Palabras demoradas

Su rostro ondulaba cercano a la luz de una lámpara de aceite. Su rostro, la luz y un espejo. En el espejo, de nuevo la luz del aceite, de nuevo su rostro.

Acila se miraba con firmeza. Tal vez fuera bella de algún modo, pero hacía mucho tiempo que eso había dejado de importarle. Nunca usó ungüentos matizados para dulcificar el corte duro de su mentón, ni pretendió disimular con velos la anchura de su frente. Tampoco se interesó en cultivar la carnalidad, al modo de las mujeres de la nobleza. Acila no era joven, ya no era joven. Ni carnal ni joven. En cambio, la virtud entera de la inteligencia le había sido otorgada.

Algunos años atrás, antes de la guerra en la que se enfrentaron las dos Casas del País del Sol, los consejeros de la corte solían consultarla acerca de las interpretaciones de los códices. Los eruditos demoraban mucho más de lo aceptable en resolver las paradojas numéricas que ella ideaba. Y los mejores jugadores de yocoy la buscaban como adversario.

Cuando Misáianes y su mandato de oscuridad estaban lejos del continente, los nobles del País del Sol medían su grandeza en un juego de posiciones y hegemonía.

El yocoy repetía sobre los tableros el complejo entramado de aquel reino. La capacidad para anticipar las consecuencias finales de un movimiento, la audacia de declinar posiciones a la espera de recuperarlas con ganancia, y la paciencia para permanecer días y noches con las manos cruzadas bajo la barbilla eran algunas de las cualidades que debían poseer los jugadores. Ser hábil en el juego de yocoy significaba tener aptitud de mando. Por esa causa, los niños de la nobleza eran aleccionados desde pequeños. Y todos los que ocupaban altas posiciones se obsesionaban por contarse entre los jugadores favoritos.

Y sin embargo, Acila fue capaz de vencer a hombres entrenados por años para ser los mejores. Acila, prima de alto rango del príncipe Hoh-Quiú, estaba sentada frente a un espejo trizado. Se pasó la lengua por la palma de la mano, se pasó la mano por el rostro pero la suciedad apenas se resintió.

Ella, igual que otros, había logrado permanecer en su palacio después del final de la guerra.

Todas las catástrofes tienen rincones a salvo. Y hasta los invasores más brutales suelen dejar puertas sin abrir. Así, las hordas que Misáianes envió para arrasar las Tierras Fértiles pasaron junto a una mata de flores sin rozarla.

Igual que las flores a un lado del camino, Acila fue olvidada en un palacio vacío donde dormir era tan difícil como despertar.

Por los huecos de las ventanas mal tapadas con telas, Acila escuchaba las voces de los extranjeros que se habían adueñado de la ciudad del Sol el día en que Molitzmós ocupó el trono. Sonrió con amargura recordando cuánto le había costado nombrarlos por primera vez. Cierto que ella se demoraba en pronunciar y repetía sonidos. Sin embargo, nunca como entonces se le atascaron las sílabas en la boca. Lo intentó toda una noche. Se lastimó la lengua entre los dientes. Sacudió la cabeza hacia abajo golpeándose la nuca como si los sonidos fueran guijarros en su garganta.

Pero tardó tanto en lograrlo que cuando dijo sideresios, los sideresios estaban derribando las puertas de su palacio.

En el sitio luminoso donde había crecido no quedó nada de valor. Todo se lo llevaron; hasta los pájaros coloridos y las mujeres jóvenes.

Los sideresios arrebataban las riquezas y el placer que el amo les concedía. Pero Acila, ni carnal ni joven, permaneció allí junto a algunos sirvientes enfermos. Posiblemente los sideresios volverían más tarde, seguramente un día cualquiera llegarían a buscarlos. Aunque, tal vez, quienes hicieran silencio y caminaran descalzos podrían desvanecerse en medio de aquella victoria embrutecida.

La noche del ataque a su palacio, cuando los pasos y los gemidos dejaron de oírse, Acila se tendió suavemente en el suelo.

No pudo evitar que las lágrimas se agolparan detrás de sus ojos. Pero no las lloró, porque Acila despreciaba el llanto.

Luego se durmió para juntar la fuerza que necesitaría.

A la mañana siguiente recorrió las salas acariciando colgajos de tapices y ánforas rotas. Finalmente atravesó los jardines hasta el pabellón de los enfermos. Entró. Miró a sus sirvientes, uno a uno, sin indulgencia. Entonces, les ordenó ponerse de pie con fiebre y con inflamaciones. Acila les ordenó sanarse o morir.

Enseguida regresó al salón más importante del palacio y allí esperó.

De a poco fueron llegando los sirvientes. Venían jadeando y tosiendo, tragando saliva amarga, pero dispuestos a realizar lo que Acila ordenase. Y no era por miedo sino por ternura.

La habían visto crecer; por eso no les asombró su empecinamiento. Ella era mujer y jugaba yocoy, no era bella y había desdeñado a todos los que pretendieron desposarla. Ahora, rodeada de añicos y despojos, les estaba ordenando que abrillantaran el palacio.

Acila enderezó los arcones. Para que ya no estuvieran vacíos, nombró con lentitud cada una de las piezas que habían guardado: el peine de oro que perteneció a su madre; los alhajeros engarzados y, dentro de ellos, las horquillas y los medallones labrados con miniaturas; el balsamero de plata…

Los nombró de tal modo que los sirvientes pudieron tomarlos en sus manos, pulirlos y colocarlos nuevamente en su sitio.

Luego describió minuciosamente los tapices que, de inmediato, fueron sacudidos y colgados de los muros. Y así fue con cada cosa, hasta que aquel grupo de alucinados vio que el palacio resplandecía.

Tiempo después, en aquel palacio, Acila se miraba en un espejo trizado a la luz de una lámpara de aceite.

Una sierva golpeó a la puerta con suavidad. La anciana, que conservaba unos pocos mechones de cabello y tenía los dedos torcidos por la enfermedad, sentía veneración por su ama. La había alimentado en su pecho y guardaba para siempre ese amor.

—Mi señora —llamó.

Acila, su señora, le dijo que se acercara. La sierva entró y se detuvo a sus espaldas de los dos lados del espejo.

—¿Qué —la siguiente palabra demoró y llegó como un golpe— traes?

—Traigo novedades de afuera —respondió la sierva.

Rápidamente Acila giró para escucharla:

—Dime…

—Vino el hombre de siempre avisando que la reunión se realizará esta madrugada. Cerca del quinto puente del canal mayor, en la orilla oeste, hay una barraca abandonada. Él dijo que allí se hará.

Acila pidió que repitiera lo que había dicho. Y volvió a enterarse de que esa madrugada, en una barraca abandonada, quinto puente del canal mayor, iba a realizarse la reunión que estaba esperando. Enseguida, le ordenó a la sierva que se retirara. Lo hizo prolongando el sonido inicial, porque solía ser ése el que más demoraba en completarse. Cuando se quedó sola, volvió a mirarse. Entre su rostro y el espejo, la llama se empequeñecía. Una medida completa de aceite se había consumido. Pero el anuncio había llegado al fin, y Acila pensó que la ocasión bien valía ese lujo.

Acabada la guerra, muchos nobles de la Casa de Hoh-Quiú lograron escapar y ocultarse fuera de la ciudad. Allí permanecieron a la espera.

Esperaban que las familias de la Casa rival se volvieran contra Molitzmós apenas pudiesen comprender que la guerra entre linajes había sido un engaño sangriento. Y que no era Molitzmós, sino Misáianes, quien en verdad ocupaba el trono. Tal como lo esperaban, sucedió…

De uno y otro bando empezaron a llegar señales. Confusas primero, siempre cautelosas, pero finalmente precisas.

Las Casas del País del Sol no iban a inclinarse ante el poder del Odio Eterno. Y aunque jamás los nobles olvidaron sus propias aspiraciones, ni dejaron de vanagloriarse de sus escudos, la alianza se hizo firme.

Había nacido la resistencia contra Misáianes en el sitio donde los sideresios eran poderosos.

Y nuevamente, los jugadores de yocoy convocaron a Acila.

Era imprescindible que las mentes más brillantes se aliaran entre ellas y con el cielo para concebir un juego definitivo.

Una partida de trazos cautelosos, que no pudiesen advertir ni el discernimiento de Molitzmós ni las pupilas de Misáianes.

Los conspiradores no se reunían nunca en el mismo sitio. Aquella madrugada sería en el quinto puente, orilla oeste del canal mayor.

El día en que los sideresios arrasaron su palacio y su vida entera, Acila tomó una determinación. Se aferró a ella y sobrevivió silenciosa entre las ruinas de su pasado. Esperó en la bruma. Esperó lo necesario, repitiéndose siempre lo mismo.

«Nadie vence porque sí. Vence el que es mejor, por eso vence.» Lo decía en pedazos, pero lo pensaba intacto. «Vence el que es mejor, por eso vence.»

El llamado a participar en aquella partida de yocoy la tomó por sorpresa. Nunca imaginó Acila tanta estima por parte de los hombres eruditos del País del Sol. Y aceptó sin demoras, sabiendo que sus propósitos se fortalecían. ¡Los conspiradores le acortaban en mucho el camino que había emprendido sola!

Pensando en eso, Acila fijó los ojos en el objeto que estaba frente a ella, envuelto en una tela de lana áspera. Lo desenvolvió con anhelo: allí esperaba su corona. No la que tenía asignada por tradición familiar, y que los sideresios se llevaron.

Sino la corona que ella misma había labrado por las noches a la luz mortecina del aceite, y que adornó luego con trozos de cristales rotos y cuentas de collares que se habían deshilvanado en la violencia del saqueo. Acila la colocó sobre su cabeza y se miró con detenimiento el rostro anguloso. Amaba a esa mujer que estaba frente a ella, la amaba en su sequedad de gracias femeninas, en el vello excesivo de sus brazos. Estuvo así un buen rato, perdida en sus sueños. Después se quitó la corona y la regresó a su sitio.

Con un mínimo fruncimiento de los labios apagó la llama que la separaba de sí misma. Se perdió el espejo. Acila volvió a ser una sola.

Llegaba la hora de hacer un nuevo intento… La mujer se puso de pie, alisó los harapos que la cubrían y salió de la oscuridad.

Caminó con los ojos puestos en las piedras de la calle. En parte para evitar ser reconocida por quienes no debían saber que marchaba hacia el palacio de mando. En parte, por no ver los despojos de la maravillosa ciudad del Sol. Pero, a su pesar, los despojos también podían olerse. Acila recordó los poemas antiguos; decían que la sangre de la nobleza del País del Sol olía a flores de romero. Entonces se mordió el labio hasta lastimarlo. Cuando tuvo sangre, se untó un poco bajo la nariz y aspiró profundo. Así era en verdad, como flores de romero.

Acila tenía el tiempo justo para llegar al diario ritual de saludar al sol poniente. Único momento en el que, si tenía suerte, podía hacerse oír por Molitzmós.

Debilitados por la gran derrota del desierto, abandonados de la guía de Drimus, y sin tener todavía un nuevo mando capaz de tomar las decisiones incomprensibles pero definitivas que tomaba el Doctrinador, los jefes sideresios debían mantener ciertas consideraciones con Molitzmós. Por eso permitían realizar la ceremonia en la que el príncipe gobernante le pedía al sol que regresara al día siguiente.

Todos los príncipes del País del Sol celebraron el ritual de idéntica manera y con las mismas palabras.

Cada atardecer, el príncipe aparecía en la explanada del palacio suntuosamente vestido y enjoyado. Con los brazos extendidos y la cabeza hacia el cielo, recitaba una plegaria inmemorial que parecía venir de los labios del primer hombre que vio atardecer y temió que la luz no regresara. Luego, el príncipe gobernante arrojaba panes de maíz como muestra de generosidad.

Siempre el pueblo del Sol se había reunido para presenciar la ceremonia.

Antes, los hombres y las mujeres se esforzaban por conseguir uno de aquellos panes porque era señal de grandes provechos para quien lo lograba. Entonces, el de la buena suerte cortaba el pan en pequeños trozos y lo repartía entre los que estaban cerca.

Por los días del gobierno de Molitzmós, los hambrientos estiraban sus manos temblorosas y débiles. Y aquel que se apoderaba de un pan lo defendía con crueldad de quienes intentaban arrebatárselo.

Acila debía conseguir que su voz entrecortada ascendiera entre tantas voces hambrientas. Era necesario, por eso, determinar con inteligencia qué palabra decir. Una palabra que a Molitzmós no pudiera pasarle inadvertida.

Ya en dos ocasiones había fracasado. La reunión acordada para la madrugada siguiente significaba que debía intentarlo otra vez. Según los planes, meticulosamente trazados por los jugadores de yocoy, la conspiración no podría avanzar sino hasta que Acila lograra su cometido.

La firmeza de su porte le abrió paso entre la multitud, que adivinaba en ella a alguien de propósitos implacables. Gracias a eso, Acila pudo llegar cerca de Molitzmós.

El príncipe gobernante alzó sus brazos y habló con el sol. Lo hizo aún sabiendo que las palabras le eran devueltas como granos de arena contra sus ojos. Apenas concluyó, los hambrientos empezaron a rogarle pan. Acila juntó fuerza en su estómago y la empujó hacia arriba con todo el rigor de sus músculos. Si lograba decir una sola palabra, la que Molitzmós debía escuchar, la espera y el dolor quedarían recompensados.

Acila separó los labios. Dijo Ba…, muy ronco, muy bajo. Los hambrientos podían más que ella. Pujó por sacar la palabra de su garganta, dijo Bal… Peleó por sacar la palabra de su boca, dijo Balam…

Acila apretó los puños. Se tensó desde sus muslos fuertes, se irguió entre la muchedumbre y buscó el olor del romero.

—¡Balameb! —gritó.

Nadie vio palidecer a Molitzmós. Ella, sí. Nadie comprendió por qué, de inmediato, un soldado de la guardia del príncipe vino en su busca. Ella, sí. Había logrado su primer propósito. Estaba de pie frente a Molitzmós, el que enarboló la cabeza sangrante de su Casa.

—¿Quién eres?

—A… —pero se vio obligada a detenerse—. Acila.

Molitzmós recordó ese nombre. En muchas ocasiones había oído hablar de la notoria inteligencia de una mujer de la Casa adversaria, prima de Hoh-Quiú, a quien se conocía también como Lengua Demorada. El Señor del Sol no podía saber qué motivo había conducido a esa mujer hasta el palacio de mando a llamar su atención, pero debía ser una causa semejante a la vida.

—Lo hiciste bien, Lengua Demorada —dijo Molitzmós.

Acila agradeció el elogio que viniendo de una m…mente como la suya era doble honor, le dijo.

—Debería ordenar tu destino ahora mismo. ¿Lo sabes?

Ella asintió.

—Pero antes entraremos al palacio.

Mientras caminaba hacia las habitaciones privadas, separado de Acila por sus soldados de custodia, Molitzmós iba pensando que eran muy pocos los que, por esos días, sabían algo acerca del Códice Balameb. Recordó la última vez que había hablado sobre él sin nombrarlo. Fue recorriendo los jardines de la Casa de las Estrellas en compañía de Bor, durante los primeros días del concilio. También recordó que, justo entonces, habían encontrado a Nakín de los Búhos jugando con Elek. Los dos jóvenes competían en imitar el canto de las aves que habitaban el estanque… ¡Pero no era momento para esos recuerdos! Ya habían llegado a la sala de mando, y estaba urgido por saber:

—¡Explícate, Acila! —ordenó.

La mujer no pudo evitar recorrer con la mirada el lugar que había conocido durante su niñez. Enseguida, el malestar de Molitzmós se hizo evidente. Acila tenía que dar cuenta de su atrevimiento.

—Habla de una vez.

Y Acila dijo lo que debía decir. Le dijo que, esa misma madrugada, cerca del quinto puente del canal mayor y en una barraca abandonada, nobles de las dos Casas iban a reunirse para comenzar una conspiración en su contra. Dijo también que ella había sido convocada para participar del alzamiento. El primer objetivo de la conspiración era Molitzmós, y luego el ejército de Misáianes.

Molitzmós la escuchó en silencio hasta el final. Y tal como ella lo había hecho con su sierva, él pidió que repitiera todo, detalle por detalle.

Acila habló con las mismas demoras y los mismos tropiezos. Recién entonces, el Señor del Sol caminó hacia ella, la tomó del brazo y le habló con furia remordida.

—Y tú, ¿en nombre de qué vienes a contármelo?

La ferocidad de Molitzmós fue inutilizada por la perfecta tranquilidad de Acila. La mujer aguardó en calma a que la mano del hombre la soltara. Sin embargo cuando se vio libre no se alejó de él, sino que se acercó para que Molitzmós pudiera sentir el aroma a romero que corría bajo sus harapos. Molitzmós lo sintió, y no pudo apartarse.

—Quiero conocer tus razones —dijo, bajando la voz.

Las razones de Acila tenían que ver con sus más profundas convicciones.

—Nadie… —y la garganta se le llenó de piedras— vence porque sí.

Molitzmós del Sol esperó las palabras sin impacientarse; era bello aquel modo demorado de hablar.

—Vence el que es mejor… —una abeja encerrada en la boca de Acila se golpeaba contra el paladar—. Por eso vence.

Molitzmós estaba empezando a entender, pero quiso saber más. Porque tanto como conocer las verdaderas intenciones que la mujer traía, quería deleitarse con la cadencia entrecortada de su pronunciación.

Acila le dijo entonces que, desde el comienzo, ella había comprendido su pacto con Misáianes. Y que obraba ahora con sus mismas razones. Estaba segura de que Molitzmós acabaría siendo Señor de las Tierras Fértiles, y deseaba estar de su lado. No quería permanecer en un palacio ruinoso; despojada de los atributos del poder y de la dignidad del conocimiento.

Tampoco quería formar parte de una conjura grotesca, ni compartir su destino con los oscuros pueblos del sur. Ella pertenecía a la nobleza, olía a romero.

—Así es en verdad —aceptó Molitzmós—. Hueles a flores de romero.

El príncipe entendió que Acila le traía como obsequio el secreto de la conspiración para recibir, a cambio, un lugar en el nuevo Orden. Años atrás, él había tomado un camino semejante y recordaba el dolor de los primeros pasos.

El Señor del Sol giró para señalar un tablero de yocoy. Las piezas de oro y jade se alineaban en sus lugares, dispuestas para el juego.

—¿Aceptas un desafío? —preguntó.

Acila no respondió de inmediato. También eso fue valorado por el príncipe.

—¿Y bien…? —insistió.

—Acepto —sonrió Acila.

Los contrincantes se sentaron frente a frente, y lejos de las horas. Jugaron en completo silencio, pensando con cuidado cada movimiento. Cuando cantó el último pájaro de la noche, Molitzmós ganó la partida.

—Habría sido la primera derrota de mi vida —dijo, estirándose hacia atrás.

Acila volvió a sonreír. Y respondió que se alegraba de no haber sido ella quien inaugurara esa pena. Molitzmós se inclinó hacia adelante para tomar a la mujer por la nuca. La atrajo hacia él:

—Vamos al quinto puente —le dijo—. Y ¡ay de ti, si en algo mentiste!