Zorás era un gran simulador, capaz de concebir un engaño sin fisuras y sostenerlo durante el tiempo de una larga vida.
Era enorme la simulación: comportarse como un fiel súbdito del Odio Eterno, inclinado ante su Designio. Y era difícil porque debía desplegar su fingimiento ante magos y nobles, parientes de Misáianes que escuchaban, dormían y velaban por él. Pero Zorás la estaba llevando a cabo con lucimiento.
Antes que él, sus maestros lo habían hecho. Pero eso fue ante un amo que empezaba a crecer en un monte alejado. Y que aún necesitaba seducir a los magos del Recinto, susurrar promesas a los nobles; ofrecer y extenderse. Zorás, en cambio, simuló ante un amo abultado en su crecimiento y poderoso en los dos lados del mar. Zorás simuló cuando Misáianes respiraba cerca y vigilaba con los ojos de aquellos que había envilecido.
Zorás vivió largos años simulando…
Con palabras fingidas obtuvo autoridad entre los magos del Recinto. Con los ojos entrecerrados presenció los juegos de los días largos sin que nadie notase su horror; escurriéndose en el tiempo y el espacio logró trabajar en alianza con las nuberas y los navegantes. Encubriendo su cuerpo y su modo de andar llegó al jergón de la escardadora para concebir a los elegidos.
Zorás había simulado en la mancha de las hilanderas y también en la mancha de los cuidadores de cerdos con el fin de rescatar a sus hijos.
Ahora, cuatro años después de aquel día, tenía que regresarlos.
El mago del Recinto decidió comenzar con Aro. Eligió para él la mancha de los cordeleros que se llamaban cordeleros y tejían sogas finas y gruesas para los barcos, para las redes, para los bueyes y las carretas; todas las cuerdas del reino de Misáianes.
Zorás dijo que aquel siervo había cometido torpeza y desobediencia. Y que el látigo no le enseñaba.
—Aquí lo dejo. Sudará para el amo, hasta su muerte.
Los cordeleros trabajaban cerca del agua, en una laguna donde sumergían parvas de hilos y estambres que debían tejer y tensar, tejer y tensar para las cuerdas de Misáianes.
Para los cordeleros, la vida era el vaivén de las cuerdas: tejer y tensar… Y el amor era el sonido de las campanillas de los guardianes, el camino agitado hacia alguna otra mancha. Y después, el permiso de arrebatar a una mujer desconocida: tejer y tensar.
Zorás terminó de hablar y se alejó sin girar su cabeza.
El guardián de la mancha miró de pies a cabeza al nuevo cordelero. La fortaleza de Aro y el adiestramiento de su cuerpo se ocultaban bajo un blusón gris.
—¡Camina, cordelero!
Aro dejó que el guardián creyera que podía empujarlo con facilidad; en algo se parecía a su padre.
Un poco más tarde, sentado junto a otros cordeleros, Aro comenzó su trabajo.
Y simulando más que nunca, porque nada le había dolido tanto, Zorás llevó a Vara de regreso a las manchas. Llegó y dijo que aquella sierva le disgustaba.
—Hay otras más jóvenes y dóciles —dijo el mago. Y agregó—. Exijo que nadie toque lo que yo he tocado porque mis manos todavía están allí, y lo estarán por siempre.
Los guardianes entendieron.
Era la mancha de las pringosas… Así llamaban a las mujeres que trabajaban con sebo de animal transformándolo en jabones y velas; en aceites y unturas para las armas.
Zorás debía abandonar a Vara, pero tardaba en decidirse, finalmente dio la vuelta y se alejó con lentitud. Estaba a punto de trasponer los muros que demarcaban la mancha cuando oyó la voz carcomida del guardián.
—Camina, pringosa. Pronto olerás a rancio igual que todas.
Zorás dejó de ver lo que tenía frente a sus ojos. Vara era su hija luminosa, y un vasallo de Misáianes la estaba injuriando.
Vara y el guardián lo vieron girar bruscamente y regresar al galope sobre su camino. Por instinto, sin comprender lo que sucedía, el guardián retrocedió cubriéndose con los brazos. Cuando casi llegaba Zorás tiró con fuerza de la brida. El animal que montaba se detuvo en seco y sacudió con fuerza la cabeza. El mago miró a su hija y no vio miedo en sus ojos.
Entonces dio la vuelta y se marchó.
El guardián esperó que Zorás se alejara para volver a hablar.
—¿Qué me dices de tu nombre? —dijo, encimando su rostro al de Vara.
La joven controló un estremecimiento.
—¿Qué me dices…? —esta vez la tomó con fuerza del cabello—. Hasta ayer te llamabas sierva de mago y hoy te llamas pringosa. Yo que tú, lloraría.
Y la arrastró, asida por el cabello, hacia los toneles rebosantes de sebo viciado.