La flota zarpaba al día siguiente.
Sideresios y soldados del Sol viajarían juntos por decisión del príncipe. Pero ninguna decisión, por irrecusable que fuera, serviría para atenuar el desprecio y la desconfianza que existía entre unos y otros.
Los hombres de Flauro zarparían primero para encabezar la travesía. Detrás, partirían las naves de los soldados del Sol. La flota estaba dividida tal como los tripulantes. Aun así, los soldados del Sol estaban obligados a dejar en manos de un grupo de sideresios el gobierno de sus naves, puesto que ellos no tenían más pericia que la obtenida en los trayectos costeros que realizaron regularmente, antes de la guerra de Misáianes, con fines mercantiles o de gobierno, hasta las aldeas de la Estirpe y Beleram.
En víspera de la partida, el herrero hablaba con los hombres que había designado para que detentaran el mando en la expedición a Los Confines. Flauro hacía lo mismo con los suyos. El herrero y sus soldados estaban reunidos en una barraca militar. Flauro y los suyos, en un salón del palacio.
—Tal como hemos dicho —repetía el herrero—, lo mejor será que nuestras fuerzas se separen de los sideresios durante el viaje. Una vez en tierra, resultará más costoso. Sin embargo, sólo podrán hacerlo cuando estén próximos a su destino y avisten una costa dócil para el desembarco. Va a ayudarlos la distancia que los propios sideresios se encargarán de mantener; ansiosos por arribar antes que nosotros. Llegado el momento, doblegarán a los sideresios que estén al frente de sus naves y los obligarán a torcer el rumbo. La travesía es larga. Durante el transcurso podrán observar el trabajo de los hombres de Flauro. Y si fuera necesario, se bastarán a sí mismos para llevar las naves hasta la costa.
Quienes lo escuchaban eran soldados de ciudad y calles empedradas, pertenecientes a un pueblo que hacía mucho había perdido la costumbre de sentarse sobre la tierra. Quizás por eso volvieron a insistir en algo que les resultaba difícil de entender:
—Herrero, dices que en Los Confines las criaturas saldrán a recibirnos…
El herrero sonrió y movió la cabeza en señal de asentimiento.
—Allí, en la tierra de los guerreros del sur, hay un lenguaje que todos entienden. Las criaturas van a observarlos y a seguirles el rastro. Sólo aguarden, que los husihuilkes llegarán a ustedes. Entonces será útil la contraseña de Cucub. Esto lo afirman los nobles de la resistencia; ellos conocen todo lo necesario sobre aquel pueblo… Recuerden que Hoh-Quiú peleó junto al que llamaron Dulkancellin. Y que su hijo, Thungür, se llevó tras de sí a Nanahuatli.
La historia de la princesa que había huido en busca de su amor era conocida por todos en el País del Sol.
—Pero recuerden —continuó diciendo el herrero— que nada es tan importante como determinar con acierto el sitio apropiado para alejarse de los sideresios con la menor pérdida posible. Ellos intentarán detenerlos. Pero no van a torcer el rumbo ni las órdenes por perseguirlos.
—¿Y si lo hicieran? —preguntó uno de sus hombres.
—Llevarse a los sideresios detrás de ustedes sería un buen modo de defender las aldeas del sur. Sin embargo, no creo que eso ocurra…
En el palacio de mando, Flauro también daba órdenes estratégicas:
—Lo harán en el extremo sur, antes de poner proa hacia el oeste —decía—. Y que sea de tal modo que ni una sola de sus naves logre salvarse.
—¿Qué diremos a nuestro regreso?
Flauro sonrió y jugó con los rulos de su cabello:
—Tal vez, podríamos decir que sus naves fueron asoladas por una extraña peste, y que luego fue necesario quemarlas para evitar que el daño se propagara hasta nosotros. O tal vez, que murieron en manos de los brujos husihuilkes… ¡Eso no importa ahora!
Flauro estiró las piernas. Y golpeó una contra otra las puntas de sus botas negras.
—No sé todavía qué desea Acila. Pero no se trata solamente de veleidades de soberana. Ni de desplantes ociosos.
El capitán de Misáianes desconfiaba de Acila desde el día mismo en que la conoció. Muy pronto creció en él una fuerte aversión por aquella mujer. Hasta comer en su presencia le resultaba intolerable. O rozarle los dedos cuando ella le ofrecía su mano como saludo frente a Molitzmós.
—Pero aunque se tratara de eso sería suficiente para mí —dijo Flauro—. La soberana que no sabe hablar se sintió poderosa obligándonos a embarcar a sus soldados. ¡Muy bien! Lengua Demorada va a saber que la repugnancia es motivo suficiente para un capitán de Misáianes. Es posible que cuando conozca la suerte de sus soldados le suceda lo que a mí frente a sus jugadas. ¡Nada podrá hacer más que tragar amargo!
Flauro había ordenado arrasar las naves del Sol en alta mar. Y que ni una sola pudiera regresar a contarlo.
Nadie mencionó a los propios hombres asignados a viajar junto a los soldados del Sol. Quien pensara en ellos, también estaría condenado.