Después del sol

El viento seco estaba cerca. El País del Sol no lo había conocido sino hasta después de la guerra, cuando la sequía dejó de caminar.

—La sequía ha perdido sus pies, vecino. Es por eso que no se va de aquí…

—Y el viento lo empeora todo.

—No hay peor para nosotros. Ni siquiera este viento que viene —el hombre añoraba el tiempo en que eran labradores del reino de Hoh-Quiú—. No hay peor.

Un poco antes de la llegada del viento, el calor se hacía insoportable y el aire se saturaba de tierra. Los hombres que realizaban trabajos a la intemperie corrían a buscar refugio sin que nadie los detuviera, porque también sus guardianes cabalgaban hacia sitios seguros.

Todos sabían que el viento tórrido del norte agrietaba la carne, y florecía los labios en ampollas de agua. Y había quienes aseguraban que algunas ráfagas, como trombas de fuego por el aire, podían calcinar cualquier vida a su paso.

Hombres y animales se convierten en bultos de color ceniza, aseguraban.

Es imposible sepultarlos, decían. Se nos deshacen entre las manos.

Y no había impiedad en seguir de largo, porque los muertos apenas eran montoncitos de polvo que el próximo viento iba a arrastrar hasta el final del mundo.

En el palacio de mando, las ventanas estaban cerradas y cubiertas con gruesos tapices. Dos mujeres empapaban paños que luego colocaban sobre el cuerpo casi desnudo de Molitzmós. Aunque renovaban con frecuencia el agua, que rápidamente se ponía tibia y oscura, el alivio para el príncipe era escaso.

—¡Canta! —ordenó Molitzmós a una de las jóvenes.

Ella se limpió la tierra de la boca, y comenzó con una letanía opaca. Como opaca era esa tarde de viento seco en la ciudad del Sol.

Un rato después, Molitzmós parecía dormitar sobre los lienzos humedecidos de sudor. Pero, en verdad, el Señor del Sol atendía a los ruidos que venían del exterior, procurando reconocer uno al que llamaba «cencerro del viento». Le había puesto ese nombre porque el sonido llegaba y se iba, crecía y amainaba con el torbellino. Lo que Molitzmós deseaba escuchar eran los golpes del cráneo de Hoh-Quiú contra la lanza que lo sostenía.

—Suena, cencerro, suena —musitó.

Sin embargo, la osamenta del antiguo príncipe estuvo callada. Inquieto por ese silencio, Molitzmós se libró de los paños húmedos. Ató a su cintura uno de los lienzos sobre los que descansaba, y comenzó a recorrer la habitación con andar nervioso. Era incapaz de aguardar a que el viento acabara; pero debía hacerlo. Esperó bebiendo, esperó murmurando… Por fin, sintió que el viento cedía. Y se apuró a quitar el tapiz colgado en una de las ventanas. La nube de tierra era tan densa que le impedía ver el terraplén frente al portal mayor.

—¡Desciende! —pero la tierra no reconocía su voz.

El tiempo que la polvareda demoró en disiparse, Molitzmós lo pasó dando suaves golpes de puño contra el muro.

—¡Cállate! —ordenó.

Recién entonces la joven mujer dejó de entonar su melodía. Si Molitzmós olvidaba la orden, ella cantaría dormida.

Cuando la tierra regresó a su sitio, las sospechas del príncipe gobernante quedaron confirmadas. La lanza que había enarbolado durante un largo año la cabeza de Hoh-Quiú estaba arrancada de cuajo. Los huesos se habían marchado.

Molitzmós se vistió malamente. Y salió en busca de los jefes sideresios para anunciarles lo sucedido. El robo era muy reciente. Tal vez, enviando partidas que rastrearan las inmediaciones del palacio sería posible encontrar al que se había aventurado bajo el viento seco para robar el cráneo de Hoh-Quiú. Pero la preocupación de Molitzmós no tuvo eco. Y su insistencia apenas sirvió para recrudecer el trato insolente de los sideresios. Ellos no creyeron necesario interesarse por el asunto. Estaban irritados a causa del calor sofocante, y sólo deseaban bañarse en los estanques para olvidar el viento.

Molitzmós, en cambio, permaneció intranquilo. Porque Molitzmós, bien dotado para el pensamiento, conocía el poder de los huesos.

Muy lentamente y detrás del viento, las calles empedradas volvían a poblarse. Hombres que avanzaban en procesiones a cavar, a estibar, a moler. Mujeres acarreando harina que no podrían amasar en las mañanas de sus chozas campesinas, como antes hacían, mientras caldeaban las piedras donde se cocía el pan diario.

Los niños del pueblo del Sol caminaban en hileras hacia los socavones estrechos de las minas; amarrados unos a otros por los tobillos. Eran muy pequeños; no alcanzaban a ver que el dolor era más vasto que ese día. Y esperaban que sus madres volvieran de los maizales a despertarlos de un sueño en el que nadie los amaba. El cielo de las Tierras Fértiles iba con ellos. El cielo que se metía bajo tierra amarrado con la misma cuerda, tobillo a tobillo, por no desampararlos.

También regresaron a las calles de la ciudad los que no eran provechosos ni siquiera para la esclavitud, debido a que ya estaban demasiado enfermos, o demasiado viejos. Algunos permanecían en las orillas de las charcas y en los canales que corrían bajo, buscando algas y renacuajos conque alimentarse. Otros preferían los sacos de maíz y granos que, con frecuencia, dejaban caer algo de su contenido. Pasaban el día entero persiguiendo a los acarreadores que se dirigían al palacio. A veces, algún saco cedía más que lo habitual. Allí los hambrientos se arremolinaban. Y sus cuerpos sin carne se reanimaban brevemente con el movimiento convulso de engullir semillas.

Al atardecer, todos acudían a la explanada del palacio de mando donde el príncipe gobernante arrojaba trozos de pan para que el sol lo viera.

El viento y el atardecer habían pasado.

Molitzmós estaba sentado frente a la ventana comiendo frutas de una bandeja rebosada y fresca. Una idea lo sorprendió, y llamó al soldado que montaba guardia en la puerta de su habitación.

Aquel soldado pertenecía al ejército que había peleado de su lado contra la Casa de Hoh-Quiú. El ejército que venció y no pudo siquiera enarbolar sus estandartes porque antes de limpiarse la sangre de sus adversarios fue desarticulado y sometido a una fuerza mucho más poderosa.

Rota la jerarquía de mando, menoscabados en su disciplina y en su orgullo, los soldados del Sol realizaban para los sideresios tareas insignificantes. Y tenían a su cargo la custodia personal del príncipe y de los nobles que permanecían en el palacio.

Desde la entrada de los sideresios a la ciudad y al palacio de mando, no había entre los soldados del Sol y la servidumbre palaciega otra diferencia que el modo de vestir.

—¡Mírame! —exigió Molitzmós. Luego preguntó—: ¿Qué dicen en los cobertizos y en los establos?

El soldado sabía que fingir ignorancia sobre el sentido de la pregunta sólo enfurecería más al príncipe.

—Dicen poco —respondió—. Sólo repiten que el robo sucedió cuando era fuerte el viento.

—¿Y sonríen…? ¿Los has visto sonreír cuando repiten eso?

—No. Nadie sonríe en los establos y en los cobertizos.

El príncipe gobernante tomó un puñado de moras de la bandeja, y apretó fuerte su mano.

—Mira tú mismo el resultado —dijo extendiendo la palma.

El soldado miró.

—Ahora ve y diles que así quedará el corazón del infeliz que celebre lo que ocurrió bajo el viento.

Más tarde, el mismo soldado fue a los cobertizos en busca de los que sonreían.

—Según parece —les anunció, copiando las palabras del príncipe—, sus corazones quedarán como un puñado de moras deshechas.

Un herrero forjaba metales junto al fuego. El hombre, que había poseído alta jerarquía en el ejército del Sol, respondió mientras golpeaba con la maza.

—Es posible —dijo—. Pero entra a la selva y observa las moras… Crecen a su antojo y sin cuidado alguno. Las arrancas a machete, y renacen. Piensa en eso, soldado. Sonríe tú también.