Gente de Los Confines

Cucub estaba sentado bajo el nogal que crecía a mitad de camino entre la casa y el bosque, trabajando sobre un trozo de madera blanca. A un lado tenía las piezas terminadas.

Como vio acercarse a Kuy-Kuyén se quitó el manto que llevaba puesto y cubrió todo, aun la madera que tallaba. Faltaban pocos soles para que Kuy-Kuyén tuviera a su séptimo hijo; por esa causa caminaba lentamente y sonreía grande.

—No vas a persuadirme con la sonrisa que traes puesta —dijo Cucub—. Les advertí que no verán esto sino hasta mañana.

—No he venido a espiar lo que haces —respondió su esposa. Y le tendió la mano para pedirle que la ayudara a sentarse a su lado.

—Si vienes a visitarme, debo decirte que no es el mejor momento —Cucub se apretaba los dedos entumecidos—. Quedan pocas horas de luz y quiero terminar mi trabajo.

—Nanahuatli está llorando —dijo Kuy-Kuyén.

Cucub no respondió, pero su rostro delató el disgusto que aquella situación le ocasionaba. Sin embargo, Kuy-Kuyén se animó a ir un poco más lejos.

—¿No hay modo de que la lleves contigo?

—Déjame que sea yo el que pregunte —pidió Cucub—. ¿No te expliqué con claridad las causas que tengo para negarme a su pedido?

—Lo explicaste bien —admitió Kuy-Kuyén—. Lo explicaste muy bien. Pero si vuelves a pensarlo, tal vez…

—¡No! —el rostro de Cucub se veía serio—. Si vuelvo a pensarlo, seguiré diciendo no. Y si el llanto de Nanahuatli es tan copioso que se confunde con la temporada de lluvias, seguiré diciendo que no. Tú puedes pasar toda la noche tratando de convencerme, y yo diré no, no y no. ¿Lo puedes entender?

Raras veces Cucub abandonaba el juego y, mucho menos, perdía la calma. Kuy-Kuyén sabía que, cuando eso pasaba, era porque algo lo estaba forzando a ir contra su natural ternura.

—Discúlpame —le dijo.

Pero los enojos de Cucub, lo mismo que su dueño, se reían de sí mismos.

—¡Ya ves que ni la ira destruye el buen decir de un zitzahay! ¿Cuántos enojos hablan de llantos como de lluvias copiosas?

Un husihuilke sólo te hubiese dicho: No, mujer.

Cerca de una nueva temporada de lluvias, la segunda desde su regreso, Cucub preparaba su partida. Durante ese tiempo muchas cosas habían sucedido. Y aunque el ejército de Misáianes estaba lejos en el territorio, no lo estaban sus males.

En Los Confines nada guardaba su sitio: ni el cielo, ni los zapallos.

Aquel tiempo fue, para el pueblo husihuilke, una brumosa espera tras la cual se veían los contornos de mayores males. Los guerreros no habían regresado. Los Brujos de la Tierra permanecían desparramados y ocupados en sus prodigiosos asuntos.

La Destrenzada recorría las noches del bosque sin que nadie supiera quién era, o qué buscaba. Las bestias negras ya habían atravesado el Pantanoso, y merodeaban las aldeas del norte.

Mientras tanto, Nanahuatli estuvo esperando; segura de que Cucub la llevaría consigo cuando tuviera que regresar junto al ejército. Pero llegado el momento, el zitzahay dijo que no.

—No puedo llevarte conmigo, Nanahuatli. Thungür me manda llamar y ordena que cabalgue más rápido que el viento. No sé lo que sucede, pero debo obedecer. Piensa que no me es posible esperar el nacimiento de mi hijo. ¡Mucho menos cargarte en tan arduo camino!

—No te demoraré. Pesaré menos que tu odre de agua.

La princesa mantenía corta una mitad de su cabellera; la trenza que le había enviado a Thungür no volvería a crecer sino hasta que estuviesen juntos.

—¡Me demorarás! Lo harías aun cuando lo que dices sea cierto. Entiende esto, Nanahuatli, tan grande es mi urgencia que no puedo cargar dos odres. Tengo muchos encargos que realizar antes de llegar con el ejército, y tu presencia me estorbaría.

Cucub se alejaba cuando oyó el murmullo furioso de la mujer:

—Princesa, tendrás tu noble ira como consuelo —respondió Cucub sin darse vuelta.

Días atrás, Tres Rostros lo había convocado hasta la orilla del agua. Y allí, metido en la corriente, casi desdibujado, el Brujo le comunicó a Cucub la orden que Thungür había enviado. Y nada en el mundo le impediría cumplirla. El zitzahay sabía que era inútil intentar que Nanahuatli aceptara lo que aceptaban muchas mujeres en Los Confines: aguardar a un guerrero que más se esforzaría en pelear que en volver.

Esa misma noche, Cucub se revolvía inquieto al lado de su esposa.

—Son sus sollozos —dijo Kuy-Kuyén.

—¡Claro que son sus sollozos! —se quejó Cucub— ¿Quién puede dormir escuchándolos?

El silencio de alrededor tampoco era el de antes. No era silencio del bosque descansando, sino del bosque alerta.

—Kuy-Kuyén —llamó su esposo—. ¿Volverás a ganar este año el derecho de la lluvia?

—Es posible —sonrió ella.

Desde la muerte de Vieja Kush había sido Kuy-Kuyén quien, cada año, había escuchado caer la lluvia antes que nadie en la casa.

—Me gustaría estar aquí para verte danzar con los niños.

Todavía no comenzaba el amanecer, pero la familia ya estaba en pie y reunida junto al fuego para despedir a Cucub. Todos, con excepción de Nanahuatli, ocupaban su lugar en el círculo y bebían agua de menta.

Se acercaba la hora de partir. Cucub se levantó para buscar la sorpresa en la que había trabajado y que continuaba envuelta en su manto.

Con los ademanes lentos y exagerados de mostrar maravillas, Cucub fue abriendo uno a uno los extremos del manto. En el centro, había una confusión de maderas superpuestas que a la escasa luz del aceite no se distinguían en absoluto. El zitzahay tomó uno de aquellos objetos y lo colocó frente a la lámpara. Ante todos apareció un rostro de madera.

—Máscaras —dijo Cucub.

Eran rostros tallados con facciones irregulares. Sobre los ojos ahuecados, Cucub había colocado gruesas cejas de pelo de ardilla.

El zitzahay las fue mostrando una a una, siempre colocándolas frente a la lumbre, de manera que detrás de los orificios calados para los ojos y la boca se viera la luz del fuego.

Había seis máscaras para los niños, una para Kuy-Kuyén, otra para Wilkilén. Y una muy pequeña para el que pronto nacería.

—Ésta es para Nanahuatli —le dijo Cucub a Kuy-Kuyén—. Se la darás cuando deje de llorar.

Los niños y Wilkilén sostenían las máscaras contra sus rostros, y se asustaban entre sí.

—No es así… No es para eso —dijo Cucub. Y las máscaras descendieron asombradas.

—No son para el juego.

La familia se quedó esperando.

—Deben guardarlas —continuó Cucub—. Cada quien la suya, y hasta mi regreso.

—¿Y para qué guardamos y no jugamos con estas caras que nos diste? —Wilkilén hablaba por todos los niños.

—Verán… —Cucub era el mejor disimulador de tristezas—. Si un día viene a nuestra casa la enfermedad preguntando por alguno de ustedes, ése que ella nombró correrá a ponerse su máscara para que la enfermedad no pueda reconocerlo.

Los niños se rieron. Y Kuy-Kuyén entendió otra vez por qué amaba a ese hombre.

—Tomemos, por ejemplo, a Kutral… —Cucub comenzó a representar a un personaje de feo aspecto—. Aparece por aquí la enfermedad, y pregunta por él. Todos los demás responden que no saben dónde está. Y entonces, ¡cuidado!, ella los mira con detenimiento. Pero Kutral lleva puesta su máscara. Entonces, la enfermedad no puede reconocerlo. Se tira del cabello, se muerde las manos. Pero, por fin, se marcha sin nadie.

—¿Y si viene a buscarnos la jauría negra? —preguntó Shampalwe, su hija mayor.

Cucub ensanchó la sonrisa para no perderla.

—La jauría negra no llegará a Paso de los Remolinos —y agregó para sí—. Es por eso que debo irme ahora mismo.

Kuy-Kuyén lo acompañó hasta el nogal, el sitio donde se habían despedido muchas veces. Y donde muchas veces se habían reencontrado. Amanecía. Cucub abrazó a su esposa, y amaneció dos veces.

—Kuy-Kuyén… —dijo acariciándole el rostro—. La que no se fatiga de dar a luz.

—Debo pedirte algo —Kuy-Kuyén pensó que mejor era pedir qué llorar—. Cuando encuentres a Thungür, háblale del amor de Nanahuatli.

—Y a ti, ¿quién te hablará de mi amor?

Cucub taconeó a Fuego Negro. El animal relinchó y empezó a alejarse.

—¡Canta tu canción! —gritó Kuy-Kuyén cuando Cucub llegaba al bosque.

«Sí y no. Así son nuestras canciones… Las palabras no cambian, pero cambia el modo de ordenarlas. Nos gusta que sean así porque de ese modo nos acompañan cuando estamos tristes y también cuando estamos alegres, en los días sin sol y en las noches sin luna. Cuando volvemos y cuando partimos.»