Hombres, mujeres y lagos

Esto ocurrió en las colinas que se interponían entre dos grandes lagos de las Tierras Antiguas: el Véspero y el Eféspero.

Fue el día en que Vara y Aro iban a reencontrarse.

—O-ve-ces ras-dul-mo.

—También yo veo moras dulces —respondió Vara.

El juego con el cual las nuberas procuraban disciplinar la atención y la agudeza de Vara todavía presentaba alguna dificultad para ella.

—¿Com-de-se-me as-ñar-a-pa?

—Sí…

Vara dudó un momento antes de responder.

—Sí, deseo acompañarte.

Era condición que la respuesta de Vara dejase claro que había comprendido lo dicho perfectamente. La niña reconcentraba su mirada. Frente a sus ojos azules las sílabas entremezcladas se intercambiaban hasta encontrar la ubicación exacta. Los sonidos se unían en palabras que luego se ordenaban para expresar algo con sentido.

—¡Mo-ver bro-sa tas-ras tan-sas es-en es-dad!

Esta vez, Vara tardó más en resolver el acertijo:

—¡Estas moras están en verdad sabrosas!

—¡Excelente, Vara!

—¡Excelente, Mármara!

Cumplida la mitad de la iniciación, como Zorás lo había ordenado, la nubera y la niña estaban en las colinas esperando la llegada de Aro y Lubabáh.

—¿Lo añoras? —preguntó Vara.

—Mira —Mármara señaló su cuello—: Éste es el camino del amor.

—No te comprendo, Mármara.

—Claro que no comprendes —la nubera volvió a juntar moras—. ¿Pretendes comprender el amor? El amor no se comprende, niña.

—Quizás seas tú la que no puede comprenderlo… —respondió Vara—. Yo no amaré como tú lo haces.

—¿No lo harás? —Mármara pensó un momento—. Eso está muy bien.

—Dice Briseida que la voz tronante de tu Lubabáh le produce picazón en las palmas de las manos.

—Ya conoces a Briseida. Su naturaleza es endeble. Aunque debo admitir que la voz de mi amado Lubabáh es capaz de producir dolores.

—Pero Grais dice que su nobleza es tan enorme como su enorme cuerpo.

Mármara se quedó pensativa.

—O-ven que-pron de-to se-ga.

—Deseas que venga pronto.

—¡Excelente, Vara!

—¡Excelente, Mármara!

En dos años de iniciación junto a las nuberas, Vara creció con fortaleza y salud. Fue templada en la resistencia y la agilidad del cuerpo. Aprendió los misterios de las luchas milenarias. Y también la sutileza y la gracia del pensamiento. Las nuberas le enseñaron lenguas antiguas, le relataron poemas legendarios. Trabajaron incansablemente en el refinamiento de su ingenio. Pero, sobre todo, la educaron en el conocimiento de lo que antes fuera el continente de las Tierras Antiguas.

Las nuberas nombraron a Misáianes y, para su asombro, Vara comprendió rápidamente que hablaban de su enemigo.

Comprendió que ese nombre había crecido por la aniquilación de todos los nombres del mundo. Y eso fue porque la sabiduría de un mago del Recinto y el dolor de una escardadora se reunían en ella.

Cuánto era lo que Vara podía recordar sobre los años pasados en la mancha de las hilanderas no lo sabían las nuberas, porque la niña no hablaba de aquello. Pero hasta el momento, Grais estaba satisfecha con los resultados. Aún restaba mucho por hacer; dos años más de tarea en los que Vara debería estar lista para regresar a las manchas… ¿Querría regresar al sitio donde tanto había sufrido? Las nuberas no pensaban en la despedida. Amaban a esa niña que estaba creciendo sostenida por las cuatro virtudes primordiales: la honra de llevar un nombre, el conocimiento de las causas, la poesía y la memoria.

Pero Vara no crecía para su propia vida; Vara crecía para la resistencia.

—¿Por qué nunca me contaste cómo conociste a Lubabáh?

—Porque nunca cuento lo que no me preguntan.

—Eso que dices es mentira, Mármara. Siempre cuentas lo que nadie te ha preguntado.

La nubera se sentó en la hierba húmeda. Vara hizo lo mismo.

—Aprendiste a decir la verdad —dijo Mármara—. Ahora debes aprender la cortesía.

—¡Claro! —Vara habló con tono fingido—. Disculpa, Mármara, si hasta ahora no he tenido la gentileza de preguntarte acerca del día en que tú y Lubabáh se conocieron.

—¿Quién te enseñó la cortesía? —preguntó la nubera con cierto asombro.

—Tú lo hiciste.

—Muy bien —Mármara se sintió complacida—. Te contaré. Por el tiempo en que Zorás, tu padre, llegó al jergón de tu madre…

—De la escardadora —interrumpió Vara.

—Eso es, de tu madre, la escardadora… Decía que por el tiempo en que Zorás encontró a tu madre en la mancha de las escardadoras, y mientras tú y Aro crecían en su vientre, las reuniones entre todos aquellos que formábamos parte de la resistencia se hicieron frecuentes. Se acercaba el tiempo de desatar la guerra. Todavía se acerca.

Como si fuera porque sí, Mármara acarició la frente de Vara.

—Yo era casi de tus años cuando recibimos en Goenia la visita de un grupo de navegantes rebeldes. Con ellos venía un joven de gran estatura y largo cabello rubio. En cuanto lo vi, corrí hasta donde estaba Grais, que era un poco menos anciana de lo que ahora es, para decirle que yo estaba muy enferma.

—¿Por qué le dijiste eso a Grais?

—Porque así lo sentía —respondió Mármara—. Tenía deseos de devorar todas las frutas del bosque, y no por apetito sino porque se veían más bellas que yo. Quería bailar a la vista de todos y quería esconderme. Sonreía sin sentido, deseando que alguien me preguntara por qué estaba a punto de llorar… ¿Qué habrías pensado tú si eso te hubiera ocurrido?

—Que estaba muy enferma —aceptó Vara.

—Y bien… Grais me interrumpió: «Se llama amor», me dijo. «Permítele vivir.»

—¿Y tú que hiciste?

—Caminé hacia él.

—¿Hacia Lubabáh o hacia el amor?

—Eran la misma cosa, niña.

A un tiempo, Mármara y Vara los oyeron llegar.

—Son ellos —dijo la nubera—. ¡Vamos! Esos hombres no tendrán la suerte de saber que los estuvimos esperando.

Mármara tomó la mano de la niña, y juntas corrieron a ocultarse tras unos matorrales. Ya en el escondite, la nubera habló muy bajo:

—Ahora, Vara, cerrarás los ojos. No debes ver a tu hermano sino hasta que yo te lo indique.

Vara obedeció agradecida. Tenía miedo. Y si tanto habló de Lubabáh fue por no pensar en Aro.

—Deseo que sepas —susurró la nubera— que si te hablé de Lubabáh fue para que dejaras de pensar y temer.

Lubabáh y Aro se acercaban por el camino a trote lento. Anduvieron durante muchos días, pero al fin estaban en el sitio preciso que Zorás había indicado.

—Aguarda, Aro —dijo Lubabáh.

Y mientras vendaba con fuerza los ojos del niño intentó dar explicaciones.

—Ya sabes lo que dicen, Aro. Ella es idéntica a ti y no creo que sea bueno que la veas sin algún cuidado. ¡Imagina si yo me encontrara con otro Lubabáh!

—No temas por mí —dijo Aro.

La voz y los modales del niño eran serenos. En todo sentido, parecía ser lo opuesto al hombre que lo acompañaba. Sin embargo Aro amaba sin condiciones al navegante. Muchas veces había soñado que Lubabáh era su padre, y no Zorás, del cual se sentía distanciado por el dolor de una escardadora.

—¿Por qué Zorás creyó que mi madre no sería capaz de comprender? ¿Qué hizo que el mago usara su vientre sin estimar su alma?

Cuando Aro hacía esas preguntas, el navegante se inquietaba; algo estaría fallando en la educación de Aro para que una y otra vez el niño volviera sobre la misma cosa. La capitanía de los rebeldes, con todas sus voces, ponía empeño en que Aro comprendiera las creencias de la Cofradía del Recinto: la sabiduría era el don de unos pocos destinados a velar por las criaturas y a soportar la pesada carga del mando. Si las criaturas podían tenderse a dormir era porque los sabios se desvelaban.

—¿Tú, Lubabáh, lo crees así? —solía preguntar Aro.

Entonces el navegante se ponía serio:

—Oye bien, Aro. No es Zorás nuestro enemigo; ni lo son las antiguas creencias del Recinto. Nuestro enemigo es Misáianes y su Designio. «Ni una sola flor, ni un sólo pájaro cantando…»

Aro entendía muy bien eso; único modo de que el tema se olvidara por un tiempo.

El saludo de Mármara fingiendo que recién llegaba sonó muy cerca.

Lubabáh miró en la dirección de su voz, y gritó alzando los brazos en señal de bienvenida. Aro tenía los ojos cubiertos con una venda. Lubabáh rió y le contó la causa de su risa:

—¡Qué pena que no puedas verla caminar, Aro! De aquí para allá… Casi no hay diferencia entre esta nubera y el rastro de una lombriz.

—Al parecer hemos llegado justo a tiempo —dijo Mármara, deteniéndose a unos cuantos pasos de Lubabáh.

En silencio, el navegante comenzó a acercarse con intenciones que Mármara conocía bien.

—¡No lo hagas! —la nubera se atajaba con los brazos—. Asustarás a los niños.

—Será por todas las veces que Aro me asustó con sus extrañas preguntas.

Una zancada que estremeció las colinas; una carcajada de navegante que acababa de echarse una mujer a las espaldas como si fuese un saco de trigo, y corría con ella trazando una ronda alrededor de los niños. Vara y Aro no podían ver lo que estaba ocurriendo. La nubera sabía que la fuerza de Lubabáh era su única posibilidad de volar, así que dejó de aparentar resistencia. Extendió los brazos y sostuvo un sonido agudo y ululante para completar el placer de su vuelo.

Sin ver, Aro imaginó un gran lobo rojizo avanzando sobre un campo seco que florecía a su paso.

Vara, que ni por un momento pensó en desobedecer la orden de mantener los ojos cerrados, imaginó a la nubera transformada en un trozo de seda blanca que se retorcía al viento.

—¡Mármara! —gritó Vara—, ¿también ahora te sientes enferma?

Ni el navegante ni la nubera la escucharon. Sólo la oyó Aro, y se estremeció.

—No te asustes —dijo Vara—. No nos han prohibido hablar o escuchar.

—No es por eso —respondió Aro—. Creí que éramos idénticos, pero tú no pensaste en un lobo corriendo sobre tierra seca.

—El lobo rojizo dejó de correr —dijo Vara.

—La seda ya no vuela —replicó su hermano.

Lubabáh se detuvo a espaldas de Aro. Mármara se arrodilló junto a Vara y la rodeó con sus brazos.

Cada uno de ellos habló durante un largo rato a oídos de sus niños. Después, Mármara se dirigió a los dos:

—No regresaremos aquí hasta tanto nos llamen —anunció.

La nubera tomó del brazo a Lubabáh y ambos comenzaron a caminar hacia un sitio cubierto de diminutas flores amarillas.

—Hacia allá —dijo el navegante—, donde parece el cabello de Aro.

—Donde parece el cabello de Vara.

Vara acortó con un paso la distancia que la separaba de su hermano. Aro permaneció inmóvil en su sitio. Al cabo de un rato, la niña dio un paso más seguro.

—Dime, ¿por qué me amas? —le preguntó Mármara a Lubabáh.

—Afirmas cosas que yo jamás he afirmado…

—Lubabáh, dime por qué me amas.

Aro oyó a Vara caminar hacia él y respondió con un paso vacilante.

—Si te amara, como te gusta creer, sería por una causa sencilla.

—Aún así, deseo conocerla —insistió la nubera.

—Es por tu nombre —respondió el navegante—. Dice dos veces mar.

—¡Vean cómo el enorme navegante tiene su don para la poesía!

Aro avanzó dos pasos. Lubabáh puso a Mármara sobre las flores amarillas. Y entonces fue Vara la que se detuvo asustada.

—Navegante, no me ames como al mar.

—Ni lo sueñes, nubera.

Vara y Aro estaban frente a frente con los ojos vendados, con los ojos cerrados.

—¿Dónde te llamas Vara?

—Me llamó Vara en el muslo derecho.

Aro extendió la mano y buscó hasta hallar la cicatriz en la pierna de su hermana. Entonces pasó los dedos varias veces por la marca del hierro.

—¡Espera, Lubabáh! —lo detuvo Mármara—, quizás trates al mar con tanta insolencia; pero no a mí. ¿Lo comprendes?

—¿Y a ti? —preguntó Vara—. ¿Dónde te nombró la escardadora?

—Me nombró Aro en el muslo izquierdo.

Vara demoró en decidirse a reconocer el nombre en la carne de su hermano. Pero, al fin, apartó con cierta brusquedad la capa de piel liviana que Aro llevaba sobre la túnica y buscó en el muslo izquierdo. Vara dejó su mano sobre la cicatriz en forma circular que la escardadora había marcado a fuego.

—¿Y tú me hablas de insolencia? —alcanzó a decir Lubabáh—. Ni las peores tempestades del mar lograron vencerme con tanta facilidad.

Cuando Aro se quitó la venda que cubría sus ojos se encontró con que Vara ya lo estaba mirando.

A lo lejos sonó la risa enorme del navegante, pero los niños la ignoraron.

—No somos idénticos —dijo Aro.

—No somos idénticos —dijo Vara.

Luego ambos caminaron hasta quedar muy cerca; y como iban a decir cosas que nadie debía escuchar juntaron sus frentes despejadas y susurraron. Los dos hermanos mantuvieron los ojos muy abiertos mientras hablaban.

Al revés que ellos, la nubera y el navegante se separaron:

—Ahora sí —Mármara recostó su cabeza en las piernas de Lubabáh—, cuéntame algo… Lo que gustes.

Antes de que el navegante comenzara, la nubera se arrepintió del ofrecimiento:

—¡Aguarda, Lubabáh! Intenta contarme alguna historia que no te produzca risa. No es por darle la razón a Briseida, pero ya no deseo escuchar ese estruendo.

—Hay algo que puedo contarte, muy lejano a la risa —respondió el navegante.

—Entonces comienza —aceptó Mármara. Y cerró los ojos Para oír en paz.

—Debes saber que Misáianes cerró una trampa dentro de la cual quedaron atrapadas las dos orillas del Yentru. Comenzó cuando las mujeres-peces llegaron a advertirnos acerca de una flota muy numerosa que estaba pronta a zarpar hacia las Tierras Fértiles. Debido a la enorme fuerza de esta flota dispusimos casi todas nuestras naves en espera de cortarles el Paso. Luego estuvimos varios días al acecho hasta que las mujeres-peces, tan engañadas como nosotros, nos informaron que la flota estaba detenida en las costas de Sigelés. ¡Una señal que no supimos ver! Por qué las naves se detendrían, a poco de haber zarpado hacia las Tierras Fértiles, en las costas de una isla helada y vacía…

El navegante contó los pormenores de la trampa en la que habían caído. Cuando terminó, Mármara ya no estaba recostada.

Y tampoco en paz.

—Desdichadas Tierras Fértiles —dijo la nubera.

—Desdichadas Tierras Antiguas —respondió el navegante.

Un aire neblinoso cubrió el sol, y el aire se enfrió de pronto.

Mármara se sacudió el cabello.

—¡Iré a ver a esos niños!

—¡Déjalos! —Lubabáh la retuvo junto a él sin esfuerzo—. Nos llamarán cuando sea apropiado.

Vara y Aro hablaban en susurros con las frentes juntas:

—Cuando aprendas a amar —preguntó Aro—, ¿amarás al mago?

—Sí, lo amaré. ¿Y tú?

—Yo amaré a la escardadora.

—¿Por qué? —preguntó Vara.

—Porque tuvo miedo.

—¿Y el miedo la hace digna de amor?

—Lo dice Lubabáh: el miedo necesita dos corazones.

—Lubabáh piensa según su tamaño.

—Zorás piensa según el suyo.

—¿Sabes lo que ellos creen? —volvió a preguntar Vara.

—Creen mal —respondió Aro—. Creen que no conocemos a Misáianes.

—Y yo lo conozco desde la mancha de las hilanderas.

—Y yo lo conozco desde la mancha de los cuidadores de cerdos.

—Todos en las manchas lo conocen —dijo Vara—. Pero no saben decirlo.

—No estoy creciendo para el Recinto —afirmó Aro.

—¿Para los cuidadores de cerdos…?

—Y otros parecidos.

—¿Me amarás si crezco como quiere Zorás?

—Te amaré.

—Toca de nuevo mi nombre —pidió Vara.

—Toco tu nombre —dijo Aro. Y extendió la mano.

—¿Por qué aceptas que Lubabáh te trate como a un niño?

—¿Por qué dejas que Mármara te ponga ropajes de serpiente?

Vara sonrió.

—Nacimos con un propósito —siguió diciendo Aro—. Y eso no es virtud de Zorás.

—Pero Zorás nos ha preparado para cumplirlo.

—La escardadora nos marcó la carne.

—Zorás, el alma.

—Uno no vale más que otro —dijo Aro.

—Cuando pueda amar, te amaré —replicó Vara.

En el campo de flores amarillas, Lubabáh y Mármara oyeron sus nombres.

Se levantaron, acomodaron sus ropas y corrieron en busca de los niños. Los hallaron en silencio y alejados.

Lubabáh y Aro debían regresar a la Gran Península. Mármara y Vara al bosque de Goenia. Todavía faltaban dos años de iniciación.

La despedida parecía resuelta, era tiempo de partir. De pronto, Mármara abrazó a Lubabáh y comenzó a llorar tristemente.

El navegante dirigió a Vara un gesto tranquilizador, como diciéndole que pronto pasaría. Después, Aro dio la vuelta y caminó en dirección a los animales que pastaban cerca de allí.

—¡No te vayas! ¡Espérame! —gritó Lubabáh, repartido entre el desconsuelo de la nubera y la determinación de Aro.

—Ve con él —dijo Vara—. Ella llorará mientras tú estés presente. Apenas desaparezcas sentirá deseos de comer y se pondrá a buscar frutas.

El navegante rió con ganas, mezclando a su risa las palabras que Vara le había dicho. Aun mientras corría detrás de Aro se lo escuchaba reír y repetir: «Se pondrá a buscar frutas».

Mármara se secó las lágrimas y miró a Vara con seriedad:

—¿Cómo te atreviste a decir eso?

—Tú me pediste que lo dijera en el momento de la despedida.

—Lo sé —dijo Mármara—. Y sin embargo este llanto se quedará conmigo.

—Lo sé —contestó Vara—. Y también conmigo.

El bosque de Goenia quedaba lejos; había mucho que andar.