Jinetes de la desilusión

Tiempo después de la batalla del desierto; tal vez dos estaciones, tal vez menos, un grupo de guerreros enviados por Thungür arribó a Los Confines.

La gente de las aldeas conocía con anticipación la llegada de esos hombres, y las causas que los traían desde la vanguardia.

El desierto proveía escasamente las necesidades del ejército del Venado: centenares de guerreros mal guarnecidos, con frío durante las noches, descalzos muchos de ellos, que deberían enfrentar a los sideresios, cascos, escudos y botas negras.

Por eso, además de atender a sus propios dolores, los habitantes de las aldeas del sur se esforzaron para ayudar al abastecimiento de los guerreros.

Cucub y su familia fueron los primeros en acudir al sitio donde se acopiarían las provisiones. Kuy-Kuyén traía una rama grande y repleta de hojas con la cual limpió y alisó la tierra a la sombra de los árboles.

Enseguida, se sumaron los otros. Las mujeres llegaban, cada cual con lo suyo:

—Traje dos mantas de lana de oveja.

—Éstas son sandalias.

—Alforjas y odres de cuero es lo que pude hacer…

—Son paños para vendar heridas.

Y todas las que así hablaron también padecían hambre y frío.

Los hombres habían preparado herramientas, cuerdas y cuchillos.

Los Brujos de la Tierra, por su parte, se ocuparon de proveer medicinas y venenos para las puntas de flecha.

Un rato más tarde, los husihuilkes estaban sentados en círculo como siempre que debían comprender y decidir.

Una vasija con agua de menta pasó de mano en mano. Pan de maíz, carne de carpincho y agua de menta era lo único que las mujeres habían logrado reunir para agasajar a los guerreros. Ellos bebieron con los ojos cerrados y fue como si aquel sabor, y no los animales con cabellera, los hubiese traído de regreso.

—Celebro este día —dijo uno de ellos. Y comenzó—. ¿Cuánto hace que partimos de aquí, con Minché como primer jefe y Thungür a su derecha?

El guerrero tomaba el atajo de la memoria.

—Cabalgamos muchas jornadas. Luego nos detuvimos aguardando los refuerzos de la ladera este. Pero fueron muy pocos los hombres que llegaron; muchos menos de los que esperábamos…

Cucub se revolvía en su sitio, detrás de los ancianos y los Brujos. Había estado allí, conocía muy bien aquellos sucesos y se mordía los labios para no intervenir.

—Finalmente, avanzamos por el desierto —continuó el guerrero—, donde los sideresios atacaban por las noches.

Incapaz de permanecer callado, Cucub habló a oídos de Kuy-Kuyén:

—Éste sería el momento de mencionar muchas otras cosas; como el color de la luna, por ejemplo, porque no fue asunto de escasa importancia para el ánimo…

—¡Calla, Cucub! —dijo su esposa, acariciándole la boca—. Calla y escucha.

El zitzahay pareció resignarse y volvió a prestar atención. El guerrero habló de las cuatro naves de Misáianes, recordó a los Pastores y a sus mujeres, mencionó con respeto la muerte de Minché.

—Y ahora —dijo—, nuestro ejército se recupera y se fortalece en el desierto, a orillas del Lalafke.

—¿Eso es todo…? —insistió Cucub con su murmullo—. ¿Sólo eso dirá acerca de una proeza que dejó pasmado al cielo?

Kuy-Kuyén lo miró con seriedad.

—¿No las has contado tú de mil maneras?

—Hay una más; siempre hay una más.

—Calla, Cucub. Calla y escucha.

Y Cucub calló, pero el guerrero ya no hablaría del pasado.

—Thungür agradece estos dones con vergüenza, pues sabe que nada sobra aquí y todo escasea. Nos pidió que mostráramos nuestras palmas extendidas como una promesa: olvidaremos para siempre lo que significa retroceder.

Luego los husihuilkes continuaron el arreglo de los detalles para la comitiva que iba a ponerse en marcha dos días más tarde. Y la conversación que había comenzado en plena claridad se prolongó tanto que fue preciso encender hogueras.

Promediaba la noche cuando los Brujos de la Tierra, que se habían apartado para deliberar a solas, volvieron a reunirse con los hombres. Kupuka tomó la voz de sus hermanos.

—Creemos bueno que uno de nosotros se sume al ejército. Uno que no es cualquiera sino el Padrecito… Nadie como él prestará servicios a la guerra porque lo conocemos como un gran reparador, amigo de imaginar mecanismos o entrometerse con ellos. Sus manos y las herramientas se conjugan como el aire y el viento —Kupuka tomaba por la punta sus dedos huesudos y los sacudía para acompañar sus afirmaciones—. La valentía, sí. La estrategia, también. Pero el ingenio de un constructor prodigioso será indispensable en aquel desierto.

Todos asintieron de inmediato, sin preguntas ni réplicas. Solamente Cucub se mostró inquieto y preguntó a uno de los guerreros lo que ya había preguntado muchas veces en el transcurso de las últimas horas:

—¿Entonces, Thungür ha ordenado que yo permanezca aquí?

—Así es, Cucub. Lo dijo claramente.

—También dijo… —el pequeño zitzahay repetía la parte que lo tranquilizaba—, dijo que será hasta tanto mi partida resulte indispensable y tenga una intención.

—Así es —le respondieron.

Tal vez para aplacar su desilusión, Cucub comenzó a buscar nombres para sus cargos y responsabilidades:

—Ojos de Thungür en Los Confines, mensajero de la retaguardia, músico en las mañanas y vigía en las noches, piernas de los ancianos, padre de los niños…

Cuando Cucub terminó de enumerar, estaba solo.

Pero alguien más iba a desilusionarse aquella noche.

Una mujer se acercó al grupo de guerreros que, en esos momentos, comían su porción de carne de carpincho sentados cerca del fuego. Una mitad de su cabello caía trenzado hasta la cintura, la otra mitad, en cambio, estaba cortada a la altura del mentón.

—Soy Nanahuatli —dijo la mujer, hincándose junto a los hombres.

—Sabemos de ti, princesa —el guerrero se había limpiado la boca con el dorso de la mano antes de responder—. Y conocemos la causa por la que llevas de esa forma el cabello.

Al oír al guerrero Nanahuatli se atrevió a preguntar.

—¿Hay algo que Thungür haya mandado decir tan sólo para que yo escuche?

Los guerreros se miraron entre sí.

—No —respondió uno, con los ojos bajos—. Creo que no.

—¿Crees que no…? —repitió Nanahuatli.

—Lo he dicho mal —respondió el guerrero. Y agregó sin ánimo—. Thungür no envió ningún mensaje para ti.

Nanahuatli quedó en silencio. Buscó con movimientos nerviosos la trenza que no tenía, mientras las lágrimas transformaban sus ojos en lagos negros. Uno de los guerreros quiso mitigar la pena.

—Aquello es la guerra, Nanahuatli. Thungür anda sin descanso, apenas duerme por las noches. Thungür carga el destino sobre sus hombros…

Pero la princesa del Sol se levantó y se alejó de allí sin permitirle terminar.

Dos soles después, la partida estaba dispuesta.

Los hombres de Thungür llevaban consigo todo lo que el pueblo de Los Confines había logrado reunir, más una recua de animales con cabellera, jóvenes y briosos. El Padrecito del Paso iba con ellos. Y cerrando la caravana, marchaban los que habían alcanzado, en ese tiempo, edad suficiente para ir a la guerra.

Dos del grupo de nuevos guerreros giraron la cabeza y miraron, durante largo rato, lo que quedaba atrás.

—¿Viste como yo? —preguntó un anciano del consejo a Kupuka, que estaba a su lado.

—Lo he visto, sí. Son dos que no tienen la misma estatura por fuera y por dentro.

—¿Qué sucederá con ellos?

—Yo no sé lo que sucederá —contestó el Brujo anciano—. Pero, ¿quieres saber lo que presiento?

—Quiero saberlo.

—Presiento un hacha husihuilke chorreando su misma sangre.

En Los Confines quedaba un pueblo de ancianos y mujeres, de niños y Brujos que no podían soñar nada mejor que una cosecha de zapallos.