Las cuatro Virtudes

Cuando los caminos estaban cubiertos de escarcha y el bosque de Goenia tenía los huesos al aire porque todo el follaje había muerto, Zorás iba en busca de Vara.

Cuatro años habían transcurrido desde el día en que la dejó al cuidado de la nuberas. Vara ya debía resplandecer en el cuerpo y en el alma: dueña de su propósito, impuesta de las cuatro Virtudes y de todas las gracias de la tierra.

Zorás, que cabalgaba en su busca, había enviado a Foitetés para que fuese guía y resguardo de Aro desde las costas del Mar de Goé hasta un sitio preciso del bosque.

Las nuberas esperaban al mago en una gruta de roca diamantina, entibiada con fuegos. Una enorme vasija con néctar y frutas de pulpa fuerte esperaba también.

Mármara no terminaba de conformarse. Ajustaba las joyas en el cuello de Vara; le torzaba el cabello a un costado, lo dejaba caer sobre la espalda. A los ojos de la nubera nada era suficiente para el reencuentro.

Grais jugaba cerca imitando los ruidos del bosque en verano, del bosque en otoño. Y Vara se reía como agua dulce.

Briseida se preservaba del frío metida entre las llamas.

—Zorás podrá ver que hemos hecho un trabajo sagrado —dijo Mármara frente a la impecable hermosura de Vara.

Y así ocurrió… El mago del Recinto entró a la cueva quitándose el manto de piel que lo había protegido durante el viaje.

Cuando vio a Vara, olvidó lo que estaba haciendo. Y el manto de piel cayó al suelo.

Las miradas, no. Las miradas azules se extendieron por el aire para encontrarse antes que las manos; antes de que Vara se inclinase, antes de que Zorás acariciara su cabeza.

—Hija dorada del Recinto, se cumplió el tiempo.

Luego el mago hizo las cuatro preguntas que se esperaban. Y una más.

—Dime Vara, ¿cuál es la primera Virtud, y cuál su consistencia?

—Es la memoria, y tiene la consistencia de la savia que une la raíz con los frutos.

—¿Cuál es la segunda Virtud, y cómo oficia?

—La segunda Virtud es el nombre; la honra de llevar un nombre… Oficia esta Virtud como marca que distingue los rostros. El que tiene nombre tiene espíritu, y el cielo puede llamarlo.

—¿Y la tercera? ¿Cuál es la tercera Virtud?, ¿y cuánto pesa?

—Es el conocimiento. Y pesa tanto, tanto pesa saber, conocer y comprender las causas, que sólo pueden sobrellevarlo los mejores. Repartiremos migas dulces entre el pueblo; pero nosotros sostendremos el arduo pan del conocimiento en nuestras espaldas. Y, con él a cuestas, transitaremos el tiempo.

—¿Cuál es, Vara, la cuarta Virtud que nos afirma?

—Es la poesía… Único modo de decir la verdad.

Vio Zorás que Vara había crecido luminosa, y que ya estaba lista para cumplir con su tarea. Sin embargo, hizo otra pregunta:

—Entre la multitud de ingenios que las nuberas te heredaron, ¿cuál guardas como mayor tesoro?

Vara sonrió:

—El arte de fabricar grandes abanicos con plumas de grullas doradas, blancas y grises.

De cada una de la nuberas Vara había aprendido. Pero no a todas las amaba por igual. Y cuando se despidió de ellas lo hizo de modo que su predilección se notara claramente.

El mejor abrazo fue para Mármara, que la sostuvo contra su pecho y le acarició largamente el cabello dorado.

—Sal-de-sa-ci a-bi-da-du na-la— ri-ve.

—Nacida de la sabiduría, salve.

—Excelente, Vara.

—Excelente, Mármara.

Vara se calzó largas botas de piel. Se envolvió en una manta grosera que le permitiría pasar como sierva del mago. Y dijo adiós con serenidad.

Salió de la gruta, las nuberas no fueron detrás. Zorás montó primero, Vara después y sobre las ancas.

Lo que las nuberas dijeron o lloraron quedó dentro de la piedra.

Zorás y Vara cabalgaron por el bosque de Goenia metidos en un viento escarchado. Como el mago lo suponía, no cruzaron a ningún viajero en aquellos caminos. Avanzaron de prisa y en silencio hasta el lugar previsto para el encuentro.

Foitetés aguardaba allí. También Aro, con los signos del varón y tan bello como su hermana.

Los que esperaban junto a una hoguera se pusieron de pie. Los que llegaban desmontaron.

De nuevo se reunían los ojos azules. Foitetés recordó a la escardadora y, contra las órdenes recibidas, pensó que hubiese merecido estar allí.

Vara y Aro eran agua mirando agua.

En cuanto Vara vio a su hermano deseó avanzar hacia él. Zorás se lo impidió, reteniéndola con firmeza por un brazo. Él era quien debía detentar la ceremonia del reencuentro.

Aro se paró frente al mago. Y agachó apenas la cabeza en señal de respeto.

—Hijo dorado del Recinto —dijo Zorás.

Luego hizo las cuatro preguntas que se esperaban. Y una más.

—Dime Aro, ¿cuál es la primera Virtud y cuál su consistencia?

—Es la memoria. Y ¿podría tener consistencia sin tener movimiento? La consistencia de la memoria es el movimiento.

—¿Cuál es la segunda Virtud, y cómo oficia?

—Es el nombre; la honra de llevar un nombre… Oficia esta Virtud como marca que distingue los rostros. El que tiene nombre tiene espíritu, y el amor puede llamarlo.

—¿Y la tercera…? ¿Cuál es la tercera Virtud? ¿Y cuánto pesa?

—Es el conocimiento. Y pesa tanto como un arduo pan; y pesa tan poco como muchas dulces migas repartidas.

—¿Cuál es, Aro, la cuarta Virtud que nos afirma?

—La poesía; único modo de decir la verdad.

Zorás vio que Aro había crecido luminoso. Y aceptó sus respuestas desafiantes, distintas de las respuestas fieles que Vara había dado, como una muestra de la altivez del varón. Pero luego Aro respondió como un cuidador de cerdos:

—Entre la multitud de ingenios que los hijos de los bóreos te heredaron, ¿cuál guardas como mayor tesoro?

—El arte de quitar pulgas de una manta tan bien como lo haría un pajarillo hambriento.

Estaban reunidos en medio de un cipresal del bosque de Goenia, con árboles delgados y altísimos que, si terminaban de crecer algún día, lo harían atravesando el cielo.

Allí se reunieron un mago y su discípulo. Vara, Aro y el invierno.

El frío era inclemente dentro de ese mundo de cipreses, pero ninguno de los cuatro parecía sufrirlo. Ni siquiera notarlo.

Zorás y Foitetés acordaban el camino de regreso. Vara y Aro hablaban entre ellos con un imperceptible movimiento de los labios.

—Nacimos con un propósito —dijo Aro—. Y eso no es virtud de Zorás.

—Pero Zorás nos ha preparado para cumplirlo.

—La escardadora nos marcó la carne.

—Zorás, el alma.

—Uno no vale más que otro —dijo Aro.

—Cuando pueda amar, te amaré —dijo Vara.

—Te amo ahora —dijo Aro— aunque hayas crecido para el Recinto.

—Te amo también —respondió Vara— aunque hayas crecido para las manchas.