En la ladera este de las Maduinas, las voces de Drimus encontraron su cuna.
Creadas para llegar al entendimiento por el camino de la nariz, las voces anidaron en aquellas aldeas; latieron, se engrosaron de sí mismas, hicieron conquista de maleza en el corazón de los hombres.
Poco antes del duelo que lo había enfrentado a Kupuka, Drimus se adentró en una maraña de matas; allí amasó sustancias en una calavera: astillas del fuego donde ardió la Sabiduría, sudor del Odio Eterno y el olor del miedo. El resultado de su prodigio fueron voces destinadas a corroer las almas.
Drimus, igual que su amo Misáianes, sabía que en el padecimiento de los hombres el odio puede hacer cosecha.
Entre las dos vertientes de las Maduinas hubo una larga historia de conflictos y rivalidades. Los hombres se enfrentaron en el campo de batalla por asuntos de honor y pertenencia que se perdían en el origen de los linajes. También rivalizaron los paisajes. El oeste era húmedo, pródigo en bosques y ríos caudalosos; lleno de peces y de aves. El este, en cambio, tenía una hermosura quieta de extensiones rojizas y lagunas. Y aunque su vegetación era austera, la vertiente este de las Maduinas poseía el perfume de los más poderosos minerales.
Los husihuilkes fueron guerreros, y no desearon ser otra cosa. Pero la ley era el sentido de la vida, la honra, lo único indispensable. Y ambas iban con ellos a la batalla.
Misáianes, que conocía las formas más sutiles del mal, echó allí su aliento pernicioso.
Después de la victoria del desierto, los linajes del oeste enviaron socorro a sus hermanos. Y continuaron haciéndolo mientras les fue posible. Cuando también entre ellos se acentuaron el hambre y la enfermedad, y privados de la presencia de los hombres jóvenes, la ayuda se hizo escasa. Mucho más durante la última temporada de lluvias, cuando el recorrido se hacía imposible para mujeres y ancianos debilitados.
Ya no era posible y tampoco justo decir que los sufrimientos del cuerpo fueran peores en una o en otra ladera. En cambio, sí ocurría que las almas del este estaban arrasadas por las voces de Drimus. La gente de aquellas aldeas estaba perdiendo la ley y la honra, su nombre husihuilke.
Tres Rostros permanecía entre ellos. Sin cesar machacaba hierbas para hacer medicinas con las cuales curaba a los hombres tanto como al maíz. Salía en busca de rebaños salvajes, sembraba junto a las lagunas alabando a la tierra. Por eso, solía llegar a las aldeas con un arreo de cabras o una carga de zapallos. La gente tomaba todo lo que el Brujo le ofrecía.
Pero cuando Tres Rostros comenzaba a hablarles del perfume de la ley y la música de la honra, entonces lo expulsaban de sus hogares con malos modos.
Ese día Tres Rostros llegó a una pequeña aldea con una provisión de manzanas silvestres. Como siempre sucedía, un grupo de mujeres corrió hacia él y le arrancó los alimentos. Luego, con los frutos apretados entre los brazos, se quedaron mirándolo con hostilidad, diciéndole con los ojos dolidos que se marchara. El brujo empezó a alejarse, caminando de espaldas. Mientras lo hacía no dejó de repetir que había un manzanar dispuesto a dar frutos, y que era necesario marchar hacia él para darle ánimo con música y conversación.
—¡Vayan al manzanar, hermanas…! Lleven sus niños y sus flautas, hablen con los árboles. Ellos también están débiles y requieren amor para florecer.
La gente se congregó en el centro de la aldea, que se levantaba sobre una extensión agrietada y blanquecina, para comer en reunión las frutas que habían recibido. Todo alrededor, y hasta donde la vista alcanzaba, sólo crecían grandes cactus de formas retorcidas.
Las voces de Drimus se despertaron en los corazones y comenzaron a hacer su labor hasta transformar en rabia lo que debió ser alivio.
—¡Vean lo que comemos! —dijo una mujer, mostrando que aquellas frutas no eran tan grandes ni tan sabrosas—. Las aldeas del oeste deben tener manzanas grandes como zapallos, y zapallos dulces como manzanas.
De inmediato, otros se sumaron y añadieron rencores. Las palabras se superpusieron y, en poco tiempo, eran muchas voces diciendo que de nada valía la ley si los hijos morían, y de nada valía la honra si el pan era un recuerdo. Las voces decían que, tal vez, ese Amo que llegaba sería benévolo con la ladera este si ellos le ofrendaban su nombre husihuilke.
Una nube solitaria aligeró el peso del sol sobre sus cabezas. Todos callaron al mismo tiempo.
Un silencio benéfico refrescó el aire de la aldea. Y apagó el vocerío rabioso y estridente.
Se ahondó tanto el silencio que fue posible escuchar el golpe de los corazones, rítmicos y fuertes. La gente de la aldea recordó, entonces, el batir de los grandiosos tambores de los Brujos. Los que hablaron desde antiguo recordando la ley que los erguía, redoblando alegrías. Rítmicos y fuertes.
Un anciano habló como su corazón:
—¿Qué seremos nosotros sin ley y sin honra? Sólo estómagos, bolsas donde arrojar trozos de pan.
Y una joven mujer habló como el suyo:
—Tres Rostros dice que el oeste tampoco tiene buenas manzanas ni zapallos sanos.
Pero la voces de Drimus habían conquistado mucho territorio. Y nuevamente avanzaron contra el silencio en el decir amargo de un hombre:
—¿Y tú lo crees, mujer? ¿No sabes que los Brujos son hermanos del oeste, y que ese Tres Rostros ama los ríos caudalosos que aquí no abundan?
—Es cierto —dijeron las voces.
—No nos aman…
—¡Vean lo que comemos!
La nube se disipó. También, la calma. El vocerío volvió a ocupar el centro de la aldea.
Solitario en la cueva que habitaba, Kupuka se enterraba en su silencio de guerra. Silencio de amor contra las voces del Odio Eterno.