Un Kúkul en los establos de Misáianes

Había almas en Beleram. Almas que crujían como cáscaras de grillos y pregonaban miel en el mercado. Eso creían los sideresios.

Beleram, la ciudad sagrada de los astrónomos, había sido un sitio concurrido y ruidoso. La calle principal, cubierta de piedras blanquecinas, llegaba hasta la misma explanada de la Casa de las Estrellas. Y continuaba hasta el terreno de juegos y las pirámides. Bajando esa calle estaba el mercado. En él desembocaban los senderos angostos que venían de todas las aldeas.

Beleram tuvo sus fiestas y sus cantos. Fue esplendorosa a los ojos del sol que la amaba. Hasta que, un día, tomó el camino del fuego y quedó en cenizas.

Eso encontraron los sideresios a su llegada: cenizas y silencio, despojos y nadie.

Sin embargo, esa ciudad en ruinas por la que los sideresios no se aventuraban de noche, era familiar para Cucub.

—Aquí estuvo el puesto donde vendían huevos de tortuga.

El zitzahay caminaba por el mercado de sus recuerdos. En medio de un descampado ceniciento, con sólo algunos rastros de las construcciones que sostuvieron los toldos, Cucub tropezó con la gente, regateó sus semillas y saludó a los vendedores que conocía. Después se detuvo a comprar una tortilla picante.

—Hermanita, no quieras venderme la más pequeña —protestó.

Cucub, que había regresado a Beleram por orden de Thungür, llegó a la ciudad poco después de que los soldados del país del Sol partieran llevándose los códices para Molitzmós.

A partir de entonces, el Kúkul cantó con mayor frecuencia. Al oírlo, los sideresios se sobresaltaban. Odiaban ese canto y le temían. Pero los prisioneros en los establos y Bor en el observatorio pudieron reconocer sin dificultad la señal de un hermano que andaba cerca.

La aldea prisionera aguardó en silencio. A veces, el Kúkul dejaba de cantar durante un día y una noche. Pero cuando los zitzahay comenzaban a pensar que el buen sueño los había abandonado, el canto se oía de nuevo. Entonces Bor se apresuraba a tomar el tubo de jadeíta. Lo apuntaba hacia la selva, recorría los árboles y la fronda sin encontrar lo que deseaba.

Era un zitzahay; de eso no tenía dudas. Nadie más podría imitar con tanto acierto la voz del Kúkul. Pero, ¿dónde estaba y a qué venía?

No siempre su canto llegaba desde la selva. El Kúkul cantaba en el mercado y en el terreno de juegos.

Una noche su canto se escuchó en la propia explanada de la Casa de las Estrellas. Los sideresios dispararon sus armas contra la penumbra. Pero los estruendos del fuego se acallaron, y entonces el Kúkul cantó en otro parte.

—Tú, seas quien seas, cuídate —murmuró Bor.

Cucub estaba en Beleram, transformado en Kúkul. Dispuesto a cumplir a cualquier costo las órdenes de Thungür.

Decidido, también, a utilizar el espacio de confianza que el jefe husihuilke le había otorgado.

Cucub tenía dos tareas por delante: organizar una red de enlaces, y proteger a las aldeas zitzahay que quedaron desvalidas en la selva.

El corazón de Cucub quiso algo más; y Cucub siempre atendía a su corazón.

—Está bien —aceptó—, haremos una guerra de grillos y de almas.