Es deber afirmar, para ayudar al justo entendimiento de estos hechos, que en aquellos tiempos y lugares los sueños de las criaturas tenían la consistencia de la vigilia. Y cada sueño era un camino, como cualquier otro de tierra, por donde iban y venían preguntas, mensajes, señales y órdenes. Será bueno recordar que los sueños de entonces poseían anchura y extensión, duración y profundidad como cualquier bosque.
Al regreso de su viaje a Beleram, Molitzmós buscó a su esposa Acila para celebrar con ella la ganancia de su misión.
—Imagina el estupor de los sideresios cuando nos vieron lograr, con una sola incursión a la selva, lo que jamás lograron ellos.
El Señor del Sol se exaltó narrando la desolación de Bor.
—Primero envié a decirle que proteger su vida a costa de la vida de su aldea era obrar contra el Aire Libre. Y él lo creyó.
Más tarde, cuando ya era mi prisionero, le dije que había obrado como gente del Recinto creyendo que su sola vida valía por la de toda su gente. Y también lo creyó. ¡Ve, Acila, cómo toda cosa bien dicha se parece a la verdad! Ésa es una virtud que Misáianes apreciará sobre cualquier otra.
Acila se mostraba entusiasmada por el relato, pero al mismo tiempo deseosa de interrumpirlo. Molitzmós observó su impaciencia:
—¿Por qué estás retorciéndote las manos? —le preguntó—. Creí que disfrutarías escuchando los pormenores del viaje hacia el cual me impulsaste.
Acila iba a disfrutar oyendo ese relato luego de ponerlo al tanto de las novedades.
—¿Novedades…? ¿De qué novedades hablas?
El viaje hasta Beleram, los días pasados en la selva, su permanencia en la Casa de las Estrellas en procura de afianzar su autoridad ante los sideresios, más el viaje de regreso acabaron siendo una ausencia de muchos soles.
—No tienes que decirme eso, Acila. Lo sé mejor que nadie.
Lo que Molitzmós no sabía era que, apenas antes de su llegada, el palacio de mando se había sobresaltado con noticias que exaltaron a los sideresios y les devolvieron su habitual insolencia, si en algo la habían perdido.
—¿Cuál es el asunto? —preguntó Molitzmós.
—Barcos —le dijo Acila.
Muchos barcos llegaban por el Yentru. Lengua Demorada dijo estar segura de que en esa flota viajaba el destino que el Amo había dispuesto para Molitzmós.
—También yo estoy seguro de eso —por vez primera, desde que la había desposado, el príncipe deseó abrazar a Acila. Pero no supo hacerlo.
Molitzmós y Acila esperaron juntos. Y en los últimos días del invierno supieron que la flota de los sideresios ya navegaba cerca de los muelles.
Molitzmós quiso ir a recibirlos. Pero de nuevo fue su esposa quien le hizo comprender cuál era su lugar de gobernante.
Molitzmós del Sol no podía bajar al puerto…
Los mandos sideresios debían conducir hasta su trono a quien detentara el mayor rango de la comitiva.
Y ése era Flauro, primer jefe de armas de toda la flota, sin nadie por encima de él. Porque no había magos en ese viaje, no había Doctrinador.
Flauro se dirigió a Molitzmós con parquedad, aunque sin desprecio.
—Molitzmós del Sol —dijo—: He traído conmigo una pócima que deberás beber. Es orden de Misáianes que se haga de inmediato. La beberás y dormirás durante días. Ordena el Amo Eterno que te dejes ir por el sueño porque ese camino te conducirá hacia sus deseos.
Esa misma noche, las habitaciones del príncipe estaban dispuestas. Molitzmós, recostado en almohadones, se mostraba sereno. No era la primera vez que pondría su cuerpo al servicio de su promesa. Ya en la primera guerra del Venado contra las fuerzas de Misáianes, los dormitivos le facilitaron el mantenimiento de su estrategia y la prolongación del engaño que había tramado.
De un lado de su cama estaba Acila; del otro estaba Flauro ofreciéndole un pequeño recipiente de cristal tallado.
Molitzmós del Sol recibió la botella que contenía un sorbo límpido y una hebra plateada.
Acila le tomó con firmeza la otra mano. Molitzmós llevó hacia atrás su cabeza, y bebió de un solo golpe. Luego le devolvió a Flauro la botella vacía, y se reclinó a esperar su suerte.
—Por favor —dijo mirando a Lengua Demorada—, recuerda para mí algún antiguo poema.
Acila escogió uno que contaba sobre el lejano nacimiento del Kúkul, pájaro sagrado de alas verdeazules. Sin embargo, no alcanzó a terminarlo. Flauro y Acila se miraron por sobre el hombre dormido:
—Ahora, dejémoslo —dijo el capitán de Misáianes—. Dormirá durante mucho tiempo.
Pero el poco y el mucho transcurren y acaban. El poco encuentra su fin, y también lo encuentra el mucho.
Mientras duró el sueño de Molitzmós, Flauro se enseñoreó del palacio y de la ciudad. Tomó decisiones y modificó lo que estaba dispuesto. Los sideresios del País del Sol y de Beleram acataron su mando. Los soldados de Sol soportaron nuevas humillaciones en silencio.
Empezaba otro verano cuando Molitzmós despertó de su sueño. Lo primero que vio fue el rostro de Acila.
—Atravesé el Yentru —Molitzmós se movió agitado—. Era el Yentru…
Acila le pidió que esperara a despertar por completo para hablar sobre su sueño.
—¿Por qué lo llamas sueño, Acila? —preguntó el príncipe—. No soñé el Yentru; lo atravesé en una nave oscura y en compañía de unos pocos hombres. Aún recuerdo la desazón de mi estómago a causa del movimiento del mar.
Acila le respondió que la desazón de estómago también podía soñarse.
—Puede ser —aceptó Molitzmós—. Puede ser…
Entonces decidió hacer lo que su esposa le pedía. Posiblemente cuando terminara de despertar podría saber si había cruzado el mar. O si, en cambio, no había abandonado su lecho.
Después de un sopor prolongado, entrando y saliendo del sueño, Molitzmós despertó por completo. Para cuando eso ocurrió, había otra persona en la habitación además de Acila. Flauro estaba allí, deseoso también de escuchar lo que Molitzmós tenía para decirles.
—Si fue o no un sueño, eso ya no importa —comenzó diciendo Molitzmós.
Acila estuvo de acuerdo.
—Llegué a las costas de las Tierras Antiguas. Y durante todo el tiempo que estuve allí no cesó de atardecer… Atardecía y atardecía sin llegar nunca a ser noche plena.
Acila murmuró que eso se llamaba agonía del cielo. Flauro la miró con recelo. Y Molitzmós, demasiado absorto en sus recuerdos, no advirtió que acababa de revelarse entre Lengua Demorada y el capitán de Misáianes una rivalidad que luego sería decisiva.
—Eran las costas pantanosas de la Región de Léuster —continuó—. En ese lugar me aguardaban dos hombres montados y un animal bien guarnecido para mí. Comenzamos a avanzar hacia el este por un camino cubierto de escarcha que, durante largo trecho, siguió a un río —Molitzmós se corrigió—. No era un río, en verdad, sino un torrente de barro que descendía a borbotones por un cauce inclinado y profundo.
No recuerdo haber bebido o comido durante esa larga travesía. Tampoco nos detuvimos para dormir o descansar sino hasta llegar a un bosque. Había en él muchos árboles caídos, y otros que tenían su fronda rala y carcomida. Nadie me dijo el nombre de ese sitio; pero sé que era el Bosque de Púas, cercano al monte de Misáianes. Por fin, apareció el sitio hacia el cual me guiaban. Vi un muro de piedras negras y forma circular que traspusimos por un portal levadizo. Después cruzamos un puente tendido sobre una fosa llena de fuego, tan estrecho que no alcanzaba para dos hombres montados a la par. El puente acababa en un muro almenado y más alto que el anterior. En él ya no había portales, solamente grandes arcos bajos los cuales pasamos sin dificultad. Al fondo de un vasto emplazamiento desnudo, se erguía la imponente construcción que congrega a los Venerables del Recinto… Apenas la tuve ante los ojos, escuché un poderoso sonido de metal anunciando mi arribo.
Acila y Flauro esperaban por lo más importante.
—Ellos… —el Señor del Sol supo que sería difícil describir la grandiosidad que había conocido—. Los magos ocupaban sitiales dispuestos en gradas escalonadas. Y brillaban en sus vestiduras. Algunos se cubrían la cabeza con caperuzas; otros con cofias oscuras, tal como la que usaba Drimus. Todos me miraron y me conocieron. Pero solamente uno habló. Y ése se diferenciaba de los demás por ser el único que usaba un casco formado por arcos de metal del que colgaban, por detrás, dos pesadas cadenas.
Acila comenzaba a desanudar una pregunta. Su esposo adivinó lo que deseaba saber y se adelantó a responderle.
—No lo vi —dijo Molitzmós—. No vi a Misáianes. Ni siquiera pude oír el ladrido que a veces, dicen, arrastra el viento. Tan sólo reconocí a la distancia la silueta de los montes Nóferos, donde está su trono. Es una cadena escabrosa que corre de este a oeste. Más allá se extienden los mantos de hielo.
Acila parecía decepcionada. Molitzmós abandonó el lecho y caminó hasta un ventanal para mirar su reino.
—No vi al Amo —repitió—. Pero por voz de los magos del Recinto recibí su unción.
Molitzmós se volvió hacia quienes lo escuchaban. La evidente desconfianza de Flauro lo exasperó:
—Cuéntame lo que ha ocurrido en el palacio durante mi ausencia —su requerimiento sonó distraído.
Acila eligió contarle los cambios dispuestos por el capitán de Misáianes. En especial, las nuevas afrentas que habían recibido los soldados del Sol; cada vez más apartados de su dignidad.
Pero Molitzmós pasó por alto aquella noticia. Continuaba pensando en su viaje.
—Hay algo que no quise mencionar frente a Flauro —dijo.
Acila le preguntó a qué se refería.
—A un mago —respondió su esposo—. Un mago de ojos azules y largo cabello plateado que me miraba de un modo extraño.
—¿Odio? —preguntó Acila.
—No era odio. —Respondió Molitzmós.
Acila tardó para decir furia.
—No era furia.
Lengua Demorada demandó saber qué había en esos ojos para que Molitzmós los recordara entre todos los otros. Molitzmós la atrajo hacia sí:
—Sus ojos reflejaban los días venideros —respondió.
Entonces Acila preguntó cómo eran los días venideros que se reflejaban en los ojos de un mago de las Tierras Antiguas.
—No quise saberlo —dijo su esposo.
Quizás para olvidarse de los ojos azules que brillaban en la oscuridad de una caperuza de piel de cordero, buscó la frente de Acila. Buscó la línea esbelta de su nariz, y el contorno tartamudo de su boca.
En ese tiempo, los sueños de las criaturas tenían la consistencia de la vigilia. Y tenían duración y profundidad como cualquier mujer.