Casi un pájaro, casi una princesa

De tanto tener los brazos encogidos a los costados del pecho, la posición se le hizo indispensable. Al principio, el lugar del rozamiemto fue doloroso. La carne se inflamó y se cubrió de llagas. Cuando las llagas se rompieron, el sudor ardió en las quemaduras. Luego las heridas sanaron lentamente. El Brujo ya casi no estiraba los brazos. El Halcón se había ganado las alas.

Era un ave absurda, un pájaro sin cielo, una criatura repartida entre dos mundos: estaba aquí y veía allá, atravesaba en vuelo el continente y seguía encorvado en su nido de tierra.

Nanahuatli había abandonado la casa de Kuy-Kuyén. Y después de perder el camino y reencontrarlo, llegó a la Puerta de la Lechuza un atardecer frío y oscuro, cuando la temporada de lluvias estaba cerca.

—¿Qué haces aquí, mujer? —graznó el Brujo.

Nanahuatli corrió hacia él y se arrodilló para abrazarlo.

—Te he extrañado, Halcón —decía. Y besaba la cabeza arisca que peleaba por librarse de sus besos.

—Respóndeme… ¿Qué estás haciendo aquí?

Nanahuatli se apartó riendo:

—No puedo entender lo que dices.

El Brujo Halcón intentó desandar el largo aprendizaje del graznido. Y aunque lo logró mal y apenas, fue suficiente para que la mujer lo entendiera.

—¿Por qué abandonaste la casa donde te cuidaron y te amaron?

—Cucub no quiso llevarme con él —respondió Nanahuatli.

—Y entonces tú te enfureciste y te marchaste sin dar aviso —adivinó el Brujo.

—Así es… —aceptó la mujer—. Si debo esperar a Thungür, lo haré en el mejor sitio.

—¿Y ese sitio es éste?

El Brujo Halcón comprendió que él no contaba en la decisión de Nanahuatli.

—¡Claro que es éste! Sólo tú puedes darme noticias precisas sobre Thungür —Nanahuatli se atrevía a decirle al Halcón lo que no le había confesado ni siquiera a Kuy-Kuyén—. Sólo una vez volví a tocarlo desde las noches del cañaveral. Y eso ocurrió gracias a ti, en la copa de un enorme árbol.

Pero el Brujo regresó al problema:

—No puedes permanecer aquí. Ya está cerca la temporada de lluvias.

—He pasado por una —respondió Nanahuatli.

—Entonces, estabas a resguardo en un buen hogar.

—Ahora mi buen hogar será tu nido.

El Brujo Halcón se movió intranquilo. Debía lograr que esa mujer regresara a casa de Kuy-Kuyén; pero tal vez no quería hacerlo.

—Además —continuó—, hace ya mucho tiempo que no veo al ejército. Y tampoco a su jefe. Ellos cruzaron la Mansa Lalafke, están ocultos en territorio de la Comarca Aislada. No llega tan lejos el Ahijador.

—Llegará si se lo pides.

—Llegaremos si es necesario. Lo haremos cuando lo exija la guerra… ¡La guerra, Nanahuatli, y no tu capricho!

En la Puerta de la Lechuza oscurecía antes que en el resto del bosque.

—El Ahijador sobrevoló una vez la casa de Kush —cuando el Brujo decía Kush era porque estaba hablando con la última voz de Piukemán—. En esa ocasión te vi jugando con los niños, y parecías feliz. Nanahuatli quería olvidar la casa de madera en la que había vivido, esperando el momento de partir al encuentro de Thungür.

—¿Y qué estás viendo ahora? —preguntó la mujer, quitando del cabello del Brujo briznas y hojas secas.

—Tú no conseguirás alejarme del asunto.

—Y tú no conseguirás alejarme de aquí —Nanahuatli tironeaba de una ramita que no quería salir del cabello enredado del Brujo—. Esta ramita se queda contigo, lo mismo que yo.

Otra vez esa mujer le había ganado. El Brujo buscó el modo más áspero de ceder.

—¡Te construirás tu propio nido! —graznó.

Después se quedaron en silencio, uno junto al otro, escuchando el inicio de la noche. En un rato estaban dormidos.

Mientras tanto, el Ahijador volaba sobre el bosque. Y todo cuanto él veía, el Brujo Halcón lo soñaba.

El Ahijador veía frondas, y el Halcón las veía; el Ahijador vio guarecerse a los animales diurnos y salir a los animales de la noche, y el Halcón lo vio igual. El Ahijador vio a una mujer andando sola por senderos difíciles, y entonces el Brujo Halcón se despertó sobresaltado.

—¿Qué ocurre? —preguntó Nanahuatli, que despertó a causa del movimiento brusco.

—La Destrenzada —murmuró el Halcón—. Ahí va la Destrenzada…

Nanahuatli, igual que todos en Los Confines, había oído sobre ella. Cucub y Kuy-Kuyén la mencionaban a menudo, y los niños siempre pedían que repitieran lo nuevo que se sabía acerca de la extraña presencia que andaba por las noches del bosque.

Ese mismo año del sol, unos cazadores la habían visto por primera vez. Ellos contaron que se trataba de una joven mujer, tan delgada como una niña, que tenía en su cabellera las marcas de unas trenzas recién desatadas.

—La pobre Destrenzada anda por el bosque de aquí para allá, sin un sentido —solía decir la gente—. Y andar sin sentido por las noches del bosque es cosa de los que están locos o de los que están muertos.

—Ni una cosa ni la otra —dijo el Halcón—. Ella no está loca ni está muerta.

Nanahuatli se interesó tanto por ese comentario que se incorporó completamente.

—¡Cuéntame! —pidió—. ¿Qué sabes de la Destrenzada?

—La veo cuando el Ahijador recorre estos lados del bosque.

—¿La estás viendo ahora mismo?

—La estoy viendo.

—¿Y qué hace? —siguió preguntando Nanahuatli.

—Lo de siempre —respondió el Brujo Halcón—. Busca a su amado.

Entonces, los sentimientos de Nanahuatli se confundieron.

La que amaba, sintió ternura. La que había recorrido el continente, se irritó y se puso desafiante; quizás porque pretendía sólo para ella las proezas de amor.

—Ya se han encontrado. Puedo verla con nitidez porque los ojos del hombre la iluminan —dijo el Halcón. Y agregó— Sonríe… Siempre la sonrisa le resultó simple.

Las últimas palabras revelaron que el Brujo conocía el nombre de la Destrenzada. Nanahuatli dio por cierto que si el Halcón lo sabía, también ella debía saberlo.

—Dime quién es la Destrenzada. Tú lo sabes.

—No lo diré, Nanahuatli —respondió el Brujo.

La princesa insistió utilizando todos los tonos de su voz. Pero la respuesta del Brujo Halcón fue siempre la misma.

—Es inútil, Nanahuatli. Jamás te lo diré.

Entonces la furia de Nanahuatli fue más fuerte que todos sus modales. Tomó con las dos manos el rostro del Brujo Halcón y lo volvió hacia ella:

—¿Por qué la proteges tanto? ¿Quién es esa andrajosa mujer que pones por encima de mí?

Pegado al grito destemplado de la princesa, casi sin dejarla terminar de decir, el Brujo Halcón sacudió los brazos, alzó la cabeza en un graznido agudo y empujó a Nanahuatli, que cayó de espaldas en la tierra. Pálida de miedo, ella vio sobre sí el rostro del pájaro deformado por la ira, y sintió las garras clavadas en sus brazos.

—¡Encuentra tu límite! ¡Encuentra el límite de tu vanidad y de tu ingratitud! ¡Hazlo, mujer, o márchate ahora mismo y para siempre!

Después de aquello el silencio del bosque pareció más profundo. El Halcón se separó con lentitud de la princesa y regresó a su sitio.

Apenas estuvo libre, Nanahuatli se puso de pie tiritando. Vaciló un momento mirando el sendero por donde había llegado.

—Me marcho en busca de Thungür —dijo con voz mordida—. Ya no tendrán que cuidar de mí, ni yo tendré que agradecerles a cada paso la protección que me dispensan.

Sin vacilaciones, la princesa se alejó dispuesta a desandar el continente; tanto como una vez lo había estado. Sólo que ahora debería hacerlo bajo la lluvia torrencial de Los Confines.