Sucedía algunas veces que los pescadores de río se cansaban de sostener el arpón aguardando peces de buena carne. Y se acostaban a dormitar en sus balsas de tronco, en espera de una ocasión más provechosa.
Los pescadores de las aldeas de Los Confines amarraban sus balsas a un árbol o a una roca cercana a la orilla para evitar que la corriente los arrastrara. Y allí permanecían, horas o días, procurando el alimento que nunca había vuelto a ser tan abundante como en los tiempos de antes de la guerra. Ni sustancioso como entonces, ni grato.
Y así le ocurrió a un pescador de Hierbas Dulces, una de las aldeas cercanas al límite con el desierto. Cansado el pescador de río de esperar en vano una presa, mojó su cabeza y su torso con agua fresca del Nubloso y se tendió a dormir en su balsa. La balsa estaba sujeta con una cuerda que le daba tres vueltas a un árbol. Y se ladeaba con la corriente justo lo necesario para apaciguar el desánimo del hombre que, después de un largo acecho, continuaba con la bolsa vacía.
El cielo de Los Confines estaba deslucido, pero eso no preocupó al pescador. Sabía que llegando la temporada de lluvia, y un poco antes de que aparecieran las nubes que cargaban agua para todo un invierno, el aire se ponía grueso y opacaba el cielo que veían los ojos. El pescador de Hierbas Dulces se durmió pensando que tenía muy poco pescado seco para intercambiar ese año en la fiesta de despedir al sol.
El pescador se durmió, y muchos animales negros aparecieron en la orilla. Llegaron en silencio y se detuvieron junto al agua mirando al hombre que soñaba. Eran dos, tres, cuatro… Eran cinco, siete, doce… Eran trece y más bestias que ya poco se parecían a los perros que habían sido cuando Drimus aún andaba con ellos. Porque después de alimentarse del jorobado, la jauría había crecido en ferocidad y en tamaño.
Guiados por su olfato, y por el mago que llevaban dentro, los perros bajaron a través del desierto y atravesaron el Pantanoso para devorar la ansiada carne de Dulkancellin, renovada en las criaturas de Los Confines.
Los animales negros vadearon el río en su desembocadura. Luego caminaron, se arrastraron, corrieron con sus sombras atrás y adelante; siempre hacia el sur.
Las primeras aldeas en el camino de la jauría estaban abandonadas. Por decisión del consejo de ancianos, sus habitantes se habían marchado hacia el extremo sur del territorio.
«Achicaremos la tierra para cuidarnos mejor unos a otros», dijeron los ancianos.
Todos estuvieron de acuerdo. De ese modo sería más simple repartir el alimento y cuidar a los enfermos. También sería bueno tener vecinos con quienes reunirse en las noches a tocar música de flauta y danzar con pasos de perdiz.
Por esa causa, las bestias negras no hallaron criaturas humanas durante mucho tiempo.
Aquel atardecer cercano al invierno, la jauría llegó a las orillas del Nubloso en la zona más alta del río, un poco al este de Hierbas Dulces. En su barca sobre el Nubloso dormía un pescador, y soñaba que tenía suficiente pescado seco para cambiar por harina.
Las bestias se adentraron en el agua. Eran dos, tres, cinco… Eran trece y más cabezas negras que avanzaron en completo silencio hacia la balsa de troncos que se mecía con la corriente.
El cielo le habló al río.
—Estoy mirando este dolor que va a ocurrir en ti mismo.
—Dolido yo dos veces —respondió el río— porque tengo mi dolor y el reflejo del tuyo.
Entonces habló la tierra:
—Río, los huesos del pescador me pertenecen. Entrégamelos, que les haré un cobijo donde puedan seguir soñando.
—Si oculto las estrellas será más fácil —creyó el cielo—, puesto que el hombre no verá lo que ocurre.
Y ocultó las estrellas.
—Silenciaré a los grillos para que no se sienta música alguna mientras dure la muerte —dijo la tierra.
Y silenció a los grillos.
—Lloraré para acompañarlo —dijo el río.
Y su llanto fue rojo.
Entonces, un hilo de sangre se adelantó a la corriente, y anduvo serpenteando de agua en agua. La sangre quería encontrar a Tres Rostros para contarle que la jauría negra ya estaba en el Nubloso.
Tres Rostros dormía en un lago. A través de su cuerpo se veían los diminutos peces de colores que pasaban nadando; porque el Brujo podía parecerse al agua tanto como quisiera. Cuando el hilo de sangre lo encontró se estiró a su alrededor siguiéndole el contorno. Apenas un extremo se unió al otro, Tres Rostros abrió los ojos y escuchó atentamente.
—Hasta recién fui pescador de río —contó la sangre—. Dormía yo en mi balsa, cansado de esperar la pesca que no llegaba. Y estaba soñando… En mi sueño había una buena provisión de pescado seco para intercambiar en la fiesta de despedir al sol.
Entonces me despertó el silencio. Vi que las estrellas habían abandonado el cielo nocturno, no escuché el canto de los grillos. Por estas cosas supe que algo muy malo estaba a punto de ocurrir. Cuando quise incorporarme, sentí respiraciones cerca, y el roce de pelajes mojados. Después sentí dolores en toda mi carne; dolores que no puedo repetir en palabras. Oí también el llanto del Nubloso, y alcancé a comprender que lloraba por mí. Ahora que sólo soy un hilo de sangre, pienso que mis dos hijos varones se han ido a la guerra. Y pienso que mi esposa es demasiado anciana para salir de pesca…
¿Cuidarás de ella, hermano brujo?
Cuando la sangre terminó de hablar se deshizo en el agua. Tres Rostros entonces tomó la consistencia necesaria para salir del lago y andar por la tierra. Si el pescador no había alcanzado a comprender lo sucedido, él sí lo entendía con claridad.
Era la jauría negra que ya estaba cerca.
«Debo ir hasta la cueva de Kupuka», decidió Tres Rostros.
Al principio caminó con dificultad porque sus piernas no habían recobrado solidez suficiente. Mientras llegaba el momento de andar más de prisa, el Brujo repasó los hechos que iba a contarle a su hermano. De pronto, como para quitarse recuerdos, Tres Rostros sacudió la cabeza y salpicó agua a su alrededor.
Por esos días, Kupuka andaba alejado de las aldeas. Casi nadie lograba verlo; y apenas de tanto en tanto bajaba hasta el Valle de los Antepasados. Allí se acostaba boca abajo y con los brazos extendidos en el sitio donde estaba enterrada la vasija de Vieja Kush. ¿Y quién podía saber las cosas que el Brujo y su vieja amiga se decían?
Sin embargo, Kupuka pasaba la mayor parte del tiempo en las cercanías de su cueva. Ahí fue donde lo halló Tres Rostros, apagando una fogata en la que había asado su comida. El cabello, enredado de viento y polvo, se separaba en mechones rígidos y tan largos que, cuando el Brujo estaba sentado, se doblaban contra el suelo.
Tres Rostros llegó, y luego de saludarlo se sentó en una saliente de roca frente a él.
Desde el momento en que oyó el relato que le contó la sangre, Tres Rostros mantenía su mueca triste. Y en presencia de su hermano más amado y antiguo, la tristeza se le acentuó. Kupuka era ya casi irreconocible.
Con la melena polvorienta, su manto de siempre oscurecido por la humedad, los pies enlodados y los ojos inmóviles, cualquiera hubiese podido pasar junto a él sin distinguirlo de la tierra.
Tres Rostros le narró todo cuanto la sangre del pescador le había dicho. Después se quedó esperando una respuesta.
Kupuka estuvo pensando largamente para asegurarse de que iba a mostrarle a Tres Rostros el mejor camino para enfrentar a la jauría de Drimus.
—Deberá ser uno que, lo mismo que ellos, entienda con las tripas. Uno que se mueva por sus dientes y viva con la boca llena de saliva. Para enfrentar a la jauría negra necesitamos al más feroz de nosotros…
—¡El Masticador! —dijo Tres Rostros—. Quieres que le encomiende esta tarea al Masticador.
Kupuka asintió levemente. Parecía cansado a pesar de lo poco que había dicho. Lentamente, comenzó a descender por la ladera rocosa. Tres Rostros fue tras él, deseoso de preguntarle muchas otras cosas. Pero Kupuka lo interrumpió con un gesto. Y con su cayado trazó una línea en la tierra. Aquello significaba: Vete, hermano mío. Confía en lo que te dije, y déjame solo.
Tres Rostros besó la cabeza reseca del anciano. Y se marchó siguiendo el trazo que Kupuka había dibujado.
Al final de la línea, muy lejos ya de la cueva, Tres Rostros halló una choza de cañas. Una mujer se asomó al oír los pasos que se acercaban.
—Eres tú, Tres Rostros —dijo la mujer.
—Y eso no parece alegrarte.
—Perdóname, hermano Brujo. Pero aguardo a mi esposo… Es pescador de río y hace varios soles debería haber vuelto.
—¿Tienes hijos? —preguntó el Brujo.
—Tengo dos y valientes. Ellos están con Thungür peleando la guerra.
Tres Rostros ya no tuvo dudas.
—He visto a tu esposo —y agregó—. He visto y hablado con la sangre de tu esposo.
Enseguida le contó a la mujer lo que había sucedido en el Nubloso.
—Ahora llorarás —dijo Tres Rostros—. Y nada debo hacer yo por impedirlo. Llora a tu buen esposo. Pero continúa viviendo, y espera a tus hijos que un día del sol regresarán victoriosos. Cuando tu cuerpo se canse de llorar, sentirás hambre. Pero no temas, te traeré pescado. Lo secarás y luego, en el Valle de los Antepasados, vas a cambiarlo por harina y miel.
El Brujo que tenía la condición del agua continuó caminando. Debía encontrar pronto al Masticador para hacerle saber la tarea que Kupuka le había encomendado. Sabía que tendría que andar mucho porque el Masticador cambiaba a menudo de paradero. O se ocultaba, con el afán de que nadie lo importunase durante sus largos sopores.
«Después buscaré un río torrentoso de montaña», se prometió Tres Rostros.
Era para llorar, y que el agua lo disimulara.