«¡Thungür…, Thungür!»
Las voces de agua llamaban al jefe husihuilke. «¡Que Thungür llegue a nosotras porque andar por la tierra no nos es permitido!» «Que el guerrero venga a la orilla.»
Al principio los hombres las dejaron pedir. Les gustaba ver el alboroto de las mujeres-peces, sus torsos cubiertos y descubiertos por el oleaje, sus cabelleras enredadas de algas y caracoles.
Un grupo de balsas pescaba en las aguas del Lalafke. Los ocasionales pescadores eran, en verdad, guerreros del ejército del Venado. Las mujeres-peces iban de unos a otros reclamando la presencia de Thungür. Pero los hombres sonreían y fingían no escuchar para obligarlas a permanecer allí con toda su belleza.
«Thungür… Digan a Thungür que llegue hasta el mar.»
Durante un largo rato los hombres continuaron jugando, y ellas, pidiendo. Sin embargo acabó cuando una mujer-pez se aferró a una embarcación y, elevándose con los brazos, volcó su cuerpo sobre el borde de madera. No era habitual que las mujeres-peces se acercaran tanto a los hombres; ésta lo hizo porque su hermosura estaba opacada por su tristeza.
—Una flota ha pasado por alta mar con rumbo al sur…
Los guerreros quedaron inmóviles. Dejaron caer los remos y las sonrisas.
—Thungür debe saber… ¡Que Thungür venga a la orilla!
De balsa a balsa, los guerreros se gritaron con urgencia. Después, todas las embarcaciones giraron hacia la orilla y se alejaron rápidamente. Al mismo tiempo las mujeres-peces se sumergieron en las aguas azules. Pero no se alejaron demasiado porque sabían que el jefe del ejército del Venado llegaría tan pronto como pudiese.
«Thungür… Thungür.» Las voces se encimaban queriendo decir todo.
El guerrero husihuilke había descendido por un filón rocoso para llegar a un sitio sin transcurso entre el mar profundo y la tierra.
La roca donde Thungür se hincaba era un nido que el mar ocupaba por las noches y abandonaba al amanecer, dejándolo incrustado de caparazones, cubierto de musgo. En algunos huecos, llenos de agua, la vida del Lalafke continuaba en unos peces negros y diminutos. El jefe husihuilke se inclinó hacia adelante para escuchar a las mujeres-peces. Pero antes eligió un caracol de la roca, rebuscado y colorido, y fijó en él sus ojos. Thungür no quiso mirarlas; sabía que de algún modo su belleza resultaba inolvidable y el hombre quedaba para siempre abrumado por la nostalgia.
«Thungür, una flota ha pasado por alta mar navegando hacia el sur… ¡Son barcos de Misáianes! ¡Son sideresios! Surcan el Yentru, y han dejado atrás las aldeas de la Estirpe. Dicen las aves marinas que están prontos a rebasar Amarilla de las Golondrinas. Dicen que avanzan de prisa y sus proas miran al sur.»
El cielo se había oscurecido. Las mujeres-peces ya no estaban. El mar había cubierto por completo la roca y llegaba hasta la cintura del guerrero que continuaba allí, hincado en la piedra que ahora era de agua.
Thungür comprendió de inmediato que la flota se dirigía a Los Confines. Y vio frente a sí la derrota inexorable de las Tierras Fértiles.
Era claro que Molitzmós contaba con mayores fuerzas que las que habían supuesto, y las estaba moviendo con maestría.
Mejor que Drimus, Molitzmós del Sol les había tendido una trampa implacable.
El mar y el guerrero se miraron; la derrota les concernía a ambos y ninguno de los dos tenía respuestas. Ahora Thungür debía ponerse de pie, trepar el filón rocoso y caminar hacia los campamentos de Umag a enfrentar a sus hombres para decirles que la victoria se hacía irreconocible. Para decirles que sus esposas, sus hijos y sus ancianos pronto serían la primera línea de batalla. Y ellos, muy lejos.
El ejército del Venado permanecía en Umag del Gran Manantial a la espera de ajustar el ataque conjunto con la resistencia del Sol.
Mientras estuvo en el desierto de los pastores, ignorando aún que una importante fuerza rebelde se había conformado en el País del Sol, Thungür no pudo imaginar mejor objetivo que la reconquista de Beleram.
El conocimiento de que sus fuerzas se duplicaban en un ejército hermano y en el lugar mismo donde los sideresios se creían invulnerables, lo cambió todo.
Casi un año del sol había pasado desde entonces. El ejército del Venado fue cauto en el reconocimiento de sus aliados. Y los puso a prueba. Finalmente, ambas fuerzas aunaron sus estrategias y soñaron con la victoria.
En esos días, el ejército de Thungür se alistaba para iniciar el avance hacia el norte por distintos caminos. Rebasado el Río Yum, allí donde los Montes Dientes de Jaguar se confundían con las Colinas del Límite, terminarían de afianzar la alianza con la resistencia del País del Sol.
Así lo habían soñado. Pero de pronto el sueño se deshacía.
La jugada de Molitzmós tuvo su primera victoria en el entendimiento de Thungür. ¿Sería posible que los guerreros husihuilkes aceptaran continuar hacia el País del Sol sabiendo que sus aldeas serían arrasadas sin misericordia? ¿No cabalgarían día y noche, aunque sólo fuese para morir al lado de sus muertos?
Y si seguían adelante… ¿Cuánto más era posible para ellos?
La estrategia de Molitzmós le reveló a Thungür una verdad que, hasta entonces, había sido un poco más pequeña que el heroísmo: Misáianes tenía el tiempo de una montaña. El hijo de la Muerte respiraba flotas, sus males llegarían sin cesar a las Tierras Fértiles. Ellos, en cambio, perdían fuerzas. Cada criatura tenía una única muerte para ofrecer, y no era suficiente.
Misáianes aguardaba en su monte el día en que el Venado se volcara sobre sus patas y pusiera la cabeza en tierra, rendido al fin.
Thungür habló para sus hombres sin reservas. Y les dijo que había visto los ojos de la derrota.
—No podremos llegar a Los Confines antes que la flota de Misáianes, esto es lo cierto. El Odio Eterno puso sus pies en los dos extremos de las Tierras Fértiles. El norte está cerca de nuestras armas; el sur está cerca de nuestra sangre.
Thungür miró a sus hombres. Estaban en silencio, aguardando una orden que cumplir.
Cuando el dolor es tan hondo no encuentra forma ni palabras; se cierne como el aire, ocupa el mundo. Y moverse es absurdo porque no hay adónde ir.
—Hoy me toca ver y avergonzarme —dijo el jefe husihuilke—. Creí que intentarían imponer su voluntad de regresar al sur, y lo hubiese entendido. Pero ustedes eligieron cumplir el deber de los guerreros. Pongo aquí mi vergüenza y me honro llamándolos hermanos.
Primero había sido aquella profunda diferencia con Minché; mucho después, el castigo impuesto a los desertores. Y siempre, su sacrificio y su bravura. Los guerreros amaban a ese hombre que, en días de tregua, peleaba con sus pensamientos. Pero que en el campo de batalla era un grito de sangre, un hacha indetenible y una ofrenda.
—Falta poco para el alba —dijo Thungür—. Volveremos a reunirnos entonces.
Lentamente, los guerreros se desperdigaron dejando al jefe husihuilke junto a una fuerte hoguera. Thungür repasó cada instancia de aquella guerra interminable, desde el día en que Cucub llegó a su casa en Paso de los Remolinos anunciando que unas naves cruzaban el Yentru…
Pero no importaba cuánto fuera capaz de recordar o cuánto fuera incapaz de comprender. Con la llegada de la luz, Thungür debía ser uno solo y dar órdenes irrenunciables.
Cucub, que venía de una cabalgata alucinada, llegó antes que el alba. El zitzahay estaba sucio, desorbitado. Se dejó caer del lomo de su animal y avanzó hacia Thungür musitando un nombre:
—Kuy-Kuyén —decía—. Kuy-Kuyén…
Thungür lo tomó del brazo con firmeza.
—¡No sigas diciendo…! ¡No te empeñes en nombrarla, Cucub! —lo atrajo hacia sí—. Todos aquí tienen alguien a quien llorar y nadie ha pronunciado un nombre.
Cucub apretó los ojos. Thungür comprendió que su hermano estaba en el trabajo de silenciar su corazón.
—Ahora siéntate y habla de prisa porque el amanecer querrá saber hacia dónde cabalgaremos.
Cuando Cucub terminó de hablar, la mañana había llegado. Y los jefes de guarnición se apiñaban alrededor de los restos de la hoguera extinguida. Todos habían escuchado gran parte de lo que Cucub tenía para decir.
La peor noticia era tardía… El ejército ya sabía acerca de la flota que Flauro y Molitzmós enviaban hacia Los Confines; las mujeres-peces se lo habían dicho.
Sin embargo había algo que los guerreros no sabían.
—La resistencia del País del Sol embarcó soldados en aquella flota.
La noticia trajo un poco de alivio; como una ráfaga de aire que no alcanza pero es bienvenida. Las aldeas husihuilkes no estarían solas, ni en la lucha ni en la muerte.
Después de escuchar a Cucub, Thungür pudo tomar su decisión.
—Tú, Cucub, galoparás de regreso a Beleram. Intenta liberar a los prisioneros. Y de inmediato, marcha con los Kúkul hacia las Colinas del Límite, donde te reunirás con nosotros.
«¿Y el sur…?», preguntaban las almas.
—Dos guarniciones completas partirán a Los Confines… —continuó Thungür—. No llegaremos antes que las naves. Pero si nuestro pueblo puede resistir, con ayuda de los soldados del Sol… si nuestras aldeas logran sostener la defensa; entonces la llegada de los guerreros podrá ser decisiva. El resto de nosotros, husihuilkes y zitzahay, avanzaremos desde este día y sin descanso hacia el País del Sol. Ya no hay atajos, ya no hay nada más que aguardar. Si la resistencia del Sol está lista, que pelee junto a nosotros. Si no lo está, que muera en soledad.
Luego agregó:
—Vamos a pelear como sabemos hacerlo… No esperaremos a nadie cuando nuestro pueblo va a morir. Sabemos que en nuestras aldeas cada uno luchará hasta el final por la única recompensa de morir peleando. Nosotros haremos lo mismo.
Obraremos como Dulkancellin y Minché lo hubiesen hecho, como lo demanda la voz de los Antepasados. «Quien muere honrando la ley que lo hizo hombre está naciendo otra vez.»