La temporada de lluvia en Los Confines estaba cansada. Las aguas, las mismas que se derramaron sobre el abrazo del Halcón y Nanahuatli, y sobre la fiebre de Cucub, empezaban a menguar.
Hacía ya muchos años que la lluvia caía sobre la pena de las criaturas. Lejos habían quedado las noches en que los husihuilkes se reunían en ceremonia alrededor del fuego para contar historias en sus casas de madera. Perdido estaba el tiempo de celebrar los dones recibidos y de aceptar, sin alardes, las tristezas naturales de los días.
Porque era distinto el dolor que Misáianes había derramado sobre la Creación con el anhelo de igualarlo todo.
Misáianes estaba en su monte para extender su monte. Y para que, desde las mieses al río, todo fuera prolongación de su voluntad.
El pueblo de Los Confines, abandonado de sus hombres jóvenes, atravesaba el peor tiempo de escasez. La caza y la pesca eran exiguas. Los sembradíos estaban enfermos y no tenían suficiente dulzura. Los ancianos, las mujeres y los niños deambulaban por aldeas desoladas, en medio de una guerra sin fuego. Sin embargo ellos se empeñaban en mantener la voz puesta en los cantos y no en los lamentos, los dedos ocupados en hacer trabajos y no en contar dolencias. Así se los exigía Kupuka. Y todos entendían que ese mandato era un fabuloso arpón que sostenía el alma husihuilke cerca del sol.
Los guerreros que habían regresado a sus aldeas por orden de Thungür, imposibilitados de seguir peleando o de realizar ningún servicio para el ejército, permanecían ocultos en sus casas. Esos hombres estaban llenos de furia contra sí mismos, contra sus piernas o sus brazos que no habían podido resistir. Pero mucho más contra sus corazones, porque aún perduraban. Avergonzados de que mujeres y ancianos les procuraran el sustento, muchos se inclinaron hacia la tierra por última vez. Y nadie logró que bebieran un sorbo o masticaran un bocado.
En casa de Kuy-Kuyén también había penas. La esposa de Cucub se las echaba cada mañana a las espaldas y pasaba el día conversando con ellas.
Su séptimo hijo no había crecido lo suficiente durante la temporada de lluvias. Ella misma y el resto de los niños habían enflaquecido mucho. ¿Y la luz negra de los ojos husihuilkes? Sólo la luz negra de sus ojos persistía.
Sus hijos sonreían procurando aliviarla.
—Es cosa que les viene de Cucub —solía decirle Kuy-Kuyén a Wilkilén.
El recuerdo de su esposo no la abandonaba. Sólo que, a veces, era un trino en el bosque. Y otras veces, el recuerdo aparecía con música de flauta, haciendo volteretas frente ella.
La última claridad de la tarde se apagaba en Los Confines. Wilkilén sostenía al más pequeño que movía sus bracitos enclenques y le sonreía. Ella lo miraba de a ratos pero, la mayor parte del tiempo, hablaba con los ojos sumidos en el bosque.
Y el bosque sumido en un atardecer tormentoso.
—¿Sabes que pronto se irá la lluvia? —decía.
Wilkilén, que tenía por ese entonces diecisiete temporadas de lluvia, sabía que una mujer sin trenzas deseaba volver al bosque para encontrar al Brujo de los ojos dorados. La inocente pensaba en la Destrenzada igual que el resto de la gente de Los Confines. La Destrenzada era un misterio que los husihuilkes no deseaban develar.
—Cuando acabe la lluvia regresaré al bosque —le dijo Wilkilén al niño que ya dormitaba en sus brazos.
Shampalwe y Kutral, los dos hijos mayores de Kuy-Kuyén, ayudaban a su madre. Kupuka había avisado que esa noche los visitaría, y Kuy-Kuyén quería obsequiarlo con aquello que su pobreza le permitía: zapallo dulce y la casa perfumada con ramas de canelo.
Shampalwe fue la primera hija de Kuy-Kuyén. Luego llegó Kutral y otros cinco varones.
Todos los hijos de Cucub aprendieron a hablar claramente antes que la mayoría de los niños. Y apenas pudieron andar solos, se desparramaron por los caminos tocando música de flauta, recitando y repartiendo noticias.
Por esos días, Kutral y tres de sus hermanos ya recorrían de ida y vuelta las aldeas de Los Confines, asistiendo a los imperiosos pedidos de los Brujos de la Tierra que los llevaban desde el volcán al lago de Las Mariposas, desde Wilú-Wilú hasta Hierbas Dulces.
Eran niños de baja estatura y cabello arisco; tan parecidos entre sí que los ancianos tenían dificultad para diferenciarlos y recordar sus nombres. Por esa causa Kuy-Kuyén trazó marcas en los cintos de cuero que llevaban en bandolera, y de los cuales pendía el morral, el odre para el agua, la flauta y variados objetos que, igual que Cucub, sus hijos recolectaban y llevaban consigo. Aquellas marcas que inventó Kuy-Kuyén para que los ancianos pudieran distinguirlos hicieron que, finalmente, sus hijos fueran reconocidos en todo el territorio de Los Confines por el número de muescas que mostraban sus cintos. Kutral fue el único que preservó el nombre. Los demás fueron Muesca-Uno, Muesca-Dos, Muesca-Tres. Y así los llamó hasta su propia madre.
Los ancianos miraban con cuidado las tiras de cuero, contaban las marcas y recién entonces los reconocían:
—¡Buen día, Muesca-Tres! ¿Qué noticias nos traes?
O decían:
—Encontré a Muesca-Dos de camino al lago. Llevaba medicina para un enfermo.
La lluvia amainó con la llegada de la noche.
—¿Qué espera este niño? —dijo Kuy-Kuyén, mirando con ternura al hijo que dormía contra el pecho de Wilkilén— ¿Ya quiere su cinto con cinco marcas?
Wilkilén sonrió viendo la sonrisa de su hermana.
—Pronto lo tendrás, Muesca-Cinco.
—¡Viene el Brujo! —la interrumpió Wilkilén quien, más que verlo, escuchó el trote de su animal.
Kuy-Kuyén respiró aliviada; mientras durara la visita del anciano ella dejaría de sentir miedo. Wilkilén se apresuró a dejar al niño en su canasto para poder abrazar a Kupuka.
Los golpes de siempre sonaron en la puerta de la pequeña casa de madera. Kutral ya estaba listo para el saludo que Kupuka llevó a cabo sin ningún fingimiento:
—Te saludo, hermano Kutral. Y pido consentimiento para permanecer en este, tu país.
—Te saludo, hermano Kupuka, y te doy mi consentimiento. Nosotros estamos felices de verte erguido. Y agradecemos al camino que te trajo hasta aquí.
—Sabiduría y fortaleza para ti y los tuyos.
—Que el deseo vuelva sobre ti, multiplicado.
Kupuka los miró uno a uno con un amor que venía de lejos y de siempre. Kuy-Kuyén estaba preguntándose si el canelo aromaba lo suficiente. Wilkilén mordía sus trenzas. Era claro que Shampalwe aún le temía. Kutral se veía orgulloso de haber cumplido bien con el rito del saludo… Muesca-Uno, Muesca-Dos y Muesca-Tres, de pie y muy erguidos, trataban de decir que estaban listos para marcharse si era necesario. Muesca-Cuatro procuraba imitarlos. Muesca-Cinco dormía en un canasto. Kupuka sintió un golpe de puño en el corazón, y recordó el tiempo en que Kush amasaba. Entonces no había ni un trozo de pan para desperdiciar, pero tampoco había un sólo día de hambre.
—¿Por qué no enviaste a pedir harina? —le dijo a Kuy-Kuyén con severidad.
—Sé que los ancianos pasan necesidades, y están primero.
A Kupuka no le importaba estropear el inicio de una visita con tal de decir lo que debía. Y aquella respuesta lo había enfurecido:
—¡Eres buena para decir insensateces, Kuy-Kuyén! Pero oye esto, no hay hambres más o menos dolorosas que otras. Y si así fuera, no serías tú la indicada para decidir tan grande cosa. Hay la harina que hay, y debemos repartirla.
El enojo de Kukupa le sirvió a Kuy-Kuyén para derramar todas las lágrimas que esperaban detrás de su mirada oscura.
Acaso el Brujo de la Tierra lo sabía… Tal vez simuló su irritación para que Kuy-Kuyén encontrara la excusa que necesitaba.
Recién cuando la vio estirándose los ojos con los dedos para terminar de secar el llanto, el Brujo habló de nuevo:
—Nos han empobrecido en el pan de la boca y en nuestras mantas. Sin embargo tú pensaste en los ancianos antes que en tus hijos… Entonces yo sonrío, mi corazón sonríe y dice que una sola mujer husihuilke está ganando esta guerra.
Más tarde, sentado junto al fuego, Kupuka continuaba hablando sobre otros asuntos y con un tono diferente. El Brujo sabía que su silencio estaba cerca. Por eso tenía prisa por contar ciertas historias; en especial aquellas que algunos reclamaban.
—Sé que Cucub, tu esposo, desea conocer mi origen: la verdad, la mentira. Asuntos que yo mismo supe por boca de otros y hace mucho tiempo… Cucub desea saber cómo me hice Brujo, cómo me hice cabra. Lo escuché murmurar ese deseo el día que me alejé de esta casa llevándome conmigo al Brujo Halcón. Desde entonces quise complacer su curiosidad; pero siempre hubo trabajos más urgentes. Ahora el zitzahay se ha marchado. Para cuando esté de regreso y pueda preguntarme, yo no podré responderle.
—¿Qué quieres decir? —Kuy-Kuyén estiró su mano hacia el anciano.
—Esta noche no importa mi silencio sino mi origen con todo lo que tenga de cierto y de inventado. Conozco la afición de Cucub por las grandes historias y no dejaré de contarle ésta. ¡Más que eso! Se la obsequiaré para que luego la repita y le añada todos los hilos de colores que le convengan. Yo soy Brujo y él es artista. Las leyendas nos pertenecen a ambos, mitad por mitad.
—Pero Cucub no puede escucharte.
—¡Claro que no puede! —respondió Kupuka—. Eres tú quien escuchará por él. A ti te contaré la historia que un día repetirás frente a Cucub. Presta atención y procura recordar los hechos. No te propongas repetirlos con gracia porque sólo conseguirías oscurecer las cosas. Te referiré el hueso de mi historia, y tú le contarás un hueso a tu esposo. ¡Ya se ocupará Cucub de ponerle carne!
A partir de ese momento Kuy-Kuyén escuchó la historia con los ojos bajos. Preocupada, al principio, por la responsabilidad de recordarla y repetirla con exactitud.
El Brujo de la Tierra narraba con serenidad, sin asombrarse de lo que decía:
—Una mujer pidió permiso al esposo para marchar hacia la aldea de sus padres porque su madre estaba pronta a morir y ella deseaba saludarla. El esposo le negó el viaje y lo hizo con sentido. El camino que separaba las aldeas no era demasiado largo, pero sí era difícil; camino de montaña, pedregoso y árido. Su esposa lo había recorrido muchas veces antes, y podría recorrerlo después. Pero no lo haría con un vientre de siete lunas. Caprichosa y astuta la mujer abandonó su casa en plena noche, con el hombre dormido. Y tomó el camino ladera abajo…
Kupuka contaba con sequedad. Kuy-Kuyén repasaba en su mente lo que oía, palabra por palabra.
—Aquella mujer anduvo confiada sin saber que no hay camino en el mundo que pueda conocerse de memoria. La tierra cambia de lugar lo mismo que las piedras y las trampas. Entonces su pie se apoyó con seguridad donde no debía hacerlo.
Y eso fue suficiente para que la mujer y su vientre se despeñaran por la cuesta. Cuando llegó al final de su caída se juntaban en su pobre cuerpo un nacimiento y una muerte.
El Brujo de la Tierra parecía no percibir que contaba asuntos tristes de oír para una mujer. ¿Cómo haría Kuy-Ku-yen para relatarle a Cucub el dolor de una madre viéndose morir y parir? No sería capaz de hacerlo con la sencillez de Kupuka.
—Por allí cerca pasó un rebaño de cabras salvajes en dirección a las pasturas. La moribunda oyó el retumbe de sus cascos y gritó cuanto pudo. El niño yacía entre sus piernas, tiritando. El corazón de la mujer se iba, se iba…
Para entonces Kuy-Kuyén había olvidado su deber de recordar la historia, sólo escuchaba.
—Las cabras salvajes llegaron hasta donde estaba la mujer. La rodearon y procuraron sostenerla con su aliento cálido. Pero la madre sabía que estaba muriendo. Con sus ojos eligió una cabra, un animal fuerte y de largo pelaje blanco, para decirle lo último que diría en este mundo. «No dejes que el niño pague mi capricho con su única vida.» El rebaño esperó a que la muerte se consumara. Luego la cabra blanca tomó al niño por el cuero de la espalda y lo llevó con ella, colgado de su boca.
Kuy-Kuyén pensó que Cucub contaría aquella historia con ternura.
—Y aquel niño se hizo viejo y cabra… ¡Mira, Kuy-Kuyén, cuánto tiempo llevo de envejecer y de amarlos a todos! A ellos y a ustedes… ¡Tanto envejecer y tanto amar para que llegue este día en que no sé cómo ampararlos!
El silencio de la casa de madera se quebró con un sollozo de Wilkilén.
—¿Qué te sucede, inocente? —dijo Kupuka—. Todo lo que he dicho podría ser mentira.
—Algo no —respondió Wilkilén.
—¿A qué te refieres?
—Tanto envejecer…, y tanto amarnos.