaba, las tripas del pájaro iban a aparecer por el pico entreabierto.
—Y sin embargo, llegan dudas a mis manos. Y pienso que tal vez…
La mano se aflojó para que el pájaro pudiera respirar:
—Tal vez soy madre de todos. Madre en el círculo donde me toca la parte del dolor. La parte de hacer una tarea que no se comprende sino hasta después… ¿No es eso lo que un día le ocurrió a Vieja Kush? ¡Piensa conmigo, pequeña Wilkilén!
Será que en el círculo una madre da y otra madre quita… ¿Será que soy madre de todos, pequeña Wilkilén?
La muerte apretó la mano, abrió la mano. Y el pájaro cayó sobre las piedras:
—Otro muerto del Odio —murmuró.
Así estaba la Sombra, entre un pájaro muerto y sus dudas opacas. En jirones.