El quinto puente

Antes estuvieron allí las abejas. El aire de la orilla oeste del gran canal fue territorio de las abejas del País del Sol. Los colmenares ocupaban un vasto espacio rodeado de plantaciones y de huertos silvestres donde abundaban arbustos propicios para la miel. Cuando los sideresios entraron en la ciudad, las abejas abandonaron ese aire. Y se escondieron en colonias temblorosas muy adentro de la selva. Sólo una quedó encerrada en la boca de Acila.

Sin embargo, en el lugar aún persistía el tumulto de los enjambres. Algo continuaba zumbando; algo aleteaba por todas partes. Y un dulzor lejano se mezclaba en la saliva de quienes cruzaban el quinto puente.

Cuando ya no hubo jalea para llenar las calabazas secas, ni bloques de cera dorada, la barraca se quedó sola. Los sideresios no andaban por ahí; menos aún desde que el canal no traía agua. Por esa causa, los jugadores de yocoy lo eligieron como sitio para aquella reunión.

La conspiración se había fortalecido. Y aunque el número de conjurados era reducido, puesto que así fue determinado para mejor encubrir el secreto, la alianza se estrechaba. Las dos Casas comprendieron que nada sería posible para unos y otros si Misáianes se entronizaba en las Tierras Fértiles. Los conspiradores se sabían a un tiempo jugadores y piezas. El tablero era el País del Sol.

Esa madrugada los hombres estaban reunidos a la espera de saber si uno de los movimientos decisivos se había llevado a cabo.

La conversación apenas era audible. Alguien golpeó la puerta de la barraca con la secuencia establecida. Solamente faltaba Acila. Los hombres se miraron entre sí…, y sonrieron.

Lengua Demorada era esencial en el desarrollo de sus planes. Y, al parecer, había logrado cumplir con la primera parte de su cometido.

Uno de los jugadores de yocoy quitó la tranca de madera y abrió sin reparos. Hombre y mujer se hermanaron por la mirada. Ella inclinó la cabeza, y entró a la barraca. Pero Acila no estaba sola…

Detrás de ella, entraron los hombres de Molitzmós. Los jugadores de yocoy nada pudieron hacer para defenderse, puesto que eran hombres de pensamiento y no de espada. Quizás porque amanecía, la matanza fue breve y silenciosa. Todos los conspiradores, sin faltar uno, murieron mirando los ojos de Acila. Y ella, que entendió lo que esos ojos le decían, respondió con los suyos lo único posible. «Vence el que es mejor, por eso vence.»

Ya estaba el sol cuando la comitiva de Molitzmós cruzó el quinto puente arrastrando muertos. Bajo el sol, los puentes se ven más bellos y las matanzas se comprenden menos. El príncipe gobernante dio orden de exponer los cadáveres en la ciudad a modo de escarmiento.

Luego se dijo que ese justo día, en la orilla oeste del canal mayor se apagó el zumbido, cesó el aleteo. Y si algún dulzor quedaba no era de miel, sino de sangre.

Ya de regreso en el palacio de mando, Molitzmós ordenó que Acila recibiera habitaciones, y que fuera bañada y vestida.

Pero Acila contradijo la orden, y le anunció al Señor del Sol que regresaba a las ruinas donde vivía.

—Eso no parece estar de acuerdo con los deseos que antes expresaste —dijo Molitzmós.

Le respondió Acila que se equivocaba. Le dijo que eran las menesterosas, dijo, las miserables órdenes que acababa de dar lo que no estaba de acuerdo con sus deseos.

—¿Dices que mi ofrecimiento es menesteroso?

—Sí —Acila habló con calma—. Eso digo.

Molitzmós, que tanto dominaba el arte de engañar a los otros, no podía hacerlo consigo mismo. Enseguida admitió que ese retorcimiento en el pecho era ternura; porque sólo los desplantes del orgullo lo enternecían. El príncipe gobernante recordó su enorme soledad en el palacio de mando.

—Vivirás con lujos y placeres —insistió.

Pero la respuesta de Acila fue una cascada de frío.

Lengua Demorada dijo que no era una habitación y algunos vestidos lo que pretendía. Que no se había arriesgado por una ración de buena comida. Y que sólo cuando Molitzmós tuviese algo mejor que ofrecerle enviara por ella.

Por ese tiempo, el Señor del Sol tenía cinco esposas jóvenes y bellas que le ayudaban a mitigar los amargos días de parecer príncipe sin serlo. Cinco mujeres, primas y nobles de su propia Casa, que él había señalado y exigido para sí. Sin embargo, todas se asemejaban a los ojos del príncipe, y ninguna le resultaba imprescindible.

Pero ése no era el día en que Acila obtendría el lugar que estaba demandando. El día del destino de Lengua Demorada esperaba adelante en el tiempo. Y sería una noche de flores cerradas.

—Aún ahora podría ordenar tu muerte —le recordó Molitzmós.

—Un mezquino movimiento para tan m… magnífico jugador —dijo Acila.

El príncipe admitía su deuda; y deseaba recompensarla. Sin embargo, no estaba dispuesto a otorgarle tanto como ella exigía.

—Puedes marcharte a ese triste palacio que habitas. Y recuerda que si algún conspirador quedó con vida por no encontrarse esta madrugada en el quinto puente, querrá vengarse en ti.

Acila giró sin decir más. De pronto, Molitzmós la detuvo:

—¿Cuánto conoces del Códice Balameb?

La mujer comenzó con el texto del Códice tal como si lo tuviese frente a sus ojos.

«Aquí nosotros, los Primeros Viejos, escribimos para nadie. Decimos que una vez la magia fue noche y día, mitad por mitad. Escribimos en predicciones; por eso escribimos para nadie. Lloraríamos si nuestro llanto pudiera hacer que la serpiente mantenga juntas su cabeza y su cola. Pero aunque lloremos nosotros, los Primeros Viejos, la serpiente se hendió al medio. Aquí nosotros…»

Y repitiéndolo, se marchó. Molitzmós de Sol, paralizado de asombro, la dejó partir.

Dentro del palacio, los bálsamos ardían junto a cada ventana intentando disimular la fetidez que subía desde las calles.

Pero tras las cortinas de seda se distinguían los espectros de los hombres y de los pájaros, los árboles sin hojas en medio del verano, y una multitud de ratas espesas que se alimentaban con pesadillas.

Los jugadores de yocoy, los que intentaron recuperar la dignidad del trono, colgaban atados por los pies. Los hombres y las mujeres del pueblo del Sol los lloraban. Muchos habían oído murmullos de una conspiración contra el hombre que los había arrastrado a una falsa guerra entre linajes, para luego entregarlos a los extranjeros.

Y los extranjeros que no los dejaban cantar sus lamentos, fumar sus hojas, ni honrar a los muertos. ¡Que ni siquiera les permitían terminar de morir…!

Las moscas, yendo y viniendo desde la carne inflamada de los conspiradores hasta el maíz agrio que comían los hombres, eran el único vínculo entre lo que había sido una esperanza y lo que era, en esa tarde de verano, una pena infinita.

A causa del maíz agrio los hombres sufrían de largas fiebres. Pero les tardaba la suerte de morir. Porque buena dicha era estarse muerto en vez de caminar, trabajar y dormir sucios del propio estómago; que mucho dolía hacerlo, caminar, trabajar y dormir, cuando las chorreaduras entre las piernas se endurecían como cortezas, y después se resquebrajaban en líneas de sangre.

—Y el sol que ve nuestras desgracias, ¿acaso no las ve?

—¿Por qué hablas así, vecino?

—Porque regresa cada mañana para iluminar a los extranjeros.

—Pregunto por qué no te lamentaste cuando a nosotros nos iluminaba.

—Nosotros, mi vecino, somos sus hijos…

—¿Lo éramos cuando yo te mataba a ti, y tú a mí?

—Según piensas, somos culpables de los males que sufrimos.

—Según piensas tú, es culpable el sol.

Tiempo después, cuando los conspiradores fueron descolgados de los árboles y arrojados a una fosa, llegó el día de Lengua Demorada. Las flores nocturnas acababan de cerrarse. Y por primera vez desde la caída de Hoh-Quiú sonaron las aldabas. «Son ellos», dijeron juntas el ama y su sierva.

Los enviados de Molitzmós, soldados del País del Sol, parecían satisfechos de cumplir con la tarea de escoltar a Acila hasta el palacio de mando.

—El príncipe ordena.

Ellos no dijeron nada más; pero Acila supo que había logrado su propósito.

Solitario en un palacio que no era suyo, rodeado de sideresios que no disimulaban sus burlas y de pequeñas mujercitas temerosas, el príncipe la había añorado. Por fin, ordenó que fueran a buscarla. Ella pedía ser desposada. El deseaba homenajear su valentía.

«No hay mayor coraje que aceptar el dolor de los remordimientos; ni mayor inteligencia que amarnos a nosotros mismos más que a nuestra virtud», pensaba Molitzmós.

Acila sería una esposa diferente. Con ella podría jugar yocoy, y hablar acerca de los antiguos Códices.

Ya en el palacio, Acila fue conducida a la sala de mando. Los sideresios que la vieron pasar la insultaron con risas y palabras. A ellos no les importaba esa boda… Más todavía, era mejor que Molitzmós se entretuviese desposándose de nuevo. Mientras tanto se acercaría otra flota, con armas y hombres. Y todas las plagas de Misáianes para derramar sobre el sur rebelde que aún no aceptaba deponer el alma ante el Amo del mundo. Pero sobre todo llegaría un emisario. Uno que, como Drimus, trazara las líneas invisibles de la guerra.

Eso ocurriría cuando las naves de Misáianes lograran burlar a los navegantes de cabello rojo que apestaban las costas de las Tierras Antiguas. Ellos y sus naves ligeras, tan parecidas a las olas…

—Te debo mucho —admitió Molitzmós cuando la tuvo frente a él—. Tendrás lo que quieres.

—Eres tú —dijo Acila— quien… quien tendrá lo que quiere.

Molitzmós se rió con franqueza. Podía reconocerse en esa altanería de sangre más nítidamente que en los cristales pulidos.

De inmediato, Acila pidió que una sierva de su propiedad fuera conducida al palacio de mando para su servicio personal.

—Aquí tendrás toda la servidumbre que desees y te sea necesaria —replicó Molitzmós.

No era suficiente. Acila insistió en que trajeran a su lado a una anciana de dedos torcidos, que había sido su nodriza.

Finalmente, Molitzmós del Sol aceptó el pedido.

Pero Acila quiso algo más. El día de la boda deseaba usar una corona que había hecho con sus manos. También eso le fue concedido.

Acila pasó el resto del día controlando personalmente los tocados y los vestidos que estaban confeccionando para ella.

A la mañana siguiente se presentó ante Molitzmós del todo transformada en su apariencia. Había elegido tan acertadamente un manto azul que daba la impresión de que, al revés, fuera el manto el que la había elegido. Llevaba cubierto el cabello con una red de hilos de oro sujeta por una diadema de anillos engarzados. La mujer se detuvo frente a Molitzmós, los ojos a la altura de los ojos. Y quienes los vieron pensaron que, cerca uno del otro, recordaban las alas desplegadas del Kúkul. Algo entre el esplendor y la catástrofe, como un atardecer de tormenta.

Un círculo de polvo de oro adentro de un círculo de fuego perfumado. En el centro, bajo una cúpula profusamente adornada, el esposo y la esposa se sentaban sobre taburetes altos. Así se celebraban las bodas en el País del Sol.

Acila vestía una túnica roja ceñida en la cadera con varias vueltas de un cordón de oro. Llevaba su extraña corona como única joya.

Los sideresios pasaban cerca con animales y carcajadas. Misáianes los había despojado de cualquier vestigio de limpieza en sus corazones; por eso no eran capaces de comprender las ceremonias. Ninguna ceremonia: ni una boda, ni un amanecer, ni el nacimiento de un puma en el monte.

Acila tomó la mano de Molitzmós y la apretó con fuerza. Enseguida se acercó para hablarle al oído. Y le aseguró, con susurros entrecortados, que muy pronto aquellos hombres lo reconocerían como el nuevo emisario del Amo en las Tierras Fértiles.

Lengua Demorada no tuvo que esperar demasiado para convertirse en la esposa favorita del príncipe. Juntos se reían de cosas que nadie más lograba comprender, hablaban en voz baja acerca de las antiguas profecías y jugaban partidas de yocoy que Molitzmós ganaba cada vez con mayor dificultad.

Había otras esposas jóvenes y bellas. Pero solamente Acila vio dormir al príncipe.

Cuando eso ocurría, ella caminaba sigilosa hasta las ventanas y buscaba en el cielo las constelaciones sagradas para confesarles sus ambiciones. Los animales de luz que corren por los senderos de lo alto se detenían a escucharla.

En muchos modos, Acila y Molitzmós se hicieron inseparables. Y, sin embargo, el príncipe buscaba con frecuencia la compañía de sus esposas jóvenes. Esa tarde calurosa, jugaba con dos de ellas en uno de los estanques del palacio. Acila se acercó en silencio y se quedó observando tras un enrejado cubierto de plantas trepadoras. Las mujeres reían, el príncipe reía. Acila cortó una hoja tierna y estuvo mordiéndola sin apartar sus ojos de las risas.

El breve tiempo que llevaba Acila en el palacio de mando bastó para hacerle comprender que Molitzmós se estaba dejando envolver por los vicios de la corte. Una mitad de él estaba ganada por el aturdimiento que precede a la lujuria; la otra mitad, por la pereza que le sigue.

No era que el príncipe gobernante hubiese olvidado la promesa que había hecho un día, junto a la agonía de su abuelo. Y que repitió luego, con mayor firmeza, cuando comprendió que Misáianes no lo contaba como un dedo de su mano derecha.

Molitzmós no había resignado su anhelo de transformarse en Señor de las Tierras Fértiles. Pero, en verdad, se le perdían los días y las noches. La violenta perseverancia que lo había guiado hasta ese sitio estaba saturada de oacal, aceitosa de bálsamos aromáticos. Molitzmós quería caminar y se enredaba en sábanas; quería despertarse y una mujer le besaba los ojos. Acila sabía que aquello debía ser remediado sin demora. Todo estaba perdido si Molitzmós no recuperaba la voluntad de hacerse voz y brazo de Misáianes de aquel lado del Yentru.

Disimulada tras las enredaderas, Acila continuaba mirando. No lo hacía con envidia o dolor; no había llegado allí para que Molitzmós eligiera su cintura. Su afán era otro. Por cumplirlo dio un paso adelante, para hacerse ver por los tres que jugaban en el agua. Apenas apareció, las jóvenes esposas nadaron hasta una orilla como peces asustados. Cuando Molitzmós se irguió para salir del estanque, la burla de Acila se detuvo sobre el cuerpo desnudo del príncipe. Sin piedad, casi sonriente, miró a su esposo mientras se cubría con ademanes rápidos y torpes. Recién entonces Acila suavizó sus maneras y lo llamó con las manos extendidas. Pero no fue suave la mirada para las dos mujeres que buscaban sus túnicas en los arbustos. Por sobre los hombros de Molitzmós la mirada saltó, se clavó en las mejillas todavía mojadas y bajó arañando hasta los vientres frescos. Las jóvenes huyeron sin terminar de vestirse.

Acila invitó a Molitzmós a caminar por el laberinto de follaje que se levantaba en los jardines posteriores del palacio. Se trataba de un lugar enorme y sombrío donde los arbustos, crecidos en forma de muros, trazaban encrucijadas difíciles.

Antes, el laberinto era asiduamente visitado por los nobles de la Casa reinante, que disfrutaban la sensación de estar perdidos para siempre a pocos pasos del palacio. Ahora el lugar estaba abandonado. Los insectos habían devorado parte de la fronda permitiendo así vislumbrar indicios y colores del mundo de afuera; quitándole al laberinto toda desazón y todo sentido.

Después de un rato de caminar en silencio, Acila volvió a su trabajo. Más que nunca la mujer rompió las palabras; pero cuando terminó, algo decisivo estaba dicho.

«¿Es jugando con tus dóciles palomas como piensas tomar el sitio que te corresponde?»

Molitzmós escuchó la verdad en pedazos, pero la entendió intacta.

«Debes ocupar sin demora el lugar que antes tuvo Drimus. Si no lo haces, otro lo hará.»

—¿Crees que no lo sé?

Molitzmós había recuperado su serenidad, y quiso dejar claro que comprendía la situación.

—Comprendo lo que sucede mucho mejor de lo que tú podrías comprenderlo jamás. Desde la derrota del desierto todo ha estado quieto y silencioso. ¿Oíste nombrar a Thungür? Entonces no debo explicarte que, en realidad, todo simula estar quieto y silencioso… Pero algo fermenta. Y si prestas atención oyes la sangre hirviente del jefe husihuilke. Y dime, Acila, ¿llegaron hasta tu palacio noticias sobre las últimas flotas que envió Misáianes? Seguramente los jugadores de yocoy sabían acerca de los navegantes que las atacaron en las cercanías del Golfo de Sigia. Dos grandes flotas malogradas por los hombres de cabello rojo. Hay algo, sin embargo, que los jugadores de yocoy no supieron. Los dos ataques tenían como primera ambición destruir la nave que conducía al emisario del Amo. Y las dos veces la ambición fue cumplida. Puedo imaginar que uno y otro, Magos de la Cofradía igual que Drimus, estarán asombrando a la oscuridad en el fondo del Yentru —Molitzmós se detuvo a sonreír—. Escucha bien esto… Aunque me pese, debo agradecer a los hijos de los bóreos puesto que sus ataques me han dado un tiempo invalorable. Por lo demás, Misáianes no se ha manifestado. Esperaré su próxima jugada. Luego será mi tiempo.

Pero Acila condenó esa conducta y se lamentó del rumbo de las cosas. El Amo estaba tan quieto que no se diferenciaba de su monte. El juego resultaba difícil en un tablero agitado como el mar. Acila pensaba que la indescifrable ausencia de Misáianes era, en verdad, su movimiento. Ahora, le correspondía jugar a Molitzmós; y su mejor alternativa era hacerlo con impertinencia.

Lengua Demorada dijo eso, y después se quedó callada.

—Termina lo que comenzaste —exigió Molitzmós. Y agregó—: ¡Pero nunca más me fuerces a pedirte claridad! No insinúes razonamientos… Muéstramelos de principio a fin.

De la boca de Acila salieron las palabras como un alud de peñascos. La mujer nombró al Amo que aguardaba del otro lado del mar. Misáianes soñaba el mundo como un paisaje puesto de rodillas. ¿Quién podría obsequiarle ese sueño? ¿Quién recorrería la senda de sus uñas para ofrendarle el corazón del Venado? Ni siquiera Drimus, el Doctrinador, lo había conseguido. Molitzmós dio su respuesta:

—Drimus comprendió los designios del Amo en su extensión y en su hondura. En cambio no logró comprender el alma de este continente. Ignoró el dolor de los Pastores, y los Pastores giraron sus armas. Se burló del Brujo en harapos, pero Kupuka continúa despierto y fraguando magias. Caminó en nombre del Odio Eterno sin saber que el amor pisaba sus huellas con sandalias rotas.

Pero Molitzmós del Sol pertenecía a las Tierras Fértiles.

—Pertenecer a una orilla y ser fiel a la otra —dijo, como si recordara—. ¡Ese es mi privilegio!

A partir de ese momento, Acila moderó sus convicciones. Parecía dudar de todo lo que decía. Y sin cesar se ponía reparos a sí misma.

Lengua Demorada dijo que tal vez fuera necesario darle a Misáianes la señal del verdadero emisario. Balbuceó que tal vez, sólo tal vez, y temía equivocarse, ella supiera de una señal que el Amo reconocería por sobre cualquier otra. Acila estaba indecisa. Acila no terminaba de creerse. Y rogó a su esposo que la hiciera callar si consideraba sus palabras puro desvarío. Molitzmós nada dijo. Y, finalmente, Acila se atrevió… Ahí estaban los zitzahay. El pueblo que había burlado al propio Drimus adentrándose en el fuego y en la selva. Nada apreciaría tanto el Amo como recuperar una parte de aquellos fugitivos.

Los sideresios que ocupaban Beleram habían sido incapaces de hallar a los zitzahay que permanecían ocultos en la selva.

Y a Bor, el Supremo Astrónomo que los acompañaba. Acila aseguró que Molitzmós era el único que reunía las condiciones para hacerlo: una orilla y la otra. El príncipe del País del Sol conocía los modos de la selva, la propensión de las criaturas. Y, tal vez, hasta encontraría el modo de volver a conducir a Bor al lugar de la soberbia.

Actúa de prisa. Entrégaselos al Amo. Él comprenderá, y te nombrará emisario. Te nombrará uña de Misáianes; prolongación de su Orden en las Tierras Fértiles. Acila lo dijo en pedazos pero lo soñó intacto.

Cuando la mujer terminó de hablar, Molitzmós estaba sonriendo.

Un aliento remoto y amarillento entró al laberinto. La ráfaga cubrió el cuerpo de Acila. Sacudió su túnica y movió la red de hilos dorados que adornaba su cabello. Después, sin jugar ni perderse, la ráfaga abandonó el lugar por los resquicios de la fronda.