Misáianes, el hijo de la Muerte, no se comprende sin el tiempo. Tiene un largo antes y un largo después; es tanto resultado como origen, tanto fin como inicio.
Para contar acerca de Misáianes y su guerra, es necesario hablar de su cuna: la boca de su madre, el monte, el continente de las Tierras Antiguas y las criaturas que, por entonces, lo habitaban.
En las Tierras Antiguas nació la magia. Junto a ella, crecieron exuberantes el conocimiento y la alegría.
Los magos de entonces acopiaron saber. Y lo heredaron, cada vez más potente, de maestro a discípulo.
Las nuberas, mujeres del bosque renombradas por su disposición para el amor, estuvieron cerca; siempre atentas al llamado de los magos que, a veces, requerían consejeras y, otras veces, amadas.
Los primeros reyes de las Tierras Antiguas gobernaron con generosidad. La gente de los valles dormía con buen cansancio. La gente de las colinas bailaba en ronda.
Pero algunas cosas se sustentan a costa de lo mismo que les ha dado vida.
Así, la magia acabó creyendo que el conocimiento era su obra y no su deuda. Se alejó de las criaturas para sentarse en un cielo remoto, desde el cual se proclamó primera en las virtudes. Elegida para regir sobre los simples.
Sin embargo hubo magos que se opusieron y se diferenciaron. «La única gloria es preguntar acertadamente», dijeron. «Si nos apropiamos de la creación, dejaremos de comprenderla.»
Aquellas controversias se transformaron en una enemistad irremediable que acabó separando a la magia, mitad por mitad.
La mitad que se llamó a sí misma Cofradía del Recinto permaneció en las Tierras Antiguas. La que se llamó a sí misma Cofradía del Aire Libre se marchó por un largo camino. Iban a refundar la magia en otro continente.
Las nuberas contemplaron con tristeza esta desunión. Se adentraron en el bosque porque no podían comprender. Y la ausencia fue larga. Pero, finalmente, todas regresaron. Caminaron hacia los magos del Recinto y permanecieron junto a ellos sin imaginar que, un día, los verían inclinados ante el Odio Eterno.
Y continuó el tiempo en las Tierras Antiguas.
Fuerte en el pensamiento y hábil en las manos, aquel continente tuvo ruedas y aspas. Fundió metales y concibió el modo de andar por el mar.
Los reyes se enfrentaron y se sucedieron, igual que los veranos y los inviernos. Pero, por sobre todos, estaba la Cofradía del Recinto con sus Órdenes de grandes maestros y sus ojos puestos en las estrellas.
Mientras esto ocurría, la Muerte se miraba las manos, las palmas sin líneas. «No engendrarás», le había sido ordenado.
—Engendraré desde mí misma. Seré madre también —decidió un día.
Luego buscó un monte olvidado. Buscó una cueva oculta en la cima. Allí se sentó y comenzó a amasar un brote de saliva.
Lo incubó en su boca hasta que lo sintió latir. Lo despegó de su paladar y continuó dándole calor entre las manos.
Saliva de la Muerte, espesa, cuajada. Grumo de saliva que fue emplumando. Era su hijo, y lo llamó Misáianes.
El hijo creció sin abandonar el monte. Crecieron sus brazos, sus dedos, sus uñas. La ferocidad del Increado era tan grande como su paciencia; y su paciencia tan esmerada como su astucia.
Hablando parecido a la verdad, Misáianes se erigió en Amo. Y todos los que se rindieron ante él, perdieron el alma.
Misáianes convocó a sus parientes. Los magos del Recinto tardaron en acudir. Pero cuando, por fin, marcharon hacia el monte, los caminos, detrás de sus pasos, desaparecieron.
El pueblo de las Tierras Antiguas fue sometido a la esclavitud. Y separado en manchas según los trabajos que realizaban.
Despojados del nombre, se transformaron en carne que obraba.
Y sin embargo, hubo otros que no se sometieron.
Las nuberas del bosque irguieron las cabezas, las cabelleras alertas, los cuerpos aguzados frente a Misáianes.
Entonces, el amo las señaló para la muerte. Ellas corrieron al Recinto, donde nadie escuchó los aldabones contra las puertas, donde ningún ventanal se abrió para escucharlas. Clamaron por ayuda y las murallas de piedra cerraron los ojos.
Maldijeron, increparon, y las torres alzaron vuelo.
Si había, en el Recinto, algunos deseosos de ayudarlas, no pudieron hacerlo ese día.
Abandonadas por los magos, las nuberas fueron perseguidas, y cazadas como ardillas en el bosque de Goenia. Los soldados de Misáianes las encontraron dentro de los nidos, metidas en los hormigueros, enroscadas alrededor de las ramas más altas de los árboles. Cuando lograron reunirlas, las arrastraron hasta la orilla del mar. Allí, luego de amarrarlas a gruesos maderos, las pusieron a arder de cara al mar. Sólo unas pocas lograron ocultarse y permanecer a salvo.
Aquellas mujeres, que habían sobrevivido a la primera cadena del Amo, supieron que la resistencia se extendía más allá del bosque.
La resistencia, supieron las nuberas, se disimulaba en una Orden de magos que permaneció en el Recinto con el propósito de llegar al monte y escucharlo de cerca. La resistencia se hacía fuerte en la raza de los bóreos, navegantes de gloria cuyos reinos florecieron en los archipiélagos del noroeste y en la Gran Península. Los bóreos, capaces de avistar antes que nadie el tiempo funesto de Misáianes, enviaron naves a las Tierras Fértiles.
Cruzaron el Yentru llevando la noticia de uno que había nacido para aniquilar el tiempo de la Vida. Y sus palabras quedaron asentadas en códices escritos sobre láminas de cortezas plegadas que se protegieron en estuches labrados, que se guardaron en cofres de piedra, que se ocultaron en cámaras reservadas…
No sólo noticias llevaron los bóreos. También viajó con ellos parte de su descendencia para permanecer a resguardo en las Tierra Fértiles, lejos de la guerra que se avecinaba.
«A nosotros, los que habitamos en las Tierras Antiguas, nos corresponde dar las primeras batallas contra Misáianes. Así debe ser, porque Misáianes nació y creció en un monte de nuestro continente. Y es allí donde concentra sus fuerzas. Pelearemos hasta la última gota de sangre de la última buena Criatura; pero, quizás, no sea suficiente. Por ahora, este lado del mundo está a salvo. Nosotros y el mar somos el escudo. ¡Preserven este lugar y esta vida! ¡Protéjanse, y protejan a los hijos que dejaremos entre ustedes! En ellos depositamos la esperanza de permanecer, aunque caigan las Tierras Antiguas…»
Luego, aquellos navegantes regresaron a pelear una guerra distinta a todas.
Algunos clanes soberanos se sumaron a ellos. Se trataba de pueblos que habían vivido apartados de los grandes reinos y que, quizás por eso mismo, no dudaron entre Misáianes y la libertad. Juntos sostuvieron la resistencia en el mar. Juntos, fueron conocidos como los navegantes de cabello rojo.
Y transcurrieron generaciones arrasadas…
Misáianes siguió creciendo. Los sideresios hacían retemblar la tierra. Así, al cabo de muchos años, la resistencia parecía muerta.
Las nuberas se perdieron en el bosque. Los magos rebeldes apenas podían moverse porque Misáianes estaba atento, todo lo miraba.
Los navegantes de cabello rojo quedaron acorralados en las costas del Golfo de Sigia y en el Archipiélago de Las Cuatro Madres. En aquellas regiones, gracias al conocimiento del mar y a las prodigiosas dotes para la navegación, continuaron respirando y soñando con los días que esperaban después de la sangre y la derrota. Pero eso era nada, casi nada. Pececitos con minúsculos aguijones jugando entre los dedos del Odio Eterno.
Y pasaron generaciones silenciosas…
Misáianes y sus parientes, seguros ya de su dominio sobre las Tierras Antiguas, pusieron sus ojos en la otra orilla. El sueño del hijo de la Muerte abarcaba el mundo, de modo que las Tierras Fértiles se transformaron en el nuevo horizonte.
Una flota comenzó a prepararse para cruzar el Yentru.
Leogrós se llamaba el hombre que fue elegido como comandante. Drimus, el mago que hablaba la lengua del Designio, viajaría como emisario del Amo.
Los rebeldes de las Tierras Antiguas no desaprovecharon esa distracción. Mientras Misáianes desviaba sus ojos hacia una guerra lejana, ellos afianzarían su propia guerra. Ésa era la causa por la cual los navegantes de cabello rojo, Zorás y Foitetés estaban reunidos en un lugar de la costa.
Zorás, el mago de los ojos azules, representaba por entonces a la Orden de maestros que había jurado sostener el verdadero legado del Recinto contra el poder de Misáianes. Foitetés era su único discípulo.
—Es imprescindible aprovechar este tiempo —decía Zorás a los capitanes rebeldes.
Todos ellos sabían que nada iba a ser posible sin el levantamiento del pueblo de las manchas. Pero aquellos hombres y mujeres que se llamaban como su oficio estaban perdidos en la oscuridad de la desmemoria. Para traerlos de regreso sería necesario un largo trabajo de amor y redención. Alguien que les devolviera la luz de las Virtudes Primordiales: el conocimiento de las causas, el don de recordar, la poesía, y la honra de llevar un nombre.
—Hallaré el vientre apropiado y en él engendraré a los dos elegidos —anunció Zorás.
Luego, el mago de los ojos azules observó desde lejos el Paso de las mujeres de las manchas hasta que encontró a la que buscaba. Era una escardadora que se diferenciaba de las demás por su andar erguido. Detrás del vapor oscuro que cubre cualquier cuerpo sin nombre, el mago pudo adivinar una noble belleza. La madre de los elegidos ya estaba señalada.
Zorás aguardó a que llegaran los guardianes conduciendo hombres a la mancha de las escardadoras. Cubierto con un manto sucio y ayudado por la penumbra, se confundió entre ellos. Después buscó a la escardadora, le apartó el cabello de la cara.
—Ellos nacerán para la resistencia. ¡Bautízalos, escardadora! —le dijo. Y se marchó.
Cuando sus hijos nacieron, la escardadora les marcó la carne. Lo hizo sin entender por qué. Tomó un hierro candente y marcó Vara a la mujer y Aro al varón.
—¡Han nacido! —anunció Zorás a su discípulo.
—¿Crees que, tal como se lo pediste, la escardadora les dará un nombre? —preguntó Foitetés.
—Sé que va a hacerlo —dijo Zorás—. No tengas dudas… Pero recuerda que esa primera marca no se diferencia de la que, en otros tiempos, nuestros campesinos les hacían a sus animales. La marca que en verdad importa será realizada a su debido tiempo.
Foitetés sabía que su maestro se refería al día en que los gemelos cumplieran doce años y estuvieran listos para comenzar el camino de la iniciación.
—Cuando cumplan doce años iremos a buscarlos, Foitetés —continuó diciendo el mago—. Ese será el día definitivo, cuando la marca del hierro en la carne se transforme en signo de orgullo en sus espíritus.
—Doce años… —murmuró Foitetés—. Y luego la iniciación para que puedan comenzar su trabajo en las manchas. ¿Sabes, maestro, cuántos se perderán en ese tiempo?
—Lo sé —respondió Zorás—. Pero muchos más se perderán si no actuamos con cautela y paciencia.
Eso ocurría cuando la primera flota de Misáianes, con Leogrós al mando, arribaba a las Tierras Fértiles.
El tiempo, que permanece porque transcurre, siguió dando sus pasos. Un año, dos años…Y un día, aciago para los parientes del Amo, Leogrós regresó en busca de su castigo.
Leogrós anunció que las razas oscuras de las Tierras Fértiles los habían derrotado. Dijo Dulkancellin, dijo Kume. Habló de un Brujo anciano que había llegado al campo de batalla arreando animales. Por fin, hizo saber que Drimus se había quedado allí, junto a sus perros.
Zorás celebró estas noticias junto a los navegantes rebeldes.
Lubabáh, uno de los capitanes más jóvenes, reía sin mesura. Siempre lo hacía de ese modo. Lubabáh era un hombre tan corpulento como ninguno; un navegante audaz que andaba de aquí para allá como si todo fuera mar. Y el mar fuera dócil como la risa.
—Iré al bosque de Goenia. Las nuberas deben conocer las novedades —dijo.
—¿Será que quieres avisarle a Mármara, especialmente? —le preguntó uno de sus compañeros.
Lubabáh, que estaba bebiendo vino, alzó la jarra:
—¿Será que quieres avisarle tú?
Del otro lado de la alegría de los capitanes rebeldes comenzaba el tormento para Leogrós.
El capitán encontró el castigo que buscaba; suplicios que pocos hombres hubiesen sido capaces de soportar durante tanto tiempo. Por cinco años, Leogrós fue obligado a repetir su derrota, palabra por palabra. Misáianes lo escuchó en silencio.
Esos años fueron provechosos para la resistencia. Cinco años en los que Vara continuó creciendo en la mancha de las hilanderas, donde había sido llevada cuando la separaron de la escardadora. Cinco años para que Aro creciera en la mancha de los cuidadores de cerdos.
Cinco años pasaron en las dos orillas del Yentru hasta que, al fin, Misáianes decidió enviar una nueva flota a las Tierras Fértiles.
La capitana de esas naves era de roca eterna. Misáianes enviaba a su propia madre, dispuesto a doblegar el alma de aquel continente:
«Desperté, y mi flota había fracasado en la otra mitad del mundo. Leogrós fue vencido en las armas. Y Drimus se quedó entre los perros. Acepto que el Doctrinador consiguió cumplir, en algo, con el mandato que llevaba. Pero lo que consiguió no es bastante. Regresaré al sitio que llaman Tierras Fértiles multiplicado en ejército, en naves y en armas. Pero eso tampoco será bastante sin alguien que perfeccione la obra que Drimus ha comenzado. Esa serás tú, mi madre. Sólo en tí confío para que acompañes a nuestro jorobado en lo que es más importante. Nunca impondré mí Orden sobre aquel territorio, ni sobre aquellas criaturas, si antes no se socavan sus raíces. Si el dolor no les viene de adentro, conseguiremos tener muertos pero no esclavos. Si no les ensuciamos la sangre, no habrá para nosotros una victoria perpetua.»
Cuando la segunda flota de Misáianes zarpaba hacia las Tierras Fértiles, un joven navegante y una nubera espiaban ocultos tras una roca cercana al mar.
—¡Ve el mascarón de proa! —musitaba Mármara— ¡Es ella…!, ¡es ella!
—Silencio, nubera —pidió Lubabáh.
Mármara y Lubabáh se tomaron de la mano y permanecieron callados e inmóviles. Los asustaba la cercanía de la Muerte.
Y no podían creer que ella no los estuviese olfateando. Pero si lo hacía, ¿por qué no los señalaba con el dedo extendido?
De todos modos, nada podían hacer más que quedarse muy quietos.
Al fin, las naves se alejaron. La madre de Misáianes iba al frente, como mascarón de proa de la nave madrina.
—Desdichadas Tierra Fértiles —dijo Lubabáh.
—Desdichadas Tierras Antiguas —respondió Mármara.
Luego, como sucede en medio de la guerra, se amaron con desolación.
Más tarde Lubabáh regresó a las costas a reunirse con la capitanía rebelde. Mármara regresó al bosque de Goenia donde la esperaban sus compañeras.
Y el tiempo, que es una serpiente interminable, prolongó su rastro…
Los navegantes rebeldes consiguieron, con un alto costo, dificultar y menoscabar los refuerzos que los parientes enviaban a las Tierras Fértiles. Averiaban algunas naves, se apropiaban de otras. Pero lo que conseguían estaba lejos de ser suficiente.
Tan exigua era la ganancia de la resistencia en las Tierras Antiguas que, en la Casa de las Estrellas y frente a Bor, la madre del Amo se refirió a ella con palabras burlonas y despectivas. Bor le repitió esas palabras a Zabralkán. Y Zabralkán tomó una decisión afortunada para los dos continentes. Los hijos que los antiguos bóreos habían dejado allí debían regresar con sus hermanos:
«Nuestro primer camino. La Estirpe por el mar y rumbo a las Tierras Antiguas… ¡Que naveguen con fortuna! Confiemos en que el Yentru nos será favorable. El joven pueblo de la Estirpe hallará a sus hermanos rebeldes y con su llegada fortalecerá, en muchos modos, la resistencia contra Misáianes en las cercanías de su nido», había dicho Zabralkán.
Y así ocurrió…
La llegada de la Estirpe, el joven pueblo que navegó por mandato de Zabralkán hacia la tierra de su mayores, fortaleció la resistencia como la luna fortalece al cielo de la noche.
La madrugada del arribo cientos de antorchas en hilera se encendieron y se apagaron a lo largo de la costa señalando el sitio seguro para el desembarco.
Los navegantes de cabello rojo, advertidos por las mujeres peces, aguardaban con impaciencia la llegada de sus hermanos.
De nuevo, Mármara y Lubabáh espiaban detrás de una roca. Pero en esta ocasión no se trataba de la partida de una flota enemiga sino de la llegada de un sueño.
No bien las naves estuvieron suficientemente cerca, Lubabáh desorbitó los ojos.
—¡Mira, nubera! Mira qué bellas son, mira qué rápido navegan —Lubabáh alzaba el tono de su voz—. ¡Míralas, Mármara! Se parecen a las naves de nuestras leyendas, ésas que ya no sabemos construir.
Entonces el navegante perdió el cuidado y, agitando los brazos, corrió hacia la orilla:
—¡Miren esas naves! —Lubabáh lo decía para todos, para el cielo, para su propio corazón sorprendido—. Vean cómo se mueven… Casi no se distinguen de las gaviotas.
—¡Regresa aquí! —gritó Mármara—. Parece que las amaras más que a mí…
Lubabáh le respondió desde lejos, riendo a su modo:
—¡Claro que las amo más que a ti, Mármara! Mucho más que a ti.
Desde entonces, todo cambió en el mar.
Las naves que la Estirpe había aprendido a construir, rescatándolas de los viejos relatos que sus padres les habían dejado en herencia, eran ágiles y livianas. Y poseían aparejos que les permitían navegar a gran velocidad y maniobrar con eficacia.
Aquellos navíos legendarios, más el minucioso conocimiento que los navegantes de cabello rojo tenían de vientos y corrientes, de puertos escondidos y de costas mortales, multiplicó el poder de la flota rebelde.
A partir de ese día los barcos de Misáianes debieron enfrentarse a emboscadas y acechos de naves que surgían de la niebla y los rodeaban como aves marítimas. Naves que parecían dueñas del viento: llegaban, disparaban con precisión sus cañones y escapan hacia sitios impensables para los grandes barcos.
La llegada de la Estirpe sumó cinco hombres a los seis que ya componían la capitanía rebelde.
Once capitanes; cada uno de los cuales tenía a su mando una flota con la que controlaba una zona marítima y costera.
En las Tierras Antiguas, los parientes estaban inquietos.
Tanto como el fortalecimiento de la rebelión en el mar, los atemorizaba el silencio que llegaba desde la otra orilla. ¿Qué pasaba con Drimus? La victoria, que creían segura, demoraba. ¿Y la Sombra, madre del Amo? ¿Por qué también ella hacía silencio?
Zorás tampoco conocía las respuestas a estas preguntas. Nadie en las Tierras Antiguas las conocía.
—Se acerca el día —le dijo el mago a su discípulo—. Vara y Aro están prontos a cumplir doce años. Ya ves que el tiempo ha pasado y ha sido bueno en el mar…
—Ahora debemos hacerlo bueno en la tierra —respondió Foitetés—. ¿Cuándo iremos en busca de tus hijos?
Foitetés sabía que a su maestro no le gustaba llamarlos de ese modo. Pero Foitetés era un discípulo obstinado.
—Pronto —dijo Zorás—. Antes, quizás, de lo previsto si es que confirmo algunos temores.
—¿Puedo saber a qué le temes? —preguntó Foitetés.
—Temo a los juegos de los días largos…
Nadie en las Tierras Antiguas sabía aún que, del otro lado del mar, los pastores habían dado vuelta la guerra. Y que el ejército del Venado controlaba la mitad del continente. Nadie sabía que Kupuka acababa de vencer en duelo al jorobado.
Mucho menos, que la Sombra conversaba con una niña de trenzas negras en una isla blanca.
—Está cerca el día de ungir a los elegidos —dijo Zorás—. Y creo que la Sombra, esté donde esté, escuchará sus nombres.
Éstas y otras cosas sucedieron en las Tierras Antiguas… Pero algunas merecen ser contadas con mayor detenimiento.