Poco después de que la flota partiera con rumbo a Los Confines, Flauro buscó a la joven esposa de Molitzmós; aquella que había perdido a su hijo luego de comer los dulces ofrecidos por la sierva de Acila.
Cada vez más, el capitán sideresio se convencía de que la causa final de Lengua Demorada no era la de ellos. Ni siquiera la de Molitzmós. Y aunque lo ofendía someterse a un príncipe de piel oscura, y hubiese deseado como emisario a un mago de la Cofradía del Recinto, era Molitzmós quien llevaba el sello del amo. Por el momento, sus destinos estaban ligados.
Flauro podía imaginar que en la definitiva instauración de Misáianes, Molitzmós del Sol sería un desecho. Sin embargo, lo primero era una guerra que debía ganar si no quería compartir el destino de Leogrós.
Con la victoria, llegaría el momento de abofetear la soberbia de Molitzmós. El día de presentarlo, maniatado y desnudo, frente al auténtico emisario que el amo enviaría.
Pero, por entonces Flauro necesitaba ayuda. Y la buscó en el resentimiento de una mujer.
—Lo que tú y tus hermanas hacen ni siquiera roza el ánimo de Lengua Demorada —dijo el capitán. Y aclaró, para que la joven entendiera—. Actúan como niñas. Se burlan de Acila y luego corren a ocultarse.
—Transformó a mi hijo en un charco caliente —dijo la mujer.
Oyéndola, el capitán comprendió que había dejado de ser paloma. Y se alegró.
—Acila es un rival demasiado grande para ti. ¿Sabes eso?
—Sé que mi único deseo es hincar mi talón en su vientre y hundirlo hasta el fondo.
Flauro no necesitaba oír más para saber que podía confiar en ella. Ahora debía lograr que esa mujer resultara provechosa.
Para eso tenía que moderar su dolor y darle cauce. También estaba obligado a cederle alguna información. Flauro correría el riesgo.
—Acila oculta algo —siguió diciendo—. Aún no puedo determinar si es ambición, intriga. O algo mucho más grande.
Pero aún lo más grande que el capitán de Misáianes podía imaginar en ese instante era diminuto comparado con lo que encontraría.
—Tu condición de mujer te permite andar libremente por las cocinas y los pabellones de trabajo. Sitios que me están vedados y a los que siempre llegan los secretos. Los que cocinan y lavan suelen saber ciertas cosas, muchas más que los soberanos… Comenzarás buscando en esos lugares. Allí escucharás, observarás. Y si fuera necesario, ofrecerás algunas de tus muchas joyas —Flauro insistió—: Si quieres vengar a tu hijo, debes concentrar tu rencor en cada huella que esa mujer deje. No serán muchas, porque sabe andar por el aire. Pero estaremos atentos…, tú y yo.
Recién entonces Flauro dedicó a la mujer una mirada atenta y prolongada. Era bella, sin duda.