Pinza de escorpión

Las palabras y la mano de Molitzmós descendían juntas por el vientre de Acila que, liberado de la faja y el secreto que lo habían oprimido, se combaba con forma de niño.

—Yocoya-Tzin —decía el príncipe. Y repetía—. Yocoya-Tzin será grande.

Poco tiempo había transcurrido desde que su otro hijo se fuera en hilos de sangre antes de nacer. Sin embargo, la noticia de que Acila sería madre, y las señales claras de que daría a luz a un varón, hicieron que esa muerte se empequeñeciera.

Apenas lo supo, Molitzmós olvidó al otro niño. Y también olvidó a la joven mujer que jamás hallaría consuelo. El Señor del Sol expresó su alegría sin ningún reparo. Todo el palacio lo oyó proclamar su felicidad y hasta decir que, tal vez, aquel hijo debió morir para que éste naciera coronado: un hijo de Molitzmós y Acila era la promesa de una mente esplendorosa y un carácter rotundo; el mejor heredero posible para el trono del País del Sol.

—Yocoya-Tzin —dijeron los dos padres, mirándose a los ojos con una ternura impropia en dos jugadores de yocoy que ponían la victoria antes que toda vida.

Acila había solicitado ese nombre para el primogénito, como un homenaje al que no había nacido.

Molitzmós ya ni siquiera pensaba en el asunto. Y nadie poseía prueba alguna para acusar a la mujer que desde su llegada había ocupado un lugar de privilegio.

Y que ahora iba a darle un heredero.

En cambio algo muy diferente ocurría entre las jóvenes esposas del príncipe. Las mujeres se habían congregado en torno al dolor de la madre truncada. Y en esa alianza encontraron fuerzas para maldecir la soberbia de Acila. Tomaron la costumbre de reunirse sólo para idear modos de humillar a Acila y a su sierva, porque les resultaba imposible aborrecer a una y olvidar a la otra.

A partir de entonces las cinco jóvenes actuaron como si hubieran perdido el temor a Lengua Demorada. Le oponían la mirada con firmeza, no se apartaban del camino cuando se cruzaban con ella en los corredores del palacio. Ni salían del estanque cuando Acila llegaba con su sierva.

El alboroto de las palomas y sus rencores no se contaban entre las preocupaciones de Acila. Las últimas piezas se estaban disponiendo en el tablero de la guerra. Y ella debía andar con cautela y decidir con sagacidad, si quería, al finalizar el juego, estar del lado de los vencedores.

Era la alta noche. Los esposos habían conversado durante muchas horas acerca de la flota que, en pocos días, debía partir hacia Los Confines. Molitzmós continuaba exaltado y orgulloso de la estrategia que él y Flauro habían ideado.

—Las fuerzas de Thungür son exiguas para atacar el País del Sol —decía Molitzmós—. Beleram es, por cierto, el único objetivo posible para ellos. El husihuilke marchará hacia Beleram seguro de que nosotros saldremos a darle batalla. En cambio los dejaremos moverse y hasta soñar. Los dejaremos acercarse. Y ellos lo harán sin imaginar que, mientras tanto, una flota estará arribando a Los Confines para tomar el sur.

Acila pensó que la exaltación embellecía a su esposo.

—Pinza de escorpión —el príncipe pensaba en una partida de yocoy—. Tomaremos las Tierras Fértiles por los dos extremos. En el centro, habrá un animal acorralado.

De pronto, el príncipe lanzó una carcajada. Era claro que se trataba de algo antiguo que acababa de regresar a su memoria.

—¿Qué? —preguntó Acila.

Molitzmós demoró en serenarse. Y aun mientras respondía, la risa volvió a tomarle la voz. Su esposa tuvo que esperar un buen rato para que el relato estuviese completo.

—Acabo de notar que esta flota que enviamos será el cumplimiento de una visita que prometí hace mucho a un pequeño hombre; un zitzahay que me presintió antes que nadie… Quizás —dijo Molitzmós— por su ingenio de artista —volvió a reír y continuó—. El nuestro fue un aborrecimiento gentil que recuerdo con enorme placer. Era agradable verlo intuir cosas que no podía comprobar. Era todavía más grato ver cómo su ingenua honradez golpeaba contra mis convicciones para quedar yo en pie y él, tambaleando.

—¿Y ent… entonces? —preguntó Acila.

—Entonces, el día de su boda con una hija de Dulkancellin, cuyo nombre no puedo recordar, le obsequié un cuchillo. Y le aseguré que, alguna vez, llegaría hasta la puerta de su propia casa en Los Confines. Sólo él y yo supimos lo que esas palabras significaban —Molitzmós volvió a reír—. Recuerdo vivamente su respuesta: «Es posible que cuando llegues tenga ya muchos hijos que salgan a recibirte».

La pregunta de Acila interrumpió el despunte de una nueva carcajada.

—¿S… será así?

—Es posible —respondió el príncipe—. Peor, entonces, para él y su mujer husihuilke. Porque cuando lleguen los sideresios tendrán más muertos que llorar.

Desde el día en que Molitzmós le habló sobre la nueva estrategia, Lengua Demorada comenzó a trabajar en un asunto que la preocupaba. Y lo hizo por los caminos habituales.

Acila advirtió a su esposo que debía embarcar soldados del Sol en la flota que pronto partiría a Los Confines.

Era insensato que un movimiento primordial de la guerra fuese llevado a cabo por mandos y soldados sideresios. Resultaba indispensable enviar hombres del ejército del País del Sol que impusieran, sobre la espalda quebrada del sur, el estandarte de Molitzmós. Dejar aquel triunfo en manos de hombres que respondían a Flauro era un acto de candor que, cuanto menos, retardaría su destino de reinar sobre todas las Tierras Fértiles. Que Molitzmós mirara el dorso de su mano derecha y recordara: ¿En verdad creía que Flauro ordenaría proclamar su nombre en la victoria? ¿No sería necesario llevar hombres leales que impusieran la legitimidad de su poder? Alguien debía estar allí para elevarlo como la auténtica prolongación de Misáianes en aquel lugar del mundo.

Pero Molitzmós no compartía los temores de su esposa.

Flauro había demostrado acatamiento. El capitán sideresio sabía que detrás de Molitzmós estaba el mandato del Amo; y nada haría por menoscabarlo.

Acila insistió, con escasa suerte, en sus argumentos. Hasta que comprendió lo que debía hacer.

Y lo hizo una noche en que su esposo y ella bebían en compañía de Flauro, antes de iniciar la diaria partida de yocoy.

Como si hablara de un asunto doméstico, Lengua Demorada expresó su deseo de que los soldados del Sol acompañaran a los sideresios en su viaje hacia el sur.

La provocación surtió efecto. Fastidiado por la intromisión de Acila, sorprendido una vez más por su astucia, Flauro fue incapaz de disimular su ira. Y eso era lo que Acila deseaba. El capitán reaccionó con los modales de quien detenta el mando, tal como Acila necesitaba que lo hiciera.

Molitzmós del Sol percibió claramente la altanería que se ocultaba tras el enojo del capitán. Recordó los días en que estuvo sometido a la constante humillación de los sideresios… Y más por afianzar su incipiente poder que por creerlo necesario, anunció a Flauro la determinación de acrecentar en varios centenares el número de soldados del Sol que embarcarían hacia Los Confines.

—Bien sabes, príncipe —dijo Flauro—, que tus hombres no servirán en esa batalla. Han estado ociosos durante largo tiempo.

Y, ¿no crees que flaquearán a la hora de avanzar sobre aldeas sin hombres?

—Tus sideresios arrasarán la tierra con todo lo que se oponga: súplica de mujer, silencio de los ancianos y candor de los niños —respondió Molitzmós—. Los hombres que envío serán los encargados de levantar y sostener mi estandarte, ellos cuidarán allí la ganancia de mi poder.

—¡No olvides al Amo que espera en el monte! —se atrevió a decir Flauro.

—¡No olvides tú quién es el emisario!

El grito destemplado de Molitzmós había puesto fin a la disputa, con ganancia para Lengua Demorada.

En esos pensamientos se distraía Acila, mientras su esposo continuaba recordando a Cucub. Y riendo.

Dos golpes suaves a la puerta los regresaron a la habitación en la que se encontraban.

Quien llamaba era la sierva, y traía el pan que su ama había ordenado; el pan redondo y delgado que amasaban en la cocina del palacio.

Molitzmós tomó la bandeja de plata que traía la anciana sierva y se la ofreció a su esposa:

—C…cuando te marches —le respondió Acila, rechazándolo con un gesto suave.

Desde que gestaba a Yocoya-Tzin, Acila había tomado algunas costumbres extrañas. Una era aquélla de comer pan. Otro era el deseo, expresado a su esposo, de no dormir a su lado hasta tanto el niño naciera.

Por eso Molitzmós saludó y abandonó la habitación donde Acila pasaba las horas en compañía de su sierva.

Apenas se vio sola Lengua Demorada se apresuró a destapar la bandeja que contenía un pan redondo y delgado. Lo partió al medio. Dentro se ocultaba un trozo de pergamino que Acila leyó con cuidado.