Lo que vio la luna

La sonrisa de Molitzmós persistió; aunque no en su rostro.

El Señor del Sol había recuperado el mando sobre sí mismo. De nuevo era soberano en su voluntad, y conducía sus deseos.

Obraba como un hombre que ha despertado bajo el rocío después de una larga noche calurosa. Obraba y sonreía. Pero disimulaba su sonrisa en el fruncimiento del rostro al mirar el sol. La escondía tras la copa rebalsada de oacal cuando bebía con los sideresios.

Molitzmós eligió con cuidado a los hombres que iban a escoltarlo en su viaje a Beleram. Y partió una madrugada sin dar aviso.

Los balbuceos de Acila, llenos de esplendor, le recordaron que no debía dar explicaciones. Molitzmós, príncipe por un pacto que había cumplido, no debía explicar ni pedir permiso. Dar una señal, eso tenía que hacer para que Misáianes reparara en él y lo reconociera como Pariente.

Molitzmós sonrió durante todo el camino, pensando que en aquella mujer se había desposado con su antigua promesa.

Tras varios días de marcha, Molitzmós encontró unos extraños arbustos de hojas jaspeadas y flores amarillas. Allí donde Nanahuatli había decidido que empezaba el sur, el Señor del Sol se detuvo también y aspiró fuerte.

—Ya estamos cerca —anunció.

Los sideresios que controlaban la Comarca Aislada estaban aún más confundidos que sus pares del País del Sol. Recorrían sin rumbo las calles desiertas de Beleram. Y por las noches se hacinaban en la Casa de las Estrellas; asustados de los grillos y de las almas que voceaban miel en el mercado vacío.

Beleram, la antigua ciudad de los Astrónomos, era un cuartel del Odio Eterno. Nada quedaba allí que recordara el sitio de belleza que había sido. Por entonces en la Casa de las Estrellas ya no se distinguían los observatorios de los corrales. Y todo olía a desperdicios; y todo estaba chorreado con los jugos de la lujuria.

Al principio los sideresios intentaron adentrarse en la selva en busca de las aldeas zitzahay. Pero nunca lograron encontrarlas. En cambio, muchos de ellos no regresaron. Luego de la desaparición de Drimus, y sin nadie que hubiese tomado su lugar, esas búsquedas habían terminado. Otra cosa preocupaba a los mandos militares. El ejército de las Tierras Fértiles se movía como las dunas de arena, deshaciéndose aquí y reuniéndose un poco más allá. Durante un invierno, los guerreros del Venado se habían perdido en el desierto. Pero, por esos días, los sideresios temían que hubiesen atravesado la bahía que llamaban Mansa Lalafke para establecer una fortaleza en algún lugar de la Comarca Aislada.

Los sideresios de Beleram se mantenían acantonados en su posición.

Igual que sus pares del País del Sol, sabían sobre las flotas atacadas cerca de las costas de las Tierras Antiguas. Pero continuaban aguardando las reservas de Misáianes.

En tanto no recibieran órdenes y refuerzos, ni hubiera una voz distinguible que los condujera, lo conveniente era permanecer encerrados dentro de los límites de su conquista.

Por el este bramaba el Yentru recordándoles la demora del Amo. Por el oeste los miraba la selva con sus ojos apretados y verdes, pantanosos y verdes.

Hacia el norte estaban las aldeas que la Estirpe había abandonado. Luego, un gran territorio vacío hasta el País del Sol.

En el sur, tras cruzar la Mansa Lalafke, el ejército del Venado respiraba.

Los que eran dueños de una mitad del continente temían atravesar el mercado por las noches. Decían que los grillos ofrecían miel. Y que las almas crujían.

Así los encontró Molitzmós. Y supo que era un excelente momento para tomar autoridad sobre aquellos hombres.

Cuando fue interrogado acerca de sus propósitos, el Señor del Sol respondió como príncipe:

—Viajé hasta aquí para internarme en la selva. Lo haré acompañado por la escolta que traje conmigo. No pido más que buenas armas para nosotros. Vine a sacar de sus refugios a los zitzahay y al astrónomo que los guía. Tomaremos de nuevo la guerra en nuestras manos, porque es eso lo que el Amo espera.

Luego, como era su costumbre, habló para sí mismo.

—Una selva hostil y un tablero de yocoy no son tan diferentes. Y yo conozco ambas cosas.

Los sideresios recordaron al jorobado. La misma forma de hablar en acertijos, informaciones incompletas, impertinencia que todos acataban.

Y como, en verdad, Molitzmós tomaba todos los riesgos y sólo pedía a cambio unas pocas armas, los mandos sideresios optaron por ayudarlo. Ningún daño podía acarrearles la osadía de Molitzmós. En cambio, si resultaba bien, podrían obtener muchas ventajas.

—¿Conoces el camino hacia el observatorio de Zabralkán? —preguntó Molitzmós a un soldado sideresio.

El soldado pareció no entender la pregunta y respondió con un gesto impreciso. Entonces Molitzmós caminó recordando…

Muchos de los indicios que hubiesen podido guiarlo estaban destruidos. Aun así, pudo encontrar lo que buscaba. Frente a la puerta del observatorio más importante de la Casa de las Estrellas, Molitzmós no pudo evitar un estremecimiento.

Comenzó a abrir con lentitud, y se detuvo. Otra vez y se detuvo. Otra vez, y tuvo que aceptar su miedo. Molitzmós temía encontrar a Zabralkán trazando líneas del cielo a la tierra. El príncipe tardó un instante en desechar sus aprensiones.

Después abrió con brusquedad.

Molitzmós se burló de sí mismo. ¡Claro que Zabralkán no estaba allí! La cama en la que el Supremo Astrónomo había pasado sus días de viejo estaba desordenada, y sus sábanas ennegrecidas. Trozos de pergaminos y tubos de jadeíta destrozados se arrinconaban en el piso. Solamente dos cosas habían logrado permanecer a salvo: la piedra rectangular situada en el exacto centro del observatorio, y el cielo que entraba por los miradores.

—Pronto este sitio tendrá un nuevo ocupante —murmuró Molitzmós.

No bien las armas y algunos pertrechos estuvieron listos, Molitzmós y sus hombres partieron con rumbo a la selva.

Cuando la Madre Neén los vio acercarse retrocedió, replegó cuanto pudo su follaje para alejarse de los que llegaban, se encogió y pegó su espalda contra los montes. Pero más no pudo, y los jinetes la alcanzaron.

Los zitzahay que se negaron a viajar al Tiempo Mágico a través del fuego permanecían fieles a las órdenes de Zabralkán:

«Nosotros les pedimos que abandonen todo y se sumerjan en la selva. Adentro de la selva adentro, donde se les realce el color tierra de nuestra piel. Entrecierren los ojos para que su brillo no los delate en la espesura. Hablen lo imprescindible, y con poca voz». También la selva, Madre Neén del pueblo zitzahay, comprendió lo que ordenaba el Supremo Astrónomo, y condujo a los hombres hasta sitios impensados. Lugares que pocas criaturas humanas conocían.

El sitio en el que ahora vivían los zitzahay distaba de Beleram diez y menos jornadas de camino a través de la selva. Ellos, sin embargo, obraban y sentían como si las jornadas fuera miles y más. Beleram les quedaba muy lejos; tan lejos como quedan las cosas que ya no existen.

Los zitzahay se habían separado en muchas pequeñas aldeas; casi todas ocultas en las alturas impenetrables que se alzaban en la zona central de la selva. Dientes de Jaguar se llamaron los montes donde ellos aprendieron a vivir con los ojos entrecerrados. Hablando apenas, suspirando cuando soplaba el viento, llorando cuando llovía, pariendo las mujeres cuando parían las hembras de los pumas, cazando los hombres cuando las manadas de cerdos salvajes hacían retumbar el mundo, muriendo por la noche. Y todo por no delatarse.

Muchos días recorrió Molitzmós la selva sin hallar ningún indicio de los zitzahay. Las inclemencias de la selva eran innumerables, y los resultados no eran mejores que aquellos que los sideresios habían obtenido en sus incursiones.

Cierto que, como había dicho Acila, él conocía los modos de la selva. Pero la Madre Neén los disimulaba. Cierto que conocía la propensión de las criaturas. Y, sin embargo, las criaturas obraban contra sí mismas para que ni el lugar donde iban a beber, ni la dirección hacia la cual gruñían, trinaban, aullaban, denunciara el paradero de los hombres.

Por eso, Molitzmós encontró una liebre empollando una nidada de huevos, mariposas corriendo hacia una madriguera.

Vio las hondas huellas de los cocodrilos cubiertas de flores rojas. Molitzmós partió una fruta, y adentro era un nido. Por eso amanecía desde los cuatro costados, y la noche se acababa como un círculo en medio del cielo. Las lechuzas hablaban durante la mañana, los pájaros comían durante la noche. Esto hizo la selva para proteger a sus hijos.

El Señor del Sol empezaba a temer un fracaso. Los días pasaban y sus hombres estaban exhaustos y debilitados. La idea de abandonar la búsqueda había cruzado por su pensamiento ya varias veces cuando, una madrugada, Molitzmós despertó con el siseo de una serpiente a escasa distancia de su rostro. Los hombres dormían y los centinelas no estaban al alcance de su vista. El machete sí, estaba cerca. Los colmillos más, mucho más cerca. Su mano era veloz; pero la serpiente iba a ganarle. El Señor del Sol permaneció inmóvil. Conocía aquella clase de alimaña. Su mordedura no le daría tiempo ni al dolor.

Molitzmós esperó. La venenosa no atacaba. Tampoco se iba. Entonces Molitzmós, conocedor de los códices, los recordó con precisión:

«Y el Increado se hizo dominador de una vastedad de criaturas. Seres de todas las especies le rinden vasallaje porque Misáianes, hijo de la Muerte, habla parecido a la verdad.»

Molitzmós comprendió que aquella alimaña era una servidora de la Cofradía del Recinto. Nuevamente recordó las palabras de Acila. Los soldados sideresios, y aún sus jefes, eran incapaces de reconocer las apariencias de la magia y no comprendían el lenguaje de las demás criaturas. La impiedad les opacaba los sentidos y les vedaba el mundo.

Él, en cambio, podía hacerlo. Y Misáianes lo recompensaría.

Molitzmós comenzó con un leve movimiento de sus pestañas, y nada ocurrió. Movió apenas su cabeza, y la serpiente continuó inmóvil. Después el príncipe se atrevió a incorporar su torso muy lentamente. Ya seguro de que la venenosa estaba allí para ayudarlo, y sin despertar a los hombres, se puso de pie.

La serpiente giró y comenzó a arrastrarse. Antes de seguirla el Señor del Sol buscó su machete. Luego anduvo sobre el rastro de la alimaña durante muchas horas, cuidando de dejar marcas para luego encontrar el camino.

La serpiente lo condujo a través de espesuras en las que Molitzmós debió abrirse paso a filo de machete; lo obligó a bordear pantanos burbujeantes que, ciertamente, no tendrían regreso; lo guió por lugares que la luz no comprendía.

Cuando comenzaron a trepar unas laderas cubiertas de vegetación frondosa, Molitzmós comprendió que estaba en los montes Dientes de Jaguar. El ascenso se hizo dificultoso para Molitzmós porque el agua se ocultaba cuando los oía acercarse, y todo lo comestible se ponía amargo. Sin embargo, con sed y hambre, continuó ascendiendo. Llevaba casi un día siguiendo la senda de la serpiente cuando encontraron un zona de árboles gigantescos. La venenosa reptó hacia arriba por el tronco áspero de un cuipo. Molitzmós fue detrás.

Esta vez, la tarea le resultó sencilla porque las ramas tenían el grosor de un tronco, los nudos de la madera le daban espacio a todo su pie, y hasta el tallo de los hojas era resistente como una cuerda. Ya en lo alto, Molitzmós miró con atención cada sinuosidad de los montes. Al principio vio aire neblinoso.

Pero permaneció observando, y de pronto la niebla era el humo que ascendía de una hoguera encendida por los hombres.

La alegría casi le arranca un grito. Pero, en vez de gritar, dibujó en su memoria todos los detalles del lugar donde se ocultaba la aldea zitzahay. Descendió del árbol y regresó en busca de su gente.

Dos noches después era luna llena; luna que lo vio todo.

Aquella aldea zitzahay se parecía a las muchas que se hallaban desparramadas en los sitios más inaccesibles de la selva.

Con cañas, hojas de palma y lianas aquel pueblo había reconstruido la belleza. No había vasijas de oro, pero las cortezas de coco en las que se servían el alimento estaban talladas con figuras de flores y aves, y coloreadas con fineza. No había joyas, pero las mujeres se adornaban con collares de semillas rojas, plumas azules, semillas blancas…

Esa noche, los zitzahay de esa aldea estaban festejando la luna redonda. Y lo hacían con los modos del disimulo que Zabralkán les había encomendado guardar.

Los que tenían a su cargo el canto trinaban como los pájaros de la selva. Los músicos pasaban sus dedos por el viento. Y los bailarines sólo movían las manos. Porque el pueblo zitzahay había aprendido a danzar buscándoles a sus manos todos los movimientos posibles. Y disfrutaban esa danza tanto como la antigua.

Mientras los zitzahay festejaban la noche, Molitzmós y sus hombres escalaban el monte hacia la aldea. También en esta ocasión la venenosa iba con ellos.

La luna lo vio todo, y se deshizo para advertir a los zitzahay lo que estaba a punto de suceder.

—Llueve oro —pensaron.

—Llueve luna. ¿Y qué nos querrá decir la luna lloviendo sobre nosotros?

Pero la aldea zitzahay no alcanzó a responderse. Cuando los centinelas dieron la alarma ya era demasiado tarde. Los hombres solamente tuvieron tiempo de tomar sus lanzas y apretarse en torno a las mujeres y a los niños. La luz de la luna se reflejaba en el metal de las armas que ya estaban allí, y les apuntaban.

Los zitzahay pusieron sus lanzas en posición de ataque.

—¡No habrá muertes si me escuchan! —exclamó Molitzmós.

El hombre que tenía mayor autoridad en la aldea ordenó a todos que aguardaran. Sabía que, así sorprendidos, no tenían posibilidad alguna de victoria o de escape. Y aceptó escuchar.

—He venido por Bor —escuchó.

Después de tanto silencio, el zitzahay tuvo que esforzarse para hablar de forma audible.

—No está aquí.

Molitzmós supo que el hombre zitzahay decía la verdad.

—¿Dónde? —preguntó.

—No lo sabemos nosotros.

Molitzmós aceptó que, razonablemente, la mayoría de los zitzahay debía desconocer la ubicación de las otras aldeas.

Mucho más la de aquélla donde habitaba Bor. Y que los pocos que tuvieran ese conocimiento estarían preparados para soportar todo dolor sin decir palabra.

—Atiende bien —le dijo Molitzmós al hombre que asumía la representación de la aldea—. Saldrás de aquí con un mensaje para Bor. Lo repetirás palabra por palabra, y dirás que yo se lo envío.

—He dicho que no conozco su paradero.

—Tal vez tú no, pero habrá quien lo conozca —Molitzmós le sonrió con burla a la luna llena—. Tú caminarás por estas laderas y encontrarás ¿quién sabe? una ardilla, y le darás el mensaje. Luego la ardilla encontrará ¿quién sabe? a otro zitzahay, y lo repetirá. Ese zitzahay podrá decírselo a una semilla voladora. Y ella tal vez se lo cuente a una mujer de tu pueblo. Y así, y así, un día Bor recibirá el mensaje. ¿Acuerdas conmigo?

—¿Y por qué he de hacer eso? —preguntó el zitzahay.

Molitzmós le mostró sus palmas abiertas en señal de buena voluntad.

—¿Ves aquí sideresios? No los he traído conmigo… Esto es algo entre nosotros, criaturas todas de las Tierras Fértiles. Deja que sea Bor el que escuche lo que vengo a decirle, y tome una decisión. ¡No lo hagas tú en su nombre! Y ve que nada pierdes y que mucho puedes ganar.

El hombre aceptó la misión, y pidió conocer el mensaje que debía llevar consigo. Molitzmós lo repitió varias veces, separando las palabras de las palabras, la cadencia de las intenciones. Repitió su mensaje pensando en Acila: lengua demorada que hacía inolvidable todo lo que pronunciaba.

«Debe saber el Supremo Astrónomo que he tomado cautivos a todos los habitantes de una aldea. Y que, a cambio de sus vidas, le pido que me conceda una conversación. Eso solamente. Bor debe entender que es ésta una buena oportunidad para obrar según su pensamiento; el cual, así lo creo, es ahora idéntico al de Zabralkán. ¿No pregona acaso la Cofradía del Aire Libre la igualdad de todas las criaturas? ¿No dijeron durante el concilio de Beleram que un nacimiento humano no es más ni es menos que una floración, y que un astrónomo escrutando las estrellas no es más ni es menos que un pez desovando? Entonces, ¿puede valer más el encubrimiento de un Supremo Astrónomo que la vida de una aldea? Bor no debería aceptar eso… ¡Que actúe como pregona! Será la primera vez que lo haga. Di por último que lo aguardaré en la Casa de las Estrellas solamente hasta la próxima luna llena.»

Apenas el zitzahay partió, un hombre de la escolta del Señor del Sol se acercó a hablarle:

—Príncipe, ¿deseas que alguno de nosotros vaya tras sus pasos?

—¿Para qué hacerlo? —reflexionó Molitzmós—. Es fácil creer que ese zitzahay desconoce el exacto paradero de Bor. Y, aun cuando lo conociera, él te oirá caminar antes de que tú camines y torcerá el rumbo. Dejemos que el mensaje llegue al Supremo Astrónomo. Luego Bor caminará hasta Beleram.

Poco después la pequeña aldea zitzahay se ponía en marcha, custodiada por los hombres de Molitzmós.

Eran trece veces trece personas regresando a un sitio que no existía.

La luna lloró por ese pueblo que la agasajaba con danzas silenciosas. Llovió luna sobre los que partían.

Cuando los hombres se alejaron, la serpiente regresó a la maleza profunda.