Estas palabras fueron antes memoria, antes fueron sucesos. Palabras que nadie podría pronunciar, desmemoria, sucesos perdidos para siempre si una mujer Nakín no se hubiese ofrendado.
El Clan de los Búhos le otorgó un destino: debía resguardar para los hombres todos los aconteceres de un tiempo que ya era antiguo cuando transcurría. Ella obedeció. Se sentó frente a los códices sagrados.
Sin cerrar nunca los ojos, repitió la misma cosa durante muchos días, muchos años. Y sólo esas palabras le importaron. Pero luego comprendió que no bastaba con obstinarse en retener sucesiones idénticas. Comprendió que en la línea recta se fatigaba la memoria. Entonces, siguió el camino de la línea que se tuerce y retuerce; porque el trazo circular es más propicio para el recuerdo.
Cuando tampoco fue bastante, Nakín buscó el favor de la música. Y es que la música dispone de inmensidad. Más que el desierto y el horizonte.
Pero nuevos nombres y cifras se añadían. Crecía su cansancio.
Agitada, transformada en rumores sin sentido, Nakín trazó dibujos en su memoria. Una bandera para el número veinte. Para el número diez, media bandera. El cuatrocientos fue una pluma, el ocho mil fue una balsa. De ese modo, Nakín de los Búhos retuvo las edades y los años; todos los números del pasado.
Sin embargo, tampoco así fue suficiente. Ya sin espacio por dentro, lívida por fuera, Nakín pidió ayuda a los colores. Confió en ellos. Negro y rojo para la sabiduría, azul para la realeza, amarillo para el rumbo de las mujeres.
Al fin, Nakín de los Búhos cayó hasta el fondo de su fatiga. Cerró los ojos, cubrió con sus manos los signos de los códices. Y dejó escapar por la boca entreabierta cada uno de los recuerdos que guardaba. Creyó, sin clemencia por sí misma, que era débil y apocada en su alma.
La mujer abrió los ojos para llorar. Entonces, vio a través de sus lágrimas. Y aprendió por el llanto que la memoria sólo perdura si se reinventa.
«Antes fui mujer, Nakín de los Búhos. Luego mis mayores me dispusieron para el recuerdo y lo acepté. Al principio dije la misma cosa durante muchos días, muchos años. Y sólo esas palabras me importaron. Cuando no fue bastante, comencé a cantar. Y es que la música dispone de inmensidad; más que el horizonte y el desierto.»
»Pero nuevas cifras y nombres se añadían. Crecía mi cansancio… Tantas cifras y nombres, tanto cansancio se añadía que tracé dibujos en mi memoria. El cuatrocientos fue una pluma, el ocho mil fue una balsa.
»Después puse en mi ayuda los colores. Confié en ellos.
»Al fin, me despeñé hasta el fondo de mi fatiga. Cuando abrí los ojos para llorar vi a través de las lágrimas. Y aprendí que la memoria debe ser reinventada. Sólo así es capaz de perdurar y atravesar el tiempo.»
Nosotros le pedimos… ¡Canta, Nakín!, ¡reinventa la memoria! Balsa sobre balsa sobre pluma en azul. Continúa cantando para que no olvidemos.
Ella responde… Azul estoy cantando. Canto media bandera en rojo y negro. ¡Ya no puedo hacer más que reinventar colores y cantarlos! Ya no puedo hacer más.