Después del sueño de Molitzmós y su regreso como emisario del Amo, los sideresios se vieron obligados a moderar su altanería. Y a aceptar que Molitzmós era parte principal en las nuevas decisiones.
Flauro, que jamás lo amaría ni aceptaría como su auténtico príncipe, tuvo que guardar apariencia de respeto. Y hacer que sus hombres la guardaran.
El trato hacia Molitzmós cambió dentro y fuera del palacio de mando.
El príncipe y Acila pudieron pasear por los jardines sin soportar burlas.
—¡Mira, esposo…!
«Mira esposo. Los soldados del Sol no difieren demasiado de los hambrientos de las calles», dijo Acila casi risueñamente.
—En cambio yo no sonrío por eso —respondió Molitzmós.
—Sonrío frente a…, a lo que no…
«Sonrío frente a lo que no tiene remedio», respondió Lengua Demorada.
A Molitzmós no le gustaba pensar que había cosas que no tenían remedio. Y Acila lo sabía muy bien.
—¿Por qué dices que no tienen remedio?
La mujer, sin embargo, evitó responder esa pregunta porque conocía, por el yocoy, el beneficio de los rodeos.
Molitzmós se adueñó de la sala principal del palacio. Desde allí, abrazado a Acila, contemplaba el movimiento de los patios.
—Beben y holg… —Lengua Demorada respiró allí— holgazanean todo el día.
—Así es —admitió el príncipe—. ¿Recuerdas, Acila, cuando los soldados lucían la soberbia de sus ropas, sus capas y sus cinturones de oro y plata?
Claro que Acila lo recordaba. Desde niña los había visto con entusiasmo.
—En sus escudos relucían los símbolos de nuestra Casa —prosiguió Molitzmós que, por descuido o por amor, incluyó a Lengua Demorada entre los de su sangre.
—Y ahora esos escudos ya… yacen arrumbados e inútiles —respondió ella. Y prosiguió—. Pero a qué…
«Pero a qué seguir lamentándose de lo que es forzoso.»
Molitzmós del Sol no podía aceptar que algo fuera forzoso por sobre su deseo. Y Acila lo sabía muy bien.
—¿Por qué dices que es forzoso? —el tono de Molitzmós se endureció.
Acila sonrió como disculpándose y desvió la conversación hacia cosas más gratas.
Después del regreso como emisario del Amo, el trato hacia Molitzmós cambió dentro y fuera del palacio de mando.
Alentado por Acila recorrió las calles de la ciudad del Sol, siempre en compañía de su esposa.
—¿A… aquellos andrajosos? ¿Aquellos andrajosos que se ven allí son soldados?, —preguntó Acila.
—Lo son, esposa.
Entonces, Acila dijo que sería agradable ver al cuerpo palaciego del ejército de regreso en su esplendor. Y agregó que sería mejor el despertar escuchándolos trabajar en los patios de adiestramiento, que ahora sólo utilizaban los sideresios.
—Los veremos y los escucharemos —afirmó Molitzmós—. Es tiempo de recuperar mi propio ejército.
Acila, la jugadora de yocoy, advirtió que no lo creía prudente.
—¿Por qué lo dices? —preguntó Molitzmós.
—Flauro s… se negará.
La jugada estaba hecha.
—¡Parece que ni tú misma comprendes quién soy ahora! —se alteró Molitzmós. Mostró el dorso de su mano derecha y alzó la voz—. ¿Imaginas que Flauro puede oponerse a mis órdenes? ¿Crees que un capitán está por sobre el emisario? Responde, Acila… ¿Eso es lo que crees?
—Perdóname —balbuceó ella.
Después del sueño de Molitzmós y su regreso como emisario del Amo, Flauro se vio obligado a moderar su altanería. Y tuvo que aceptar que el príncipe gobernante era parte principal en las nuevas decisiones.
Cuando Molitzmós solicitaba a Flauro y al grupo de jefes sideresios que lo acompañaran durante las comidas, acudían sin poner reparos.
—En esta ocasión quise que estuvieran con nosotros —Molitzmós señaló a Acila— porque debo comunicarles una decisión.
Deben saber que los soldados del País del Sol recuperarán mucho de los que perdieron en estos años…
El capitán de Misáianes escuchó las disposiciones mirando a Lengua Demorada. Ella era, sin duda, la que había provocado esa novedad. Acila le respondió con una inclinación de cabeza, agradeciendo el pensamiento del capitán.
—Es tu voluntad, príncipe —dijo Flauro que, por el momento, no podía hacer más.
Flauro sentía por Acila una fría aversión. Esa mujer de modos varoniles le repugnaba; y lo mismo su modo de hablar. Pero no era eso solamente… El capitán estaba seguro de que Acila tenía sus propios planes.
«Te tragarás tu jactancia junto con tu lengua, Acila. Ya habrá tiempo para eso», pensó Flauro.
Al siguiente día, Molitzmós caminó hacia un grupo de soldados. Y preguntó:
—¿Quién es, entre todos los hombres de nuestro ejército, el que mayor rango y conocimiento detenta?
—El herrero —le contestaron.
—¡Tráiganlo ante mí!
El herrero llegó con andar simple. Pero cuando saludó al príncipe se hizo notoria su dignidad militar.
—Toma a tus hombres —ordenó el príncipe—. Vuelve a transformarlos en soldados.
Con esa orden, los soldados del Sol recuperaron sus armas y el derecho al adiestramiento. Pudieron recorrer libremente el palacio y las calles.
—Y yo, est… estúpida de mí.
«Y yo, estúpida de mí, no creí que tú fueras capaz de hacer esto con tanta firmeza y prontitud», dijo Acila. Y besó a su esposo.