Piedras de humo, figuras de barro

Después de la victoria del desierto, el ejército del Venado se hizo invisible. Los guerreros de las Tierras Fértiles no pudieron hacer más que fortalecerse y permanecer ocupando la posición ganada contra el avance de los sideresios hacia el sur.

Pero casi un año del sol había pasado sin que los sideresios se movieran en el territorio.

Cada uno de estos días, Thungür lo aprovechó para el adiestramiento de sus hombres y el acrecentamiento del arsenal.

Los guerreros de las Tierras Fértiles sabían que la guerra regresaría pronto: más gruesa, en cuatro patas, enfurecida.

También sabían que eran la única valla entre Misáianes y la vida. Al Increado le bastaba dar un solo paso para tener un pie en su monte, otro pie en Los Confines, y su cabeza agujereando el cielo. Ellos, en cambio, tenían que cabalgar medio continente empujando el aire.

Aunque los Pastores no permanecieron junto al ejército tampoco se alejaron demasiado. Siguieron el rumbo de los guerreros a poca distancia y levantaron sus tiendas en las cercanías, como si tuviesen miedo de andar solos. Thungür les encomendó algunas misiones que ellos realizaron con prontitud. Pero aquel pueblo escuálido y abatido se iba de la tierra.

Fue entonces cuando los guerreros que Thungür había enviado a Los Confines regresaron cargados de provisiones.

Con ellos llegó el Padrecito del Paso y un grupo de jóvenes husihuilkes listos para la guerra.

Los jefes de guarnición les dieron, desde el comienzo, igual trato que a todos los demás guerreros. Sin embargo, hablaban acerca de ellos por las noches:

—Recuerda que nosotros aprendimos a guerrear frente a hombres de otros linajes… Las mismas armas de ambos lados, y la misma ley.

—No será así para ellos. Conocerán la batalla en un campo despiadado y desigual.

La llegada del Padrecito maravilló a los niños del pueblo de los Pastores que, a partir de entonces, caminaron en hilera detrás del Brujo. Imitaron sus ademanes y se treparon a sus espaldas. Por su parte, el Padrecito encontró tiempo para moldear con barro pequeñas figuras de animales que eran desconocidos en el desierto.

—Lamento que no tengamos árboles aquí —les decía—, porque entonces podría tejer arneses para ustedes. A los niños husihuilkes les gusta jugar con ellos.

La fabricación de polvo gris fue su primer cometido. Aquélla era la provisión más escasa; y sin la cual, las armas ganadas a los sideresios pronto serían inservibles.

El Brujo escarbó en las sutilezas del color, olfateó hasta el fondo y probó con la punta de la lengua. Todo lo que encontró en el polvo gris le era familiar y amigo, todo lo conocía de cerca.

—¡Todo está aquí, Thungür! —el Brujo gritaba a la distancia—. ¡Todo está aquí, a nuestro alcance!

—¿Qué quieres decirme, Padrecito? —preguntó el jefe husihuilke.

El Brujo respondió agitado:

—¡El polvo gris, Thungür! ¡Podremos hacerlo!

El husihuilke, que estaba curando los cascos de Hunde-la-Tarde, se irguió de inmediato.

—Salitre o, tal vez, ceniza de algas gigantes —el Padrecito levantaba tres dedos—. Salitre, carbón y, ¿sabes qué más? ¿Sabes qué más, Thungür? ¡Piedras de humo! ¡Las mismas que encienden nuestras ancianas en sus curaciones!

Thungür empezaba a sonreír.

—¿Dices salitre, carbón y piedras de humo?

Por la memoria del guerrero pasaron las piedras amarillas que Vieja Kush molía y quemaba, para sanarle algún dolor cuando era niño.

—Y piedras de humo —repitió el Brujo acompañando el recuerdo.

Luego, sin otro motivo que su entusiasmo, el Padrecito volvió a mostrar tres dedos:

—Salitre, carbón y piedras de humo. ¿Puedes creerlo?

Durante ese tiempo, Thungür había dispuesto que las fuerzas se reordenaran en divisiones menores, con un principal de guarnición al frente de cada una. De esta manera extendía el control sobre el territorio y tornaba confusos los datos que pudieran llegar a oídos del ejército de Misáianes. Además, eso le permitiría responder con agilidad ante un ataque sorpresivo de los sideresios.

Thungür galopó sin cansancio de un campamento a otro. Exigió siempre mayor esfuerzo en el adiestramiento, y fue riguroso en los mandatos del honor. Sin embargo, cuando escaseó el alimento, Thungür comió una ración menor que la de sus hombres. Se desveló con los centinelas contando historias junto al fuego, visitó a los enfermos y, en las noches del desierto, se cubrió con un manto de cuero tan raído como cualquier otro.

Thungür y sus principales coincidían en la necesidad de avanzar sobre el territorio antes de la llegada del siguiente invierno. Determinaron, entonces, abandonar el desierto y cruzar la bahía que los separaba de la Comarca Aislada; porque permanecer detenidos y ocultos en aquel sitio hubiese sido un grave desacierto.

Beleram era, por ese entonces, la estrategia posible para el ejército del Venado. La reconquista de aquella ciudad, aun siendo dificultosa, parecía la única posibilidad de avance.

Había que llegar a la Comarca Aislada, y los hombres pensaban en el mejor modo de hacerlo.

Los dos barcos que habían obtenido en la última batalla contra los sideresios continuaban encallados y solos. Ambas naves estaban muy averiadas. Los guerreros sacaron lo que podía resultarles útil, y luego dejaron de mirarlas.

—Aún así podemos hacer algo para que nos crucen al otro lado de la bahía. Las aguas allí son mansas y el trayecto es corto.

De todos modos, será preferible realizar más viajes con menor carga, y revisarlas en cada orilla. Comprende, Thungür, que nos evitaremos un extenso y penoso rodeo por tierra.

Ni los zitzahay ni los husihuilkes eran hombres de mar. No amaban esas naves. Pero era imposible negarse a entender las razones del Padrecito.

—Toma los hombres que necesites —aceptó Thungür—. Utilizaremos los barcos para atravesar la bahía.

El Padrecito había llegado al desierto por decisión de los Brujos de la Tierra.

«Es tuya la parte de estar junto al ejército. Allí harán falta tu virtud de inventar y tu pasión por enmendar y construir.»

Y una vez más, lo que parecía insignificante se hizo inmenso.

Muy pronto las dos naves iniciaron sus viajes de costa a costa cargadas de hombres, animales y pertrechos.

Los zitzahay, que conocían el territorio, señalaron a Umag del Gran Manantial como un lugar propicio para establecer los primeros campamentos.

Cerca ya de su partida, Thungür reunió a los Pastores:

—Aquí nos separamos —anunció—. No podemos llevar con nosotros niños y mujeres. Y tampoco a los hombres que quedan para cuidar de ellos. Nos perdimos y nos encontramos, les debemos la muerte y les debemos la vida. Si nuestro continente vuelve a ser libre, nos llamaremos hermanos y comeremos del mismo pan.

Las naves partieron llevándose consigo los últimos guerreros. En la orilla, los niños del desierto arrojaban al aire puñados de arena para decir adiós.