El príncipe gobernante estudiaba los últimos pliegues recibidos de Beleram, cuando la joven esposa entró sin anunciarse.
—¿Qué deseas? —preguntó Molitzmós de buen modo.
La joven traía los ojos inflamados, y estaba vestida y peinada con cierto descuido para lo que exigía la fastuosidad de la corte.
—Yocoya Tzin —murmuró.
—¿Qué ocurre con mi hijo? —Molitzmós se sobresaltó de pronto.
—El mío… —dijo la mujer—. Hablo del mío.
—¡Ah…! —entonces Molitzmós regresó a los códices— ¿Qué podría ocurrir con él?
La mujer recorrió con sus ojos toda la habitación. Se pasó la lengua por los labios. Pero cuando quiso hablar sólo pudo articular un sonido incomprensible.
—¿Deseas beber agua? —preguntó su esposo.
Sin responder, la joven se aferró a una pequeña jarra plateada y bebió sin delicadeza, dejando que el agua mojara su cuello.
Molitzmós había regresado su vista a los signos que intentaba desentrañar.
—Fueron aquellos dulces que ellas me dieron —dijo la joven. Como su esposo no demostraba interés alguno, ella tuvo que decir más—. Dulces envenenados…
—No sé de qué me hablas.
Aunque temía la reacción del príncipe, la mujer encontró en su desconsuelo la valentía necesaria.
—Yo estaba en el estanque esa tarde, refrescando mis piernas, cuando tu esposa, Acila, y su sierva, llegaron a sentarse a mi lado.
¿Cómo hace quien debe convencer a otro de una verdad sin sustento? ¿Cómo lo hace, si no sabe construir buenos razonamientos ni posee habilidad con la palabra?
Posiblemente porque la joven se estaba haciendo esa pregunta, perdió la calma que mantenía con esfuerzo. Se hincó ante el príncipe y lo tomó por el brazo:
—¡Créeme, esposo! La sierva de Acila me dio de comer unos dulces que ocasionaron la muerte de nuestro hijo.
Para asombro de la mujer, Molitzmós le acarició las mejillas húmedas y enrojecidas por la ira, y le pidió que siguiera hablando:
—Yo sé que ese niño iba a nacer fuerte. Soy joven y saludable. Y no había desdichas escritas en el cielo… Fueron ellas quienes malograron mi vientre.
Las lágrimas acrecentaban la belleza de su rostro.
—Veamos… —Molitzmós besó las manos suplicantes de la mujer— ¿Supongo que me dirás que Lengua Demorada lo hizo para que su hijo fuera el primogénito y sucesor del trono?
La joven asintió en silencio.
—¡Escúchame, esposa! —Molitzmós se apartó de ella para hablarle, y lo hizo con franca ternura—. Es propio de nuestra condición señalar culpables cuando fracasamos… Tu cuerpo fracasó engendrando al primogénito. Ahora tú buscas aliviarte creyendo que Acila y su sierva planificaron tu derrota.
—¿Por qué entonces lo llamará Yocoya Tzin? —con aquella pregunta la mujer parecía una niña lastimada.
—Lo hizo en recuerdo de tu propio muerto. El dolor te impide la gratitud…
Molitzmós la tomó por los hombros, y la besó a modo de despedida. Luego le habló tal como Drimus lo había aconsejado a él, años atrás:
—Ve con los mejores orfebres del palacio. Diles que fabriquen para ti el brazalete y el collar más suntuosos de cuantos poseen mis esposas. Más imponentes aún que aquellos que usa Lengua Demorada. ¿Estás feliz ahora…?
Sin esperar respuesta el príncipe volvió a los códices.
La joven hubiese preferido ser maltratada. Porque aquella felicidad de Molitzmós, tan grande que le permitía aceptar sin enojos los reclamos de una esposa menor, la hirieron mucho más que el rigor que esperaba. El rencor suele crecer con la indulgencia. Al rencoroso le duele la piedad más de lo que le duele el deprecio.
—También puedes ir al estanque —siguió su esposo—. Pasea por los jardines… Conversa con tus hermanas. Y aguarda, que pronto te visitaré en tu lecho.
—Pero —la mujer tenía que decirlo— …pero, soy madre.
—¿Madre…? —Molitzmós se endureció—. ¡Eres madre de un charco! Ahora retírate.
Flauro observó el rencor de esa mujer. Lo tocó con cuidado para estimar su consistencia, se asomó para ver su hondura.
Entonces decidió que la joven mujer y su rencor podían ser valiosos.