Aquel amigo

Cucub estuvo triste el primer día de su viaje. La lluvia lo alcanzaría pronto, y él no podía quitarse del recuerdo el amanecer tormentoso en que partió con Dulkancellin rumbo al concilio.

—Aunque ahora me llevas tú, Fuego Negro, y no mis cortas piernas.

Al principio, Cucub le habló a su animal con cabellera; pero no fue bastante. Ni siquiera fue bastante la canción zitzahay que siempre lo acompañaba. Después quiso hablar consigo mismo y vio que su ánimo tampoco era buena compañía:

—No sé por qué te estoy hablando —rezongó—. Pregunto penas. Y tú, ¿qué haces? ¡Respondes penas! Será mejor que nos quedemos callados.

El segundo día amaneció muy frío. Cucub se apretó el manto de cuero que Kuy-Kuyén había engrasado para que fuera útil bajo la lluvia. Y aún así continuó tiritando. Tenía el cuerpo dolorido y la piel ardiente. Con el paso de la mañana, se sintió más enfermo. Buscó en el morral la medicina que creyó apropiada y la masticó esperanzado.

«Aquí están las manos de mi esposa y la sabiduría de Kupuka», pensó el zitzahay.

Pero el día avanzaba y el mal no cedía. Al contrario, empeoraba a cada momento. El viajero transpiraba su fiebre mientras luchaba por seguir escuchando la orden de Thungür: «Digan a Cucub que galope tan rápido como el viento…»

Cuando anochecía, comprendió que junto con la claridad de su cabeza había perdido el rumbo. La enfermedad le estaba ganando. Cucub se dejó caer sobre Fuego Negro y se abrazó fuerte de su cuello.

—Sigue adelante, Fuego Negro —le pidió—. Yo voy a dormir.

El animal bufó para tranquilizar al jinete que temblaba sobre su lomo. Se apartó del camino con dirección al este en busca de un sitio donde resguardarlo. Fuego Negro conocía muy bien esos lados del bosque y sin vacilaciones caminó hacia las cuevas cercanas al lago. Una vez allí, dobló sus patas y se inclinó para dejar caer a Cucub tan suavemente como le fue posible.

En los días siguientes, Cucub despertó de a poco. Las primeras veces apenas alcanzaba a abrir los ojos y enseguida volvía a su sueño hondo. El zitzahay nunca supo que las mariposas de aquellos parajes se reunieron en enjambre sobre su cuerpo hirviente para que el aire del aleteo lo refrescara. Y que dejaron gotas de néctar en sus labios agrietados.

Una mañana, despertó con fuerzas suficientes y buscó su morral. Bebió toda el agua del odre y masticó medicina. Cuando por fin logró incorporarse vio por la boca de la cueva la silueta de Fuego Negro pastoreando cerca y el cielo oscuro de la lluvia que llegaba.

Un rato más tarde, mientras comía de mala gana un trozo de torta de maíz, reconoció el sitio en el que estaba.

—Es el Lago de las Mariposas —se asombró—. Estoy en la cueva donde Dulkancellin y yo hicimos un alto para descansar. Si hasta puedo verlo sentado de cara a la lluvia, negándose a comer higos secos.

Cucub no creía que las coincidencias fueran encrucijadas vacías. Aquello tenía un significado que, sin duda, sería propicio. Pensando así, regresó al interior de la cueva confiado en que sanaría. Amontonó hojas secas en un rincón. Y se envolvió en su manto para seguir durmiendo.

Cuando despertó la siguiente vez, decidió que ya podía seguir viaje. Todavía se sentía débil. Pero la fiebre había disminuido y la voz de Thungür se escuchaba de nuevo.

Mientras caminaba a llenar su odre en el Lago de las Mariposas, Cucub comprendió que su soledad podía remediarse fácilmente. Sonriendo en la intemperie gris de Los Confines, pensó en el mejor modo de hacerse oír por la almas.

—Ni tan bajo como si estuvieran a mi lado, ni tan alto como si estuvieran dormidas en el cielo.

Entonces el zitzahay tomó una determinación:

—Como si estuvieran en la otra orilla del lago.

Y Cucub habló de esa manera, ni tan alto ni tan bajo, marcando las palabras con los pocos gestos que su debilidad le permitía.

—¡Dulkancellin, ven aquí! Acompáñame, hermano, pues tengo muchas cosas para contarte…

Sonó un trueno. Cayó una rama de luz sobre la tierra. A espaldas de Cucub, Fuego Negro relinchó fuerte y levantó las patas.

—También tú tendrás compañía —dijo Cucub—. Atardecido fue un valiente animal. Podrá contarte todas las hazañas del guerrero que lo condujo.

A partir de entonces, el zitzahay galopó junto a Dulkancellin contándole sobre Nanahuatli, Kuy-Kuyén y Wilkilén. Sobre Kupuka y el Brujo Halcón. A medida que avanzaban en el camino el zitzahay le fue recordando algunos sucesos del viaje que habían realizado muchos años atrás.

—¿Cuántos años crees tú, Dulkancellin? —preguntaba Cucub—. ¿Doce años del sol? Tal vez más…, tal vez menos. Recuerdo con claridad que nuestra Wilkilén tenía cinco temporadas de lluvia cuando la conocí. ¿Esa niña ya ha visto llover diecisiete inviernos…? No lo parece.

Cuando Cucub se despidió de su esposa en Paso de los Remolinos, la temporada lluviosa estaba cerca. Ahora, galopando junto al alma de un guerrero, la lluvia olía fuerte y combaba el cielo hacia abajo de modo que el color gris se metía en el mundo de las Criaturas.

—Posiblemente las primeras gotas han caído ya —decía Cucub—. Y de nuevo Kuy-Kuyén estará celebrando el derecho de la lluvia.

Mientras decía estas cosas, Cucub llegó a un arroyo que bajaba desde el Nubloso.

—Vamos, Dulkancellin —el zitzahay indicó que lo acompañara hacia el agua—. Beberemos aquí y recargaremos el odre.

¡Piensa que tenemos un solo odre para los dos!

Cucub se bajó del animal. Lo primero que hizo fue frotar con firmeza su cuerpo estropeado por el viaje y la enfermedad que no terminaba de irse. Luego se agachó para beber; pero cuando iba a hacerlo algo lo sobresaltó de tal manera que lo obligó a alejar su rostro del agua. Un hilo rojo bajaba serpenteando por el arroyo. Era sangre, y Cucub quiso saber:

—¿Quién eres? —preguntó—. ¿Qué vas buscando?

Pero la sangre no se detuvo a responderle.

Comenzaba otro atardecer en Los Confines. El zitzahay miró la noche cercana. Lo sacudió un estremecimiento. Se tocó la frente con el dorso de la mano y notó que la fiebre había regresado.

Además, Fuego Negro se veía intranquilo. No cesaba de moverse y de golpear el suelo con sus patas.

—Seguramente no acordarás conmigo —le dijo Cucub a su hermano—. Sin embargo quiero pedirte que nos detengamos aquí.

Ni mi cuerpo ni mi animal con cabellera están en condiciones de continuar esta noche.

En poco tiempo el zitzahay había estirado su toldo y encendido fuego. No tenía hambre; pero sí mucha sed. Bebió, y con el último sorbo de agua fresca se mojó el rostro. Masticó un poco más de la medicina de Kuy-Kuyén. Ya envuelto en su manta y acostado, volvió a hablar con Dulkancellin.

—Querrás que te cuente sobre los hijos de tu hija —los rostros amados se confundían en su cabeza—. Te diré, si cuentas al que está en su vientre, si lo cuentas serán…

La fiebre y el cansancio lograron que, por primera vez en su vida, Cucub dejara de hablar sin que alguien se lo exigiera.

El dormir del zitzahay fue intranquilo. En mitad de la noche comenzó a soñar con alientos helados, con ojos amarillos que se alejaban y se acercaban. También Kupuka llegó a su sueño montando el esqueleto de un animal con cabellera, y advirtiendo desgracias en una lengua incomprensible. El rostro del Brujo era una de las máscaras que Cucub había tallado bajo el nogal. El zitzahay intentó quitársela diciendo que ésa era la máscara de Kutral. Y entonces la máscara chorreó sangre…

Era la misma sangre del arroyo, ¿quién eres?, ¿qué vas buscando? Pero la sangre se fue del sueño sin responderle. Y también se fue la máscara, y se fue Kupuka cabalgando sobre un esqueleto. Solamente quedaron los ojos amarillos.

Muchos pares de ojos que se acercaban al toldo donde Cucub dormía su mal sueño. El relincho de Fuego Negro sonó desesperado. Cucub despertó con la certeza de que algo terrible lo rodeaba. Tomó el cuchillo que estaba al alcance de su mano, y salió del toldo que resistía apenas los embates del viento de tormenta. Entonces su sangre se quedó quieta. Cucub se llenó de gritos que no podía pronunciar: gritos de horror por su propia carne, gritos de amor para Kuy-Kuyén.

La jauría de Drimus se estrechaba; en pocos instantes estarían sobre él. Cucub miró a Fuego Negro amarrado a un árbol.

Llegar adonde estaba su animal con cabellera era lo único que podía hacer. Y aunque escapar del olfato de la jauría por el bosque nocturno era un pobre sueño, el zitzahay se dispuso a intentarlo.

Cucub dio unos pasos hacia Fuego Negro sin perder de vista a la jauría. Y entonces, algo ocurrió…

Al principio, el zitzahay pensó que lo que estaba viendo era un engaño de su alma asustada. No era fácil creer que los animales ya no lo miraban. Sin embargo, los ojos amarillos se habían perdido, y los alientos helados estaban vueltos hacia otro sitio de la oscuridad.

Se oyó un ruido de ramas quebradas. Relinchó un animal con cabellera, y no era Fuego Negro. Pegado al relincho, pudo escucharse claramente un galope que se alejaba. Recién en ese momento Cucub comprendió lo que ocurría.

—¡Dulkancellin! —murmuró con su mano estirada hacia el amigo que había olvidado.

La jauría comenzó la cacería largamente ansiada, corriendo tras la presa que habían perseguido los primeros perros que anduvieron con Drimus y que luego, parición a parición, todos aprendieron a codiciar. El jorobado se estremeció en sus estómagos y ladró por sus gargantas.

Tal vez, Dulkancellin moriría de nuevo por las Tierras Fértiles.

Cucub pensó en Kuy-Kuyén y en sus hijos. Lo único que deseaba era montar a Fuego Negro y galopar de regreso a su casa de madera. Pero en aquel continente nadie vivía o moría por sí mismo. Y amar significó, a veces, irse muy lejos.

El zitzahay debía abandonar ese sitio para ponerse a salvo del otro lado del río. Sin embargo, no era capaz de moverse con rapidez. Con los brazos pesados como leños y las piernas adormecidas, Cucub comenzó a desatar el toldo. Lo enrolló y lo ciñó con una cuerda. Lentamente, tomó una cosa. Luego otra y otra de las que había desparramado alrededor. Cucub luchaba contra el viento con su fiebre a cuestas y un cansancio tan grande que, por vez primera, el pequeño zitzahay pensó con alivio que un día, al fin, estaría muerto. Pero no todavía… Y se dirigió hacia el árbol donde Fuego Negro estaba amarrado.

Con un cuidado que más quería demorar la partida que preservar sus escasas pertenencias, aseguró sus aparejos de viaje al lomo del animal:

—Ya nos vamos, Fuego Negro.

Deshizo la vuelta del lazo que rodeaba al tronco.

—De nuevo andaremos solos tú y yo.

Antes de montar, el zitzahay tomó entre sus manos la cabeza bravía de Fuego Negro para refrescar su frente en el hocico húmedo del animal. Las lágrimas marcaron un surco en el sudor sucio que la fiebre había dejado en su rostro. Empezaba a llover en Los Confines.

Llovía sobre la casa de madera donde Kuy-Kuyén fingía alegría para los niños. Llovía sobre el abrazo del Brujo Halcón y Nanahuatli. Llovía en la soledad de una mujer que seguía esperando al pescador de río. Siguió lloviendo y llovió sobre Kupuka irguiendo al cielo su rama de tres astas.

«Lluvia de Los Confines, limpia mi rostro», pidió la tierra. «Mira a mis hijos que ya no pueden sostenerse. Lluvia de Los Confines, llévate la sangre.»

A partir de entonces, el avance de Cucub fue sostenido. El bosque quedó atrás y, cruzado el Pantanoso, quedó atrás la lluvia. El zitzahay conocía el desierto que tenía por delante: la ubicación de los ojos de agua, el modo de procurarse alimento. Sabía que era más provechoso adecuarse al ritmo de las temperaturas y al camino de los oasis. Aún a lomo de animal era un camino demasiado largo como para andar impaciente.

—Ve con calma, zitzahay —se dijo a sí mismo—. No es la prisa lo que nos lleva adonde ansiamos, sino la decisión de llegar.

Muchos soles después arribó al límite norte del desierto, cerca de los salitrales.

En esa región, tal como lo suponía, encontró un campamento de Pastores. Ellos le dieron noticias del ejército, de cómo y cuándo los guerreros habían cruzado la Mansa Lalafke.

También le dijeron algo que entristeció especialmente a Cucub. Las naves ya no regresarían. Lo habían hecho ya muchas veces para cargar un cierto salitre que el Padrecito necesitaba, uno en especial y no cualquiera. Además de sacos repletos con piedras de humo.

Cucub no podía comprender de qué se trataba aquello del salitre y las piedras de humo. Su pena no tenía que ver con eso, sino con Fuego Negro.

—Aquí dejaré a mi animal con cabellera —dijo Cucub—. No requerirá de mucho más cuidado que un llamello. Y ya que no habrá naves que lo crucen, tendré que buscarlo cuando regrese.

Desde su partida, Cucub supo que ese momento iba a llegar. No contaba con tiempo para costear por tierra la bahía.

Apenas lo tenía para trenzar una pequeña balsa de juncos.

—En la orilla hay canoas —dijeron los Pastores—. Aquí las dejaron y podrán servirte.

En el sitio de la costa que los Pastores le indicaron, Cucub encontró algunas balsas muy deterioradas y dos canoas. Ninguna de ellas estaba lista para iniciar el cruce de la bahía. Pero Cucub vio que acondicionar la de mayor tamaño le llevaría menos tiempo que tejer su balsa de juncos, y le daría más seguridad en su viaje.

—Vamos a separarnos, Fuego Negro —dijo cuando estuvo listo para partir—, y esto no es bueno para la guerra. Un artista montando el fuego es más temible que muchos guerreros.

Antes de subir a su canoa, Cucub miró la tierra que estaba a punto de dejar atrás.

—¿Sabías, Fuego Negro, que un día mi casa fue una hamaca colgada de dos árboles en la gran selva de la Comarca Aislada?

En esta ocasión, no se trataba de su natural costumbre de hablar por puro gusto de elegir palabras. Era el deseo de no pensar que seguía avanzando hacia el norte, mientras la jauría avanzaba hacia el sur, donde estaban su bosque y su aldea.