La jauría oscura, crecida con la carne y el alma del jorobado, se convirtió en el peor miedo de las aldeas del norte.
Antes de las bestias, nadie en Los Confines había temido al bosque. Ahora las personas ya no se atrevían a meterse en la espesura. Los pescadores no dormitaban en sus balsas. Y todo aquel a quien la noche sorprendía a la intemperie sentía pisadas y jadeos. Muchos acababan corriendo desesperadamente, perseguidos de cerca por su propio espanto.
Las bestias de Drimus odiaban como Drimus. Y no querían otra cosa que carne viva: corazones que latieran las últimas veces adentro de sus bocas, manos que intentaran aferrarse a las arrugas de sus paladares antes de despeñarse hacia el estómago.
En algunas ocasiones, los animales negros fueron divisados en su avance hacia el sur. Los hombres que permanecían en Los Confines, demasiado viejos o demasiado jóvenes, organizaron partidas para emboscarlos y darles muerte. Pero la jauría actuaba con mayor astucia y velocidad de la que ellos imaginaban. En aquellos ataques, apenas algunas flechas alcanzaron su destino. Las restantes se malograron en la fronda del bosque. Sin embargo la defensa de los hombres no fue inútil, porque a partir de entonces la jauría evitó avanzar durante el día, y utilizar los caminos despejados. Los animales se movían durante las horas de penumbra, por senderos ocultos.
Cuando los perros hallaban una criatura desprevenida saltaban fuera de la oscuridad con las fauces abiertas. Clavaban los colmillos, arrancaban, y regresaban al hueco del que habían salido con muñones colgando entre los dientes.
Una noche de poca luna, el Ahijador los divisó con sus ojos de ver lo oscuro en lo oscuro. Los perros descendían en hilera por la pendiente de una loma. El Ahijador voló en círculos sobre ellos; y el Brujo Halcón, que estaba durmiendo, los vio girar en el fondo de su sueño. El Brujo se despertó estremecido.
«¡Nanahuatli!», pensó. Subió y bajó la cabeza, agitó los brazos. Quiso volar, quería volar. Y como no pudo, lanzó un graznido apasionado en la soledad de su nido:
—¡Nanahuatli! —graznó—, ¡Nanahuatli!
El Brujo sabía que la princesa podía estar caminando al encuentro de la jauría. Hacía varios soles que había abandonado el nido, y podía haber avanzado lo suficiente.
Se levantó como si se impulsara con los codos. Caminó de ida y vuelta entre los dos árboles que demarcaban la Puerta de la Lechuza, sin dejar de sacudir su cuerpo. De pronto comenzó a restregar su espalda contra un tronco rugoso.
—¡Nanahuatli! —pidió.
Lastimándose sin pena, el Brujo se vengaba de sí mismo. No debió asustarla. Y menos hacerle daño con sus garras. Ni permitir que se marchara sola con la lluvia y la jauría cerca.
—No realizará dos veces su proeza —el Brujo se dejó caer, arrastrando la espalda herida por la corteza—. Nanahuatli no podrá hacerlo.
Pero entonces el Brujo pensó en sus ojos. Solamente ellos podrían ayudarlo.
—Ahijador —dijo—. Nanahuatli va camino al norte. Y la jauría viene hacia el sur. ¡Ayúdame a buscarla!
El Ahijador había cobijado con sus alas a esa mujer. Luego la había conducido por un rastro distinto al de los sideresios hasta dejarla a salvo en la Puerta de la Lechuza. Por eso, aunque el Brujo y el ave continuaban repudiándose y a menudo se encarnizaban tironeando hacia lados opuestos, el Ahijador aceptó realizar lo que el Brujo le pedía.
—Hace varias jornadas que ha partido —dijo el Brujo—. Y debe haber andado de prisa intentando avanzar antes de la lluvia.
Estará entre el Lago de las Mariposas y el Manzanero.
Pero aun ese trecho del cielo era demasiado vasto. Y el bosque, abajo, demasiado tupido. Rastrear ese territorio para hallar a una criatura humana significaba cruzarlo innumerables veces. Volar y descender, detenerse para otear desde la cima de un árbol, retomar el vuelo… Era improbable que el Ahijador pudiera realizar esa búsqueda por sí solo. Juntos, el tiempo y el bosque, resultan inabarcables.
El Ahijador entonces convocó a los halcones de las Maduinas. Durante días y durante noches el cielo cargado de Los Confines, desde el Lago de las Mariposas al Manzanero, se pobló de pájaros majestuosos que buscaban una princesa.
Sin embargo, transcurrían las jornadas sin que la mujer apareciese. El vuelo de la bandada iba corriéndose hacia el norte.
—No es posible que Nanahuatli haya recorrido tanta distancia —pensaba el Brujo Halcón.
Y como el Ahijador pensaba igual que él, comenzó a buscar de regreso al sur. Cruzó el cielo de este a oeste dibujando franjas estrechas; ascendió y descendió. El Brujo y el Ahijador miraban con los mismos ojos y solían ver cosas diferentes: —¡Aguarda! —gritaba el Brujo—. He visto algo.
El Ahijador regresaba al sitio que le indicaban:
—Es una colonia de tortugas grises que van a su refugio.
Retornaba a su vuelo.
—¿No viste como yo? —insistía el Brujo—. Vuelve al arroyo que acabas de cruzar; alguien andaba por la orilla.
El Ahijador volvía al arroyo:
—Es un puma bebiendo.
La lluvia estaba cerca. En medio de un bosque azotado de viento y oscurecido por la cercanía de una tempestad, la túnica de una mujer era invisible.
—La lluvia comienza —dijo el Ahijador—. Los halcones regresan a cuidar sus nidadas.
—Un poco más-suplicó el Brujo.
—Ya no es posible.
Tal como habían llegado, los halcones desaparecieron entre las nubes macizas que cubrían el cielo de Los Confines.
—También me marcho a las Maduinas —anunció el Ahijador.
Pero el Brujo Halcón pidió de nuevo:
—Ahijador, antes de marcharte ven a la Puerta de la Lechuza… Sus collares de pétalos deben estar colgados en las ramas y, quizás, alguna de sus túnicas. Deseo protegerlos para que la lluvia no los desarme y, sin tus ojos, no los hallaré a tiempo.
El Ahijador tomó rumbo a la Puerta de la Lechuza. No estaba demasiado lejos. En menos de media jornada haría el recorrido. Y como la búsqueda había terminado, podía volar tan rápido como lo deseara.
El Brujo Halcón esperaba acuclillado en su nido. Y aunque veía lo mismo que el Ahijador, vigilaba más. Cuando el Ahijador casi llegaba, el Brujo se sobresaltó y volvió a lo mismo:
—¡Espera, Ahijador! Regresa hasta ese enorme sauce que acabas de dejar atrás. Algo había allí demasiado quieto para ser fronda.
—Será una piedra.
—Es por última vez que te lo pido.
Giró en vuelo el Ahijador de Los Confines. Y allí donde el Brujo había visto quietud y él una piedra, estaba Nanahuatli doblada sobre sí misma.
La princesa no se había alejado demasiado de la Puerta de la Lechuza. En verdad se había dejado caer muy cerca del sitio donde halló a los enamorados. Y allí se había quedado con frío y con hambre, muriéndose de orgullo. El Ahijador la miró desde el cielo. El Brujo la miró desde su nido. «Estúpida mujer», pensaron ambos. Y el Brujo sonrió como un hombre feliz.
—Condúceme hasta ella.
Pero esta vez el Ahijador tomó otra decisión.
—Avanza apartándote de tu nido apenas hacia el oeste. La encontrarás pronto.
—Si vuelas hasta allí, podré verla —respondió el Brujo.
—No es una hembra emplumada, ¿para qué querrías verla? —y el Ahijador partió mirando el horizonte.
Frente a los ojos del Brujo había ahora un cielo tormentoso. Las primeras gotas sonaron en el bosque.
El Brujo Halcón avanzó en la dirección indicada, llamando a la princesa. Después de bastante andar oyó un quejido.
—¡Nanahuatli! —el Brujo se detuvo a escuchar y llamó otra vez— ¡Nanahuatli!
En el retumbe de la tormenta, volvió a oírse la voz fatigada de la princesa.
—¡Nanahuatli!
El Brujo sabía que ya estaba muy cerca:
—¡Nanahuatli!
Entonces, un cuerpo aterido se aferró al suyo con desesperación, y no quiso apartarse. Las garras del Halcón se enredaron en el cabello de Nanahuatli cuando el Brujo intentó una caricia.
La lluvia que se desmoronó sobre ellos ya no iba a detenerse hasta el final del invierno.
—Vamos —dijo el Halcón—. Haremos fuego cerca del nido.
Como se lo permitieron sus brazos tullidos, la ayudó a sostenerse en pie. Y la condujo a través del cielo.
Nanahuatli habló con dificultad, y demasiado bajo.
—¿Qué sucede? —le preguntó el Brujo.
—Thungür-decía la princesa.
Y siguió diciendo: «Thungür, ¿dónde estás?»