Llovía sin fin en el sur del mundo. Kupuka andaba a la intemperie igual que si estuviera paseando del brazo de Tres Rostros en una tarde de verano. El Brujo atravesaba la tormenta con pasos lerdos valiéndose de su antiguo cayado. No le importaba enlodarse porque estaba hecho de las mismas materias que el barro. Kupuka se veía muy viejo y muy cansado; mirándolo con detenimiento se le notaban las trizaduras, cántaro de arcilla resquebrajado de tanto hacer servicios. Pero a Kupuka, el amor lo sostenía unido a sí mismo.
Kupuka amaba los juncos que crecían cerca del agua. Era Brujo de la Tierra y sabía que si dejaba de amar a los juncos luego dejaría de amar a los pájaros, luego a los pumas, luego a los hombres. Kupuka sabía que quien se permitiera ignorar a los juncos que crecían cerca del agua iniciaba el camino del desamor.
—¡Aquí estoy en este día! —le anunció al bosque que lo escuchaba—. He venido a buscar la última varilla para mi tambor.
Muchos Brujos antes que él habían realizado la misma búsqueda. Para ello, caminaban por el bosque siguiendo el rumbo de su instinto, sin dejar de repetir una invocación. Debían hacerlo hasta encontrar una rama de tres astas caída en tierra.
Entonces el Brujo la tomaba con ambas manos y quebraba las ramas de los costados. La del medio era la destinada para batir el parche; la última para siempre, la última sin pena, la que se rompería el día de su muerte. Kupuka repetía su invocación bajo la lluvia:
Mi rama de tres astas te estoy buscando,
látigo de las cosas vivientes,
para golpear el lomo de mi tambor.
Mi rama de tres astas cuando te encuentre
será para andar juntos
hasta el atardecer que nos espera.
Todas las Criaturas de Los Confines sabían que los Brujos hacían hablar a su tambores. Los golpes de la varilla contaban y advertían; sonaban y se concertaban de un modo o de otro según lo que tuviesen que decir.
Ahora Kupuka buscaba la última rama para su tambor. ¡Y quisiera el bosque destinarle una rama vigorosa porque estaba cerca el tiempo de callarse! Muy pronto, solamente su tambor hablaría.
Muchos trabajos penosos y difíciles había realizado Kupuka; pero ninguno como éste que tenía por delante. Porque, en esta ocasión, el Brujo debía llevar a cabo una tarea que desconocía.
En los días de la guerra del desierto, Drimus, el jorobado, forjó voces que buscaban el alma por el camino de la nariz.
Voces del Odio Eterno que trabajaban para después y para siempre. Kupuka comprendió que para conjurarlas, hacía falta un silencio. Pero un silencio del cielo, un silencio poderoso como un arma. El Brujo más anciano debía forjar un silencio como el que sólo pudo existir en el instante que antecedió a la Creación. «¿Quién me enseñará el camino?», se preguntaba Kupuka. Tal vez, los pozos profundos. Tal vez los muertos.
Kupuka, que caminaba por el bosque con los ojos cerrados, los abrió justo frente al hallazgo de lo que buscaba. A sus pies, el bosque había puesto una rama de tres astas. Y era una rama de membrillo.
El Brujo se arrodilló y la tomó con cuidado. Enseguida desgajó las dos ramas de los costados. La que quedó en su mano era la última vara con que golpearía su tambor. Se oyó la carcajada de cabra por el bosque. Kupuka alzó la vara contra la lluvia eterna:
—Te doy gracias, mi hermano bosque, por esta vara que se quebrará conmigo. Me diste una vara de membrillo. Y eso ha de ser porque mi tambor dirá cosas como el fruto del árbol, ásperas y agrias en lo crudo. Pero sabemos que la carne del membrillo es también una promesa.
Kupuka acomodó el tambor que colgaba a un costado de su cuerpo y batió el parche con sonidos breves y repetidos. Los pozos y los muertos lo entendieron.