El primogénito

La sierva ceñía una larga banda de lienzo alrededor del talle fuerte de su ama. Cuando acabó, el vientre de Acila había perdido la ligera sinuosidad ocasionada por la vida que crecía dentro. Luego la sierva le colocó la túnica y, mientras lo hacía, se lamentó. Parecía velar por ese niño más que la mujer que lo engendraba.

—Mi ama —dijo—, esto no puede continuar por mucho tiempo.

Pero Molitzmós debía ignorarlo todavía:

—C…cuando tú, anciana, me traigas la noticia que espero, podré desatarme —respondió Acila.

Una de las esposas jóvenes, igual que ella, esperaba un hijo de Molitzmós. Y Lengua Demorada debía conocer el augurio de los sabios.

Cinco esposas había tomado Molitzmós durante su primer año como príncipe gobernante. Luego llegó Acila, y fue la última.

Hasta entonces, dos de aquellas esposas habían dado a luz. Y las dos veces fueron niñas que Molitzmós agasajó con obsequios grandiosos; pero que enseguida entregó al cuidado de sus madres. Porque no eran hijas mujeres las que podían sucederle en el trono. Ahora, otra de las jóvenes renovaba la esperanza del primogénito.

—Por tu parte puedes estar tranquila —dijo la sierva—. Aguardaste la señal y concebiste en el día preciso, el que indicó el cielo. De ti nacerá el nuevo príncipe.

Acila ablandó el gesto de su rostro.

—Así es bueno verte, mi señora —continuó la sierva—. Sonríe un poco y descansa. Es muy posible que esa mujer lleve otra en su vientre.

La sierva salió. Acila se recostó sobre almohadones en una estera fresca. Su hijo tenía que ser el primer varón nacido de Molitzmós; destinado a heredar el trono del País del Sol. Si eso ocurría, todo dolor quedaría saldado. Y la sangre retornaría a su rueda.

Para Acila resultaba difícil sobrellevar la compañía de otra vida en su cuerpo porque tenía el hábito de la soledad. Engendrar al primogénito era un deber que Acila cumpliría con tenacidad, pero sin alegría.

Cuatro soles después, la sierva entró a la habitación.

Lengua Demorada no necesitó hacer preguntas. La anciana delataba en su semblante las peores noticias.

—Engendra un varón. Un niño que nacerá… —Acila se demoró en su dolor—, nacerá antes que éste.

—Sí, ama. Los sabios lograron hallar en el cielo el rastro de esa concepción. Ellos aseguran que nacerá un príncipe. Y el propio Molitzmós lo ha sabido… Oí decir que le ha obsequiado a su joven esposa unos pajarillos diminutos, de ésos que cantan como llovizna sobre láminas de oro.

Acila emitió un sonido afónico; más parecido a un lamento que a una palabra.

—¡Perdóname! —suplicó la sierva—. He hablado sin prudencia.

Esa tarde, la joven esposa de Molitzmós descansaba sus piernas en el estanque. La mujer se contaba entre las de mayor belleza, con sus párpados ligeramente más oscuros que resto de su piel. Y los dientes muy blancos y lustrosos. Estaba desnuda; salvo por un paño liviano atado por debajo del vientre que ella había levantado para descubrir sus piernas.

Y cantaba procurando imitar a las aves que su esposo le había regalado.

Sería madre del primogénito del príncipe; nada mejor podía desear.

Giró cuando oyó pasos a sus espaldas. Acila y su sierva llegaban por el sendero.

A diferencia de su trato habitual, Lengua Demorada le sonrió con gentileza. Luego, ella y la anciana se sentaron a orillas del estanque. Al cabo de un rato de silencio, la joven saludó para marcharse. Entonces, Acila habló al oído de su sierva:

—Dice mi ama que le satisface saber que serás madre del primogénito.

Aquellas buenas palabras obligaron a la joven a continuar la conversación. Sabía sobradamente que Lengua Demorada hablaba con Molitzmós como se habla a un igual. Y el príncipe podía enfurecerse si llegaba a saber que Acila había recibido desprecio cuando brindaba amabilidad.

—Agradezco tu contento, señora.

—Mi ama ya no está en disposición de engendrar… Es por eso que saluda con tanto agrado este nacimiento.

Todo lo dijo Acila a oídos de la sierva para que nadie pudiera afirmar que había escuchado una sola palabra de su boca.

Mientras hablaban, la sierva sacó un envoltorio que colocó sobre su falda. Con dificultad, a causa de sus dedos torcidos, desató el nudo que lo ajustaba y comenzó a comer golosamente.

—¿Qué tienes ahí que tanto te relames? —preguntó la joven, sintiéndose con derecho a sonreír y a preguntar.

La sierva de Acila se golpeó la frente:

—Disculpa, pequeña. Debí pensar que, para ti, todo se transforma en deseo. ¡Pruébalas…! —y extendió la mano—. Son confituras que yo misma hago con menta y leche.

La mujer comió con gusto los dulces que le ofrecían.

—Pregunta mi ama cuál será el nombre del heredero.

—¿Su nombre? —la respuesta fue dulce como la saliva—. Se llamará Yocoya-Tzin.

—Dice mi ama que es buen nombre para quien ocupará el trono del País del Sol.

Esa misma noche, Acila buscó a su esposo.

Hacía ya varios soles que no hablaba con él, y apenas lo veía. Molitzmós sonrió con franqueza al verla llegar.

—Estás feliz —dijo Acila—. Y deb… —tartamudeó su mentira-debemos estarlo.

Molitzmós la abrazó.

—Creí que te sentías menoscabada —dijo.

Pero Acila se veía tan calma y tan lejos de cualquier rencor, que Molitzmós comenzó a hablar como lo hubiese hecho consigo mismo.

—¿Comprendes, Acila? Pronto nacerá el que va a continuar mi sangre y mi reinado. Él será fuerte y bello como lo es su madre. Y yo aún tendré tiempo de forjarlo para que crezca parecido a mí en sus intenciones y en su fortaleza. Tú y yo le enseñaremos a jugar yocoy… Será el más grandioso jugador del reino. También le enseñaremos acerca de los códices sagrados. Tú y yo, Acila. Solamente tú y yo podremos hacerlo.

Molitzmós del Sol estaba exaltado. Y no reparó en el rostro de Lengua Demorada.

—El primogénito fue concebido en un justo momento. Nacerá en medio de una victoria.

Acila intuyó, tras las palabras de su esposo, algo mucho más grande que un niño. Y le rogó que se explicara mejor.

—La guerra en las Tierras Fértiles tomará un nuevo rumbo; uno que Thungür no espera ni imagina. Lo concebí con la ayuda de Flauro. Y lo soñé a solas durante estos días en espera de poder decírtelo.

—¿A qué te refieres? —preguntó Acila.

—Las naves que han llegado son suficientes como para enviar una flota que navegue hacia el sur. Llegaremos por mar a Los Confines. Aquélla es ahora una tierra de mujeres y niños, de ancianos y hombres enfermos que conquistaremos cantando…

Puedo ver la expresión de Thungür, hijo de Dulkancellin. ¿Imaginas a los guerreros husihuilkes avanzando hacia el norte cuando sepan que, en ese mismo instante sus hijos y sus mujeres son arrasados por los sideresios?

El ejército del Venado llorará por las noches. Y así, quebrantados en su ánimo, y encerrados en el centro de estas tierras, los derrotaremos para siempre.

En ese momento Flauro irrumpió con brusquedad en la amplia sala.

—¿Qué sucede? —inquirió Molitzmós.

—Es tu esposa. Cayó vencida por fuertes dolores. El niño es un charco de sangre.

El príncipe miró a Acila para que ella le dijera que no era cierto, que no estaba pasando. Pero ella no pudo responderle.

Molitzmós del Sol salió de allí para ver por sí mismo lo que ocurría.

Flauro y Acila se quedaron solos. El capitán de Misáianes y Lengua Demorada no querían lo mismo; pero ambos necesitaban a Molitzmós y se disputaban su confianza.

—¿Nada sabes sobre lo que le ocurrió a esa joven mujer?

Con esa pregunta Flauro rasgó las apariencias que ambos sostenían cada vez con mayor dificultad. Uno y otro se reconocieron enemigos con la mirada.

Después de eso, Acila fue la primera en sonreír. Saludó al capitán de Misáianes y se marchó.