Los magos del Recinto

En las Tierras Antiguas, los magos fueron antes y después de Misáianes.

La Cofradía del Recinto y la Cofradía del Aire Libre provenían de un mismo tronco de sabiduría. Tal vez por eso, de un lado y otro del mar y con tan diferente pensamiento, se ordenaron de modos similares. Se trataba de una estricta gradación de rangos y sitiales de jerarquía que sólo eran renovados tras la muerte de quien los ocupaba.

En las Tierras Fértiles, fueron los Supremos Astrónomos quienes rigieron la Casa de las Estrellas. Debajo de ellos, los astrónomos menores. Finalmente, los aprendices.

En las Tierras Antiguas, el rango más alto de la magia estaba representado por los Venerables del Recinto; trece grandiosos magos que mantenían el legado de diferentes Órdenes de maestros. Y que ejercían tutela y magisterio sobre sus discípulos.

Deinos pertenecía, por descendencia, a la línea de Drimus; la primera en rendirse ante el Amo. Y mucho más… La que dio palabra y sostén a su Designio. Gracias a ellos, Misáianes hablaba parecido a la verdad.

Una voz resonó a espaldas del mago:

—¡Gloria, venerable Deinos!

Deinos giró vivamente la cabeza para responder al saludo. Con el movimiento, las dos cadenas de nueve eslabones que colgaban de su casco se golpearon una contra otra.

Deinos tenía rasgos agudos y barba corta que terminaba en una punta torcida hacia arriba.

Zorás, el mago que se acercaba en compañía de su discípulo se ocultaba tras una barba espesa y plateada. De su rostro, perdido en la penumbra de una caperuza de piel, sólo resplandecían sus ojos azules.

Los dos magos se reunieron y, como era habitual, el discípulo de Zorás permaneció a diez pasos, cubriéndose los oídos con sus manos.

—Espero verte en los juegos de los días largos —dijo Deinos—, según recuerdo, hace algunos años que no los presencias.

—He pensado hacerlo esta vez —la voz de Zorás era profunda y serena.

Transcurría el mes del barro; era temprano. Pero, aquel año, los juegos de los días largos iban a anticiparse para aplacar la inquietud de los parientes.

El gran fortalecimiento de los navegantes rebeldes, ocurrido desde la llegada del pueblo de la Estirpe, había sido un golpe inesperado. Naves blancas y ligeras tripuladas por jóvenes navegantes que cruzaron el Yentru para regresar a la playa de sus antepasados… ¿Quién habría podido imaginar aquello?

Además, pasaba el tiempo sin que señal alguna llegara desde las Tierras Fértiles.

Las aguas del mar caían incesantemente sobre la arena. Y los parientes ignoraban el destino de la flota que había partido llevando consigo a la madre del Amo.

En el reino de Misáianes, los nobles ardían en sus castillos.

¿Qué ha ocurrido con Drimus?, preguntaban. ¿Por qué no llegan sus señales? ¿Y la Sombra…? ¿Por qué no regresa la Sombra a la vera del hijo?

Deinos hablaba sobre los navegantes:

—Recuerda cuánto pierden los nobles en cada una de las incursiones a la Península Rocosa, donde los navegantes parecen burlarse de ellos. Sería más simple atrapar niebla.

—Es cierto, dicen que el pueblo de la Estirpe se mueve como la niebla —respondió Zorás. Y agregó—: Por lo demás, nadie conoce como ellos esos islotes y canales.

Deinos movió la cabeza con desaprobación.

—Zorás, tú sabes bien lo que pienso. Son las nuberas que viven ocultas en el bosque de Goenia quienes les brindan ayuda.

—Sé lo que piensas y siempre te he respondido lo mismo —dijo Zorás—. Una y otra vez, debido a tu insistencia, enviamos soldados al Bosque de Goenia… ¡Ninguna nubera queda allí!

Deinos prefirió no continuar con aquel asunto. Sabía que era conveniente esperar. Cuando los rebeldes bóreos fueran finalmente reducidos y arrastrados fuera del mar, las nuberas vendrían tras ellos porque ya nada les quedaría por hacer en este mundo más que morir junto a sus amados hombres de cabello rojo.

—Y bien —dijo, desviando el tema—. Entonces te veré en los juegos.

—Allí nos veremos —respondió Zorás, que luego se interesó por saber cuándo serían elegidos los vasallos que, aquel año, quedarían en la arena de los juegos.

—En pocos días iremos a las manchas buscando a los más apropiados. Es importante una buena elección para lograr la excelencia del juego.

—Claro —los ojos azules de Zorás desaparecieron un instante. El mago los habría cerrado para no ver la sangre.

La línea que trazó el nacimiento de Misáianes también atravesó los juegos de los días largos.

Antes de Misáianes, fruto de la desobediencia de la Muerte, los reinos de las Tierras Antiguas celebraban sus juegos en el mes de la vendimia.

Enormes brazadas de cañas verdes eran encendidas como antorchas. Al llegar el fuego a los nudos, las cañas explotaban anunciando el inicio de los juegos.

Sonaban los pífanos, vibraban los panderos. Y la gente del pueblo se reunía a danzar en torno a las altas hogueras; se agolpaba para ver a los espadachines enfrentándose en lides sin muerte. Había competencias de carretas tiradas por bueyes, y uno que llamaban combate de la abundancia en el que dos aldeas rivalizaban arrojándose bolas de miga de pan.

La fiesta se celebraba en todos los grandes reinos de las Tierras Antiguas. La nobleza de entonces repartía monedas de cobre. Y los niños bailaban descalzos sobre toneles de uvas moradas.

Misáianes cubrió los ojos de las Tierras Antiguas con un paño enmohecido, y obstruyó su olfato con crecimientos de gangrena. Así logró que aquel pueblo perdiera el rastro de la luz y el camino del verano.

Uno a uno cayeron los reyes que no se doblegaron. Los demás cayeron también, sobornados por los susurros de Misáianes y sometidos a su voluntad. Desde los montes Nóferos, donde estaba el trono, se extendió su mandato de dolor. Y allí donde llegaba el aleteo de su aliento se extinguían las primeras virtudes de los hombres: la poesía y el don de recordar; el conocimiento de las causas y la honra de llevar un nombre.

Los juegos de los largos días se envenenaron de la misma ponzoña. Convertidos en otra oscura extensión de Misáianes, los juegos fueron recrudeciendo su impiedad. Los nobles, sentados en los podios más bajos y cercanos al círculo de arena, y los soldados sideresios, amontonados en los escalones altos, reclamaban sangre. Misáianes los oía, erguido en su monte.

—Ahora debo marcharme… ¡Gloria, venerable Deinos!

—¡Gloria, Zorás!

Sin embargo, Zorás, el mago de ojos azules, no tomó rumbo a su castillo. El discípulo lo seguía impaciente.

—¡Espera! —Foitetés apuró el galope y se puso a la par del maestro—. ¿Acierto al pensar que nos dirigimos a las manchas?

—Aciertas.

—Y, ¿para qué vamos hoy allí? Aún no es tiempo.

Foitetés amaba a su maestro. Zorás, por su parte, confiaba en él más que en sus propias manos. Compartía con Foitetés todos sus conocimientos y sus intenciones, y su único discípulo lo ayudaba en todo.

—La decisión está tomada: adelantarán los juegos de los días largos. Vara ya debe ser una hermosa niña en la mancha de las hilanderas. Y Aro será un joven fuerte en la mancha de los cuidadores de cerdos. Hay gran riesgo de que los elijan para morir en la arena. Debemos ir por ellos.

Foitetés comprendió la urgencia de rescatar a los hermanos.

—Faltan algunos días para que cumplan los años establecidos —dijo, de todos modos.

—Faltan veinticinco días, exactamente —respondió Zorás—. Mientras llega el momento preciso los resguardaremos en nuestro castillo. Entonces, Foitetés… —Zorás sonrió dentro de la caperuza de piel—. Entonces, el nombre que les marca la carne les marcará el espíritu.

—¿Y ella…? —preguntó el discípulo, pensando que la Sombra no conocía orilla y todo lo escuchaba—. Dónde estará ahora; en este instante.

—¿Dónde estará? —repitió el mago.

La Sombra andaba aún por Los Confines. Había abandonado la isla de los lulus mientras Wilkilén dormía. Ahora, la anciana Sombra caminaba por los bosques del sur, esperando el fin de la temporada de lluvias para escuchar la historia que Cucub sacaría del cofre.