La luna en los códices

No era barro cocido y trabajado a punzón; de nuevo no lo era. No era cierto que Bor tuviese su vasija terminada. Tenía, eso sí, mucho que andar por dentro de sí mismo.

El Supremo Astrónomo estaba prisionero en el observatorio de Zabralkán con órdenes precisas por cumplir.

Un soldado sideresio abrió la puerta y arrojó un fardo con todas las hojas de cortezas que habían logrado hallar en la Casa de las Estrellas, además de cueros delgados y trozos de tela basta. Antes de eso le habían traído cinceles y tinta de carbón.

El mandato de Molitzmós era claro: Bor debía reproducir los códices sagrados que Drimus había puesto a arder. Con ese fin permanecería en el observatorio porque ése era un sitio privilegiado para la contemplación del movimiento de los astros. Además, debía ser provisto de los instrumentos necesarios. El resto lo harían su singular conocimiento y su memoria.

—El jorobado se equivocó ese día —le había dicho Molitzmós—. La desaparición del pueblo zitzahay y sus astrónomos lo enfureció de tal modo que cometió un error inmenso. Drimus destruyó el conocimiento resguardado en los códices. Y con eso perdimos la verdadera potencia del poder… Tú y yo sabemos que la única eternidad es el conocimiento.

La luna estaba en el mirador, alumbrando el observatorio que Bor había recompuesto hasta donde le fue posible.

—Oye hermana —decía el Supremo Astrónomo con el rostro hacia ella—. Molitzmós me ha encomendado un trabajo que yo haré dos veces. Pero eso sólo será posible si tú me ayudas. Durante el día escribiré los códices que me ordenaron reconstruir. Lo haré con omisiones y distorsiones en el calendario. Errores tan ligeros que pasarán inadvertidos; pero que desvirtuarán lo que allí quede escrito.

La luna, en las Tierras Fértiles, comprendía las palabras de los hombres.

—Durante la noche, en cambio, escribiré lo cierto. Recompondré todo lo posible el conocimiento que nos une con nuestros antepasados y con nuestra descendencia. Luego ocultaré esos pergaminos bajo la piedra rectangular, donde los sideresios no podrán descubrirlos. Es por eso que pido tu ayuda, hermana. Deberás venir aquí cada noche para darme luz y sostén.

¿Quién sabe? Tal vez este cautiverio tenga un sentido.

Molitzmós abrió la puerta del observatorio sin anunciarse. Era claro en su vestimenta que iniciaba un viaje.

—Regreso a mi palacio —anunció—. Recuerda que, ante todo, debes trabajar en el Códice Balameb del cual muy poco perdura en el País del Sol. Me importa más que ninguno porque a todos los precede y los explica.

—No es necesario que te diga que el Códice Balameb sólo existe en fragmentos y en versiones que, a veces, parecen opuestas —dijo Bor.

—Aun así —replicó Molitzmós—. Aquello que dice el Códice Balameb es la verdad que nos da origen. Y es la mentira que nos da origen. No hay más remedio para el hombre sabio que reconocerse en los dos materiales de la realidad.

Muy a su pesar, Bor compartía plenamente ese pensamiento.

—Deberás decirles que me proporcionen los instrumentos de observación y medición adecuados —dijo el Supremo Astrónomo—. Muy poco podré hacer sin ellos. Tengo que realizar grandes cálculos y no lograré hacerlos sin la rueda numérica; tengo que trazar mapas del cielo, reconocer ángulos distantes… Y todo aquí ha sido destruido.

—Ya he dado esa orden.

Parecían dos sabios discurriendo acerca de aspectos complejos del conocimiento, y no dos enemigos encarnizados.

—Enviaré regularmente hombres del ejército del País del Sol que tendrán la doble misión de llevarse de aquí lo que hayas terminado, y traer todo lo que demandes.

Molitzmós comenzó a caminar alrededor de la piedra rectangular situada en el exacto centro del observatorio. Viéndolo, Bor sintió que sus planes se desbarataban.

—Por cierto está bellamente tallada —dijo Molitzmós.

—Así es —admitió Bor.

El Supremo Astrónomo sabía que cualquier intento por distraerlo sólo conseguiría alertar la astucia del Señor del Sol.

Prefirió, entonces, seguir su juego.

—Procura descubrir la serpiente que recorre la piedra.

—Aquí está su cabeza —Molitzmós reconoció con escasa dificultad el intrincado cuerpo de la serpiente, metido entre constelaciones, símbolos sagrados, pájaros y frutos—. Y allí está el extremo de su cola.

Cuando Molitzmós iba a agacharse para tomar la cabeza de la serpiente en su mano, una nube llegó al cielo para tapar la luna. Las figuras talladas en la piedra se perdieron.

—Y bien —un chasquido de los dedos indicó que el Señor del Sol desistía del asunto—. Me marcho. Sé que cumplirás con lo pactado puesto que de ello depende la vida de los prisioneros.

—No es por eso que cumpliré con mi trabajo —respondió Bor—. Ya he aprendido a no confiar en tus palabras. Ni mi vida ni la de ellos será respetada… Todos nosotros moriremos cuando no nos necesites.

—¿Y entonces? —sin negar ni afirmar, Molitzmós hizo su pregunta—. ¿Por qué lo haces?

—Es mi convencimiento, como el tuyo, que la sabiduría y la memoria no deben perderse. Siempre es mejor que permanezcan, aunque sea en las manos del mayor enemigo. Las Edades transcurrirán más allá de nosotros, de nuestros nombres y nuestros rostros. Los magos del Recinto creen ser dueños de la sabiduría. Pero yo no lo creo, soy mago del Aire Libre.

Molitzmós del Sol caminó hacia la puerta.

—Siempre que hablo contigo acabo lamentando que no estés de mi lado.

Bor se quedó solo y regresó al mirador. La nube se apartó de la luna.

—Debemos trabajar —dijo el Supremo Astrónomo.

A partir de esa noche, Bor despertó muchas veces de sueños breves e incómodos, doblado sobre sus trabajos. Y cada vez que eso ocurrió estuvo la tristeza sentada al borde de su despertar para saludarlo antes que nadie.