Las mujeres husihuilkes llegaban a la cueva de Kupuka con malos semblantes. Estaban enojadas con el Brujo más amado a causa de ese silencio que a ellas les costaba entender. Y que les parecía abandono.
Antes de ascender hasta la cueva del Brujo de la Tierra, fueron a pedirle autorización a los ancianos.
—¿Qué quieren ustedes? —les preguntó uno de ellos—. ¿Nuestro permiso…? No lo necesitan. ¿Nuestra aprobación? No la tienen. Vayan, si lo desean, a desgranar enojos. Kupuka no admitiría que nosotros nos interpusiéramos entre él y ninguna criatura de esta tierra. Ofenderíamos su grandeza intentando detenerlas. Vayan, hermanas. Que nada es porque sí…
Las mujeres se marcharon confundidas; preguntándose si acaso estarían equivocadas. Y si su descontento era, en realidad, injusto.
Pero, ¿cómo comprender que Kupuka decidiera callarse?
Y sólo callarse. Y callarse más. ¿No sabía de la muerte del Masticador? ¿No le importaba la soledad de todos? ¿Hacia dónde marchaba por ese camino?
Las mujeres llegaron fatigadas, a causa del ascenso, hasta el sitio donde Kupuka hacia su gran silencio. Un poco más que de costumbre, su aspecto terroso y salvaje les produjo miedo.
Era posible, creían, que ante la primera pregunta el Brujo saltara de su túmulo. Y, furioso por la visita que él no había solicitado, las enviara de regreso de mala manera. Pero ya estaban allí. Y no iban a retroceder ni a regresar sin decir, al menos, algo de lo que pensaban.
Una por una saludaron al Brujo que no respondió. Ni abrió siquiera los ojos para verlas.
Las mujeres de Los Confines sabían que Kupuka no necesitaba hacerlo para saber, con precisión, cuántas de ellas había allí y de qué aldea provenían. De haberlo deseado, el Brujo hubiese podido llamarlas a todas por sus nombres.
Con dificultad primero, y después con apresuramiento, los reclamos comenzaron a llegar:
—Hemos perdido al Masticador. El Padrecito está lejos…
Y otra:
—Siempre nos sostuvimos en tu fuerza. Y ahora, cuando todo es peor, nos dejas solos.
Y otra:
—Todo, hasta el hambre, sería más fácil si tú nos aliviaras con tus palabras.
—Eres como los árboles del bosque… ¿Qué podríamos hacer nosotros si ellos decidieran marcharse?
Aunque las mujeres husihuilkes siguieron así durante largo rato, Kupuka no se irritó. Más bien celebró en su quietud las cosas que escuchaba decir.
Y lo hizo porque aquellas mujeres le estaban ofreciendo, en cada reproche, sustancias que fortalecerían su silencio.
Para el Brujo de la Tierra hubiese resultado sencillo defenderse con razones justas. Verdades y razones que acabarían avergonzando a las mujeres. Más de cien temporadas de lluvia…, hubiese podido decirles. Más de cien temporadas de lluvia ocupado en amarlos. ¿Le negarían el derecho a dormir, a morir, a callarse?
Miles de palabras para defenderse, de las cuales el anciano no pronunció ni una sola. En eso creció la generosidad de su silencio.
Tampoco hubiese sido difícil disciplinarlas. Kupuka hacía silencio en amparo de las aldeas del este… ¿Acaso no se debían los Brujos tanto a unos como a otros? ¿Pretendían que Kupuka abandonara las laderas vecinas…?
Había muchas palabras para disciplinar a las mujeres que le llevaban sus reclamos. Pero Kupuka no las pronunció. De ese modo, creció la humildad de su silencio.
Las mujeres le pedían alivio. El Brujo se lo daría con sólo decir: Aquí estoy; no los he abandonado. Pero Kupuka permaneció callado para que creciera en firmeza su silencio.
El Brujo trabajaba en un arma de guerra. Un arma contra el Odio Eterno que debía alimentarse con las sustancias del amor.