Por ese entonces, en Los Confines, la mejor noticia era una cosecha de zapallos. Y todo buen suceso, por grande que pareciera, sólo significaba un poco más de tiempo.
La victoria que el ejército del Venado había obtenido sobre los sideresios en el desierto de los Pastores, a orillas del Lalafke, fue tiempo para las aldeas del sur y sus criaturas.
—Tiempo durante el cual nos crecerán las uñas como armas —decían los Brujos.
—Tiempo durante el cual nos crecerán los niños como sueños —decían.
¿Y de dónde sacarían los Brujos mejores cosas que prometer? No las había. Ningún consuelo más que aquellas esperanzas desproporcionadas; dichas y vueltas a decir por los Brujos de la Tierra en medio del hambre y la enfermedad. Palabras que hubiesen parecido desvaríos sin el trabajo incansable que las sostenía.
Los Brujos de Los Confines iban y venían del bosque a las montañas, del sur al norte. Si se cruzaban en algún camino, apenas se detenían. Y cuando, en raras ocasiones, se acordaban de sí mismos, era para enderezarse:
—Que no te vean de espaldas vencidas —se decía Kupuka.
—Que no te distraiga el amor de la Destrenzada —recordaba Welenkín para sí mismo.
Tres Rostros llegó a Hierbas Dulces cargando a sus espaldas una provisión de pescado que no alcanzó para todos.
—Regresaré con una nueva carga —dijo el Brujo a las mujeres que lo miraban en silencio—. También traeré higos… ¡Recuerden que pronto podremos cosechar las higueras del bosque!
Socorrer el hambre, procurar la curación de los enfermos, dibujar con unturas sagradas las vasijas para los muertos eran cosas de Brujos en aquellas aldeas infectadas por las plagas de Misáianes. Hambre, fiebres y muertos donde los Brujos de la Tierra metían sus manos y revolvían.
Solamente los bien dotados para la magia fueron capaces de aliviar el dolor de los sufrientes sin debilitarlos; porque todo aquello que quitaban a la desesperación lo usaban como alimento de la furia.
Kupuka acudió al llamado de una madre. Llegó a la choza de madera, aspiró fuerte y no halló olor a pan, olor a leña. Pidió tomar al niño enfermo que la madre sostenía en brazos. Luego, Kupuka lo envolvió en su larga cabellera terrosa y lo apretó contra el pecho.
El Brujo caminó hasta un rincón, donde se sentó.
—Mujer —dijo—, encontrarás hierbas en mi morral. Toma un puñado y quémalas en el centro de la habitación.
—¿Sanará? —preguntó la madre.
—No lo creo —esa respuesta le costó a Kupuka una parte del alma—. Sin embargo, se irá sin jadeos ni asfixia. ¡Y tú…! —dijo, cortando el llanto de la mujer—. Tú afila el dolor y envenena el filo que, muy pronto, nos hará falta.
Durante largo rato, Kupuka estuvo meciendo al niño al son de una plegaria incomprensible.
Casi atardecía cuando el pequeño tomó entre sus manos calientes y sudadas un mechón de la cabellera del Brujo y la llevó a su boca. ¿Qué sorbió el niño de aquella lana seca…?
Pudo ser el néctar de una cabra legendaria el que le abrió los caminos del pecho. El niño respiró, por primera vez en muchos días, un aire fresco y sin piedras. Cuando lo exhaló, se fue tras él.