De nombre, escardadora

Zorás y Foitetés galopaban por caminos de barro, en un ocaso adverso.

Atardecía en las Tierras Antiguas, atardecía desde los montes Nóferos donde Misáianes tenía su trono. En aquella región del continente, el noreste cercano a los mantos de hielo, hacía ya muchos años que la luz atardecía sin llegar a ser noche, ni regresar a la mañana. El resto del cielo se teñía de su resplandor rojizo de modo que los días y las noches parecían incendiados. Sólo atardecía para siempre; sin sol y sin estrellas.

El mago y su discípulo se dirigían hacia la mancha de las hilanderas en busca de Vara. Los Venerables del Recinto compartían con los demás parientes de Misáianes el privilegio de visitar las manchas para elegir sus esclavos domésticos. Los preferidos eran niños con edad suficiente para la servidumbre y que aún conservaran buena salud.

Nunca antes Foitetés había escuchado a Zorás hablar de Vara y Aro con la voz de un padre. Durante doce años su Maestro se refirió a ellos como los que traerían de regreso las primeras virtudes para devolvérselas al pueblo de las manchas. En aquella ocasión, el mago habló de otra manera.

Oyéndolo, Foitetés sintió que por fin podía preguntar todo lo que en esos años deseó saber.

—¿Los has visto a menudo?

—Escasas veces en este tiempo.

—¿Se parecen a ti?

—En sus ojos. Al menos eso creí al verlos… Pero, en verdad, no estoy seguro —respondió el mago.

—¿Recuerdas a su madre?

Nunca Zorás había hablado demasiado sobre ella.

—Le aparté el cabello del rostro para no olvidarla. Era tan bella como es posible serlo sin tener nombre.

«Hubiese sido bella antes de Misáianes», entendió Foitetés. Y preguntó: —¿Cómo lograste llegar a ella?

—Ocurrió que…

El discípulo interrumpió su maestro.

—¿Por qué fue esa escardadora entre todas? ¿Supo ella quién eras?

—¡Aguarda! —la mano fuerte de Zorás apareció de las mangas de su túnica para pedir paciencia—. Ya veo que han sido muchas las preguntas que guardaste.

Foitetés, avergonzado por lo que creyó un exceso de curiosidad, comenzó a balbucear una disculpa.

—¡No te avergüences, Foitetés! Me complace tu interés por saber… Los días cruciales están cerca. Y debes conocer la historia de estos hechos porque en ellos ciframos nuestras mejores esperanzas. Ahora, déjame recordar tu primera pregunta —Zorás la pronunció lentamente, recordando cada palabra—. ¿Cómo logré llegar a ella?

El paisaje por el que avanzaban el mago y su discípulo era el jardín de Misáianes donde la vida, sometida a la monstruosidad y al error, padecía errores y monstruosidades. Menos alas de las necesarias para sostener el vuelo, más hambre, retroceso a los pantanos… Todas las imperfecciones provocadas por la supremacía del Odio se concentraban hacia el norte, y en los montes Nóferos. Y cedían hacia la Península Rocosa y las costas del golfo de Sigia, los sitios donde se acantonaban los rebeldes.

—Verás, Foitetés —el mago de ojos azules comenzó su relato—: Sabes, tan bien como yo, que debemos remontarnos doce años atrás… ¡Tú eras muy joven entonces!

Doce años atrás de ese día, Zorás había decidido que era el momento propicio para engendrar a los elegidos en el vientre de una mujer de las manchas. Misáianes y sus parientes tenían puestos sus ojos en la otra orilla. Doce años atrás, convencido de que en las Tierras Antiguas su poder ya no sufría fisuras, Misáianes quiso extender su dominio al continente de las Tierras Fértiles. Para ello preparó una primera flota que partió al mando de Leogrós. Y con Drimus como emisario. Cuando la flota se había alejado y ya navegaba en mar abierto, Zorás rondó las manchas en busca de la mujer con quien debía unirse. La que sería madre de los elegidos.

La Orden de maestros a la que Zorás pertenecía nunca se había doblegado ante Misáianes más que como disfraz para permanecer con vida y sustentar la resistencia.

—¿Por qué elegí a esa mujer…? Por muy poco. Su modo de caminar, erguido a pesar del suplicio, cierta fortaleza en su cuerpo y un destello que no hallé en las otras. Cuando estuvo señalada —continuó el mago— me aposté cerca de la mancha de las escardadoras, oculto de la vista de los guardianes, y esperé. Por fin sonaron las campanillas indicando que venían hombres a aparearse con aquellas mujeres. Fue sencillo mezclarme con el tropel de hombres agitados; más aún porque me protegía la oscuridad de una de las noches más oscuras que aquí fueron. Entré a las habitaciones de piedra donde las escardadoras pasaban gran parte de su vida. Entré a una y a otra sin poder encontrarla. Seguí buscando, temeroso de que alguno de los hombres ya la hubiese tomado para sí. Pero antes de que eso sucediera la descubrí en la última barraca, iluminada por la luz escasa de los braseros, aguardando inmóvil en su jergón. El cabello sucio y enmarañado cubría su rostro, Lo aparté para verla, como antes te dije. Y también para que ella pudiera verme y escucharme. Recuerdo que se detuvo en mis ojos como si allí encontrara alivio. Luego, Foitetés…

Para continuar, el mago aguardó a que su corazón regresara.

—Luego le pedí que bautizara a los hijos que ya estaba engendrando, y ella me comprendió. La miré antes de marcharme para siempre. Yo no podía amarla y ella tampoco. Pero puedes estar seguro de que jamás la olvidaré.

Foitetés sintió dolor por la escardadora. Habían transcurrido doce años desde esa noche. Probablemente ella aún vivía.

Sería posible hallarla, contarle que sus hijos crecerían fuertes y bellos. Decirle que ese hombre de ojos azules era un mago y que no podía amarla.

—¡Nada de eso sucederá, Foitetés! —el tono del maestro era terminante—. Te prohíbo que vuelvas a insinuarlo.

La mancha de las hilanderas ya estaba a la vista. Zorás guardó silencio.

Los guardianes de la mancha corrieron a abrir la cerca para que pasaran el mago y su asistente. Sin saludarlos, Zorás anunció que recorrería el lugar para elegir una niña que sirviera en su castillo.

—Hay muchas aquí —dijo el guardián.

En efecto, las niñas y las mujeres jóvenes eran apropiadas para aquel trabajo. No ellas, sus manos que todavía no estaban agarrotadas por el reuma ni inflamadas hasta que los dedos se apretaban unos contra otros.

—Por allí están las que hilan cáñamo —señaló el guardián—. Allí las que hilan seda. Más atrás, está el algodón.

Zorás y su discípulo recorrieron el lugar al paso lento de sus animales, observando con detenimiento a las mujeres que trabajaban bajo techados de paja. Ninguna miró a los jinetes. Las más pequeñas porque sabían que levantar la cabeza frente a los hombres que llegaban montados significaba un latigazo en el rostro. Las mayores le temían menos al látigo que al riesgo de ser elegidas.

El mago detuvo de pronto lo que aparentaba ser un paseo despreocupado en busca de servidumbre. Después apuró el paso del animal hacia un grupo de hilanderas que trabajaban con algodón. Foitetés comprendió. Sin duda, la pequeña de cabello ensortijado tan delgada y sucia como sus compañeras, era la hija de su maestro. Si hubiese estado a su cargo pronunciar una sola palabra, la emoción lo habría traicionado. Zorás, en cambio, señaló a Vara con sencillez:

—Ésa es la que quiero.

El guardián caminó hacia la hilandera que le indicaban y la llevó ante el mago asida por un brazo.

—¡Eh, hilandera! —y le alzó la cabeza para que Zorás pudiera verla con detalle.

—Son tus mismos ojos —pensó Foitetés.

—No pienses lo que no debes decir —le respondió Zorás más callado que nunca.

—¡Aguarda! —el guardián acababa de recordar algo que, pensó, debía advertirles. Tomó a la niña por la cintura y la apretó contra su cuerpo—. Esta hilandera está marcada, vean…

El guardián comenzó a alzar la falda de la niña. Arrastraba su mano desde el tobillo para dejar al descubierto la parte alta del muslo derecho. Foitetés escuchó llegar la furia indetenible de su maestro.

—¡No la toques, soldado! ¡Apártala de tu cuerpo!

El grito destemplado de Zorás detuvo la respiración de las hilanderas. El color del algodón se adueñó de todo. También del rostro del guardián que, de inmediato, soltó a la hilandera como si quemara.

Foitetés temió que ese desplante pusiera en evidencia a su maestro. Sin embargo, Zorás rápidamente recompuso el gesto.

—Comprende, soldado… Ella tendrá que aprender a cuidar que el vino no se agrie, ¡pero sólo mi vino! Y aprenderá a hacer fuego sin humo en el interior de una habitación; pero nada más que en la mía.

Al guardián le complació que un Venerable del Recinto se dirigiese a él con cierta complicidad.

—Si me permites, venerable Zorás —dijo—, le vendaré los ojos y taparé su nariz. Lo hacemos para que no puedan reconocer el camino de regreso. Aunque tú no lo creas, suelen escaparse intentando volver a sus jergones igual que los perros.

En esta ocasión, Zorás fue más cauto:

—No es necesario que lo hagas —su caperuza de piel permitió que el guardián presumiera una sonrisa que no existía—. Ella no escapará de mi castillo, puedes estar tranquilo. Y ahora, ¡dámela!

El guardián la tomó por debajo de los brazos. «Pesa lo que un ramo de espigas», pensó Zorás al recibirla. Acomodó a Vara frente a sí, sentada de costado sobre el lomo del animal. Deseaba marcharse pronto de ese sitio llevándose a la niña consigo.

Casi salían cuando el guardián, que los acompañaba para abrir y cerrar la cerca, habló de nuevo:

—Escuché decir que en pocos días empezaran los juegos. Creo que esta hilandera hubiese sido elegida. Ha tenido mucha suerte.

Zorás debía responder lo apropiado:

—Dices eso porque no sabes los muchos juegos que le aguardan en mi castillo.

La risa del guardián fue tras ellos durante un largo trecho. Cuando se alejaron lo suficiente, el mago observó a Vara. La única evidencia del temor que debía sentir la niña era su absoluta inmovilidad.

—Foitetés —Zorás habló con suavidad—, ¿recuerdas la canción que cantamos cuando cabalgamos hacia el bosque de Goenia?

Vamos a silbarla juntos para que esta niña escuche los primeros sonidos de amor en toda su vida.

A Zorás y a Foitetés les gustaba cantar, recordar las viejas canciones que morían en el orden silencioso de Misáianes.

Cuando era posible, Foitetés acompañaba con alguno de los muchos instrumentos que él mismo fabricaba imitando los grabados que Zorás escondía en su castillo. Era un hábito que los dos se sentaran a la par con el ánimo de observar detenidamente la infinidad de detalles que poseían aquellos grabados; dibujos que reproducían escenas de cacería, bodas y danzas, viajes y funerales… Todo lo que había sido y que un día, decía el maestro, habría que reconstruir.

Rumbo a la mancha de los cuidadores de cerdos, Zorás y Foitetés silbaron cada vez con mayor entusiasmo. Vara parecía no escuchar.

Cuando la mancha de los cuidadores de cerdos estuvo a la vista, Zorás entregó la niña a su discípulo.

—Tú aguardarás aquí mientras yo voy en busca de Aro. Los guardianes notarían que los niños son idénticos. Y no debemos hacer nada que llame su atención.

Foitetés obedeció. Zorás partió al galope.

Los cerdos blancos se criaban para la mesa de los Parientes de Misáianes.

Los cuidadores debían mantener muy limpias las porquerizas, quitando el excremento de los animales y cambiando diariamente el forraje que cubría el suelo. Cepillaban el pelaje corto de los cerdos a los que alimentaban con frutas frescas y granos para que su carne fuera pura y grata en el sabor. Los cerdos blancos eran un manjar apetecido en la mesa de los Parientes que percibían desde el aroma cualquier desarreglo en su crianza; jactándose de que sus paladares eran capaces de reconocer en la carne la ligera acidez de las manzanas y el dulzor de los higos.

Para los cuidadores, las sobras de los cerdos. Para las noches de los cuidadores, pesadillas pobladas de gruñidos y de hocicos rosados.

—Deseo el niño de cabello ensortijado —dijo Zorás.

El guardián obedeció.

—Súbelo —ordenó el mago. Y cuando Aro estuvo sentado a horcajadas sobre el lomo del animal, el mago dio la vuelta y partió sin pronunciar palabra.

Aro manifestaba el temor con mayor inocencia que su hermana. Apretaba los puños a cada lado del rostro y frotaba sus pies, uno contra otro, en un movimiento convulso.

Foitetés y Vara los aguardaban en el sitio convenido. Los niños se miraron sin reconocerse. Nunca habían visto sus rostros. No podían saber que estaban frente a sí mismos.

Foitetés no pudo evitar el asombro:

—Tus ojos dos veces —murmuró.

Zorás, su discípulo y los niños debían llegar cuanto antes al castillo.

—Nos separaremos aquí —dijo el mago—. Nadie debe verlos juntos. Si acaso alguien te cruza y te detiene, responde que llevas a la niña a mi castillo para que cumpla servidumbre. Yo responderé lo mismo si me preguntan por el niño.

Aunque la prisa era mucha, Zorás desmontó. Le pidió a Foitetés que ayudara a bajar a los niños en tanto él revisaba los alrededores para asegurarse de que no hubiese cerca cuervos ni alimañas que pudieran contar aquello.

Zorás se puso de rodillas procurando que la estatura perdiera importancia. Enseguida se quitó la caperuza y la dejó caer hacia la espalda. El cráneo del mago era de un trazo perfecto. Su cabello, plateado como la barba, le bajaba hasta el cuello.

Aún para Foitetés era difícil adivinar sus años. Serían muchos, por cierto. «Pero en nada deslucen la majestad de su porte», pensó el discípulo. Al contrario, la protegían.

Aro y sus ojos azules miraban al mago con temor. Vara y sus ojos lo miraban con desconfianza. Zorás habló para ambos:

—En este instante y por el instante de un abrazo serán mis hijos —el mago hablaba como si los niños pudieran comprenderlo— Muy pronto, serán ungidos. Serán Vara y Aro en sus espíritus. Entonces ya no serán mis hijos sino hijos de las Tierras Antiguas. Y vivirán y morirán como testimonio de las virtudes que poseímos y debemos recuperar.

Zorás abrazó a los hijos de ese instante. Los niños no pusieron resistencia. Pero dejaron sus brazos flojos y los ojos vacíos.

Ninguno de los dos conocía el amor. Quizás el abrazo los había asustado porque, al apartarlos de sí, Zorás notó que por las piernas escuálidas de Aro corrían dos hilos de orín. Y oyó crujir los dientes de Vara.

—La escardadora los nombró con acierto —dijo el mago—. Vara para la niña porque tiene firmeza y es severa. Aro para el varón que es dócil y sensitivo.

A su pesar, y contra las advertencias del maestro, Foitetés pensó que la escardadora hubiese merecido estar allí.