7
A cualquier precio

Primavera del 333 d. R.

Deberías cojear más deprisa —le dijo Hasik a Abban con una risotada—, o te dejaremos atrás en la oscuridad.

El mercader compuso un gesto de dolor. El sudor le corría por las gruesas mejillas. Ahmann había impuesto un ritmo brutal de regreso al campamento krasiano y encabezaba la marcha a grandes zancadas, seguido por Ashan, de modo que el pobre tullido caminaba entre Hasik y Shanjat, dos hombres que le habían torturado desde la niñez y que ahora eran más crueles aún.

Justo una semana antes, Hasik había violado a una de sus hijas cuando esta acudió a su pabellón para entregar un mensaje. La vez anterior, la víctima había sido una de sus esposas. Jurim y Shanjat se habían empeñado en tomar bajo su protección en el Kaji’sharaj a los hijos nie’Sharum de Abban, y les habían inculcado tal odio por su padre khaffit que el corazón del mercader estaba destrozado. Todas las Lanzas del Liberador se burlaban de él, le escupían y le golpeaban cuando el Shar’Dama Ka no estaba presente. Todos conocían a Ahmann desde hacía mucho y estaban resentidos con Abban porque a él lo escuchaba y, a ellos, no. El mercader sabía que si perdía el favor de Ahmann, su vida no valdría nada.

Pero en el momento en que abandonaron el bloqueo generado por la gigantesca protección de Hoya del Liberador, el mercader sintió verdadero pavor así que se vio obligado a aceptar que no había nada que los Sharum pudieran hacerle que le hiciera sentir demasiado orgulloso como para no suplicar su protección durante la noche.

Ese era el destino de un khaffit.

—No entiendo por qué habéis tratado a esos peleles chin como si fueran hombres de verdad —le comentó Ashan a Jardir mientras caminaban.

—Esa gente es fuerte —replicó él—. Incluso sus mujeres poseen cicatrices de los alagai.

—Sus mujeres son descaradas como prostitutas —repuso el sacerdote— y deberían ver más a menudo el revés de las manos de sus esposos. ¡Y la que los dirige es la peor de todas! No me puedo creer que la dejaseis reprenderos como una… una…

—¿Dama’ting?

—Como si fuera más que la Damajah. Y esa mujer no lo es.

El rostro de Ahmann se contrajo ligeramente, un signo de irritación apenas visible pero que, sin embargo, habría hecho que Abban corriera a esconderse si hubiera habido algún lugar donde hacerlo.

Sin embargo, esa vez contuvo su temperamento.

—Piensa, Ashan. ¿Por qué debo malgastar guerreros en conquistar a estas gentes para la Sharak Ka si ellos ya luchan contra los alagai?

—Pero no luchan bajo vuestro mando, Shar’Dama Ka —señaló el damaji—. El Evejah ordena que todos los guerreros han de obedecer al Liberador para poder ganar la Sharak Ka.

Él asintió.

—Y así será. Pero si he conseguido unir a las tribus de Krasia no ha sido matando hombres. La unidad nació cuando mezclé mi sangre con la suya a través de mis matrimonios con las dama’ting. No veo por qué no podemos hacer lo mismo en el norte.

—Os casarías con esa… esa… —Ashan no podía creerlo.

—¿Esa qué? ¿Esa hermosa mujer que mata a los alagai con un gesto de su mano y que protege con grafos del pasado? —Alzó la capa bordada que le había regalado hasta su rostro, cerró los ojos e inhaló profundamente—. Incluso su olor me embriaga. Tengo que poseerla.

—¡Pero si ni siquiera es evejana! —escupió el sacerdote—. ¡Es una infiel!

—También los infieles forman parte del plan de Everam, amigo mío —repuso él—. ¿Es que no lo ves? La única tribu del norte que lucha la alagai’sharak es dirigida por una mujer, una sanadora norteña bendecida con poderes que jamás se habían visto hasta ahora. Si me caso con ella, puedo sumar su fuerza a la nuestra sin verter ni una sola gota de sangre. Es como si el mismo Everam hubiera planeado nuestro encuentro. Puedo sentir su Voluntad arder en mi interior y no me negaré a ella.

Ashan parecía preparado para seguir discutiendo, pero quedó claro que Jardir consideraba el asunto zanjado. Frunció el ceño, pero se inclinó.

—Como desee el Liberador —concedió entre los dientes apretados.

Al final llegaron al campamento y el mercader dejó escapar un suspiro de alivio cuando vio que habían levantado el pabellón de Ahmann y el resto de los guerreros les aguardaban allí. Los dal’Sharum rodeaban la tienda del Shar’Dama Ka, durmiendo por turnos, siempre alertas ante cualquier amenaza, viniera de los demonios o no.

—Abban, quiero reunirme contigo —ordenó Ahmann—. Shanjat y Ashan, marchaos con el resto de los hombres.

El damaji y el kai’Sharum intercambiaron una mirada amarga, pero no discutieron y se apresuraron a obedecer. Hasik se puso en movimiento para seguir a Jardir, pero él lo detuvo con una mirada.

—No necesito un guardaespaldas para reunirme con un khaffit.

Hasik hizo una reverencia.

—Si no me asignáis otro destino, Liberador, asumo que mi sitio está a vuestro lado.

—Habría que levantar mi tienda —sugirió el mercader.

Ahmann asintió.

—Hasik, ponte a ello.

El guerrero alzó hacia el tullido una mirada asesina, pero este, sintiéndose a salvo detrás de Jardir, no le dedicó la reverencia obsequiosa de un khaffit, sino una mueca de burla.

Luego se volvió, se acercó a la tienda y alzó la solapa de la entrada para que Ahmann entrara primero. La rabia impotente del rostro de Hasik era una pobre compensación por la virginidad de su hija, pero Abban se vengaba como podía.

Jardir se volvió hacia Abban cuando estuvieron a solas.

—Me disculpo por haberte golpeado. Fue…

—Una manera de impresionar a la mujer, lo sé —le cortó el mercader—. Y habría sido un buen truco si hubiera funcionado, pero esos chin ven el mundo de manera distinta a nosotros.

Él asintió, pensando en cómo el Par’chin solía defender al tullido.

—Nuestras culturas son un insulto la una para la otra. Debería conocerles mejor.

—Hay que tener un cuidado especial cuando se trata con los chin —coincidió Abban.

Jardir alzó la Lanza de Kaji.

—Yo soy un guerrero, Abban. Mis estrategias sólo sirven para conquistar hombres y luchar contra los alagai. No soy bueno en eso de la… manipulación —escupió la palabra—, en la que Inevera y tú destacáis tanto.

—Las mentiras siempre os han sabido a bilis en los labios, Ahmann —comentó el hombre, con una reverencia que era tanto una muestra de respeto como una burla.

—Entonces, ¿cómo podría conseguir a esa mujer? —preguntó Jardir—. He visto cómo me miraba. ¿Crees que tiene libertad para escoger esposo como las dama’ting o debo acercarme antes a su padre?

—Las dama’ting tienen esa libertad porque no sabemos quiénes son sus padres. Que la señora Leesha nos presentara a su padre es una señal, y después os dio la capa, un signo claro de que se encuentra abierta al cortejo. Una doncella cualquiera podría haber entregado una pieza de ropa de buena calidad a un pretendiente, pero la suya era digna del Liberador.

—Así que sólo será cuestión de negociar la dote con su padre.

Abban sacudió la cabeza.

—Erny es un negociador duro, pero eso será lo de menos. Yo estaría más preocupado por si la Damajah se opone a la unión y los damaji la apoyan.

—Mataré a cualquier damaji que se enfrente a mí por esto, incluido Ashan.

—¿Y qué mensaje enviaríais a vuestro ejército, Ahmann —le preguntó—, si su líder mata a sus propios damaji por una mujer chin?

El líder krasiano le miró con cara de pocos amigos.

—¿Y eso qué importa? Inevera no tiene motivos para oponerse.

El mercader se encogió de hombros.

—Sólo lo he sugerido porque sospecho que la Damajah no dominará a esta mujer del norte tan fácilmente como al resto de vuestras Jiwah Sen.

Sabía que el tullido llevaba razón. Siempre había pensado que Inevera era la mujer más poderosa del mundo, pero esta Leesha de Hoya del Liberador parecía poder rivalizar con ella. Leesha no jugaría el papel de una esposa menor y su Primera Esposa no toleraría otra situación.

—Pero es ese espíritu indomable el que debo tener a mi lado, si quiero llevar a los chin a la Sharak Ka. A lo mejor podría casarme con ella en secreto.

El tullido sacudió la cabeza.

—La Damajah acabaría por enterarse de la unión y podría anularla con una sola palabra, lo que la tribu de la Herborista se tomaría como un insulto intolerable.

Ahmann sacudió la cabeza a su vez.

—Tiene que haber un modo. Siento que esto es voluntad de Everam.

—Quizá… —comenzó Abban, retorciendo los rizos de su barba aceitada con los dedos.

—¿Sí?

El mercader se quedó en silencio un momento, pero después sacudió la cabeza e hizo un gesto con la mano de manera despectiva.

—Sólo ha sido una idea que se ha desvanecido como el agua entre los dedos.

—¿Qué idea? —preguntó él y su tono dejó claro que no repetiría la pregunta.

—Ah, sólo me preguntaba, ¿qué tal si la Damajah sólo fuera vuestra Jiwah Ka krasiana? Si las cosas fueran así, sería razonable buscar una Jiwah Ka norteña, para que arreglara matrimonios con los chin en las tierras verdes. —Luego sacudió la cabeza—. Pero ni el mismo Kaji tuvo jamás dos Jiwah Ka.

Jardir se frotó las manos, pensativo, y al hacerlo notó las suaves cicatrices de los grafos grabados en su piel.

—Kaji vivió hace tres mil años —dijo al final— y los textos sagrados están incompletos. ¿Quién sabe con certeza cuántas Jiwah Ka tuvo?

Como Abban, que solía saberlo todo, no respondió de forma inmediata, Ahmann sonrió.

—Mañana irás a la casa del padre de Leesha para pagar tu deuda —le ordenó— y para enterarte de qué dote pide por ella.

El tullido se inclinó y se volvió para marcharse.

Abban sonrió a los hombres de las tierras verdes mientras cojeaba a través de la aldea apoyado en su muleta con cabeza en forma de camello. Todos le miraban, muchos con desconfianza, pero mientras que en Krasia la muleta era una invitación a que cualquiera ejerciera la violencia contra él, entre los chin parecía tener el efecto opuesto. Al parecer, les avergonzaba golpear a un hombre que no podía defenderse, igual que les avergonzaba pegarle a una mujer. Eso explicaba por qué sus mujeres se tomaban tales libertades.

Cada vez le gustaban más las tierras verdes. El tiempo no era ni demasiado frío ni demasiado cálido, a diferencia del desierto, en el que había de soportar ambos extremos. En el norte, además, había una abundancia como jamás había soñado. Las posibilidades de negocio eran infinitas. Sus hijos y sus mujeres ya estaban haciendo una fortuna en Don de Everam y la mayoría de las tierras verdes estaban aún sin conquistar. En Krasia era rico, pero sólo se le consideraba medio hombre. En el norte, podría vivir como un damaji.

Abban se preguntó, no por primera vez, cuáles serían las intenciones reales de Ahmann. ¿Realmente creía que era el Liberador y que cosas tales como casarse con esa mujer eran la voluntad de Everam o sólo era una manera disimulada de conseguir poder?

Si se tratara de otro hombre cualquiera, él habría pensado lo segundo, pero Ahmann siempre había sido ingenuamente sincero sobre esas cosas y podría albergar perfectamente tales delirios de grandeza.

Era ridículo, estaba claro, pero la creencia en su divinidad compartida por todos los hombres, mujeres y niños de Krasia le daba un poder tan grande que en realidad importaba muy poco si era verdad o no. De cualquier modo, Abban servía al hombre más poderoso del mundo y si bien no habían retomado su antigua amistad, al menos había algo entre los dos que se le parecía mucho.

Pero ahora había un nuevo factor en la relación que mantenían, la Damajah, y él era un manipulador demasiado hábil para no reconocer a un igual cuando lo tenía delante. Inevera usaba a Ahmann para sus propios fines y esos eran indescifrables incluso para él, que había ganado verdaderas fortunas gracias a su capacidad para ver los deseos que albergaban los corazones ajenos.

La Damajah tenía algún poder desconocido sobre Jardir, pero no era completo. Él era el Shar’Dama Ka. Fuera una dama’ting o no, si él lo ordenaba, la gente no dudaría en destruirla para complacerle.

El mercader tenía muy claro que no podía interponerse entre ellos, por supuesto. Había sobrevivido demasiado tiempo para cometer un error tan tonto. En el momento en que Inevera detectara que le era desleal, lo aplastaría como a un escorpión bajo su sandalia y ni siquiera Ahmann podría detenerla. Se encontraba tan por debajo de la Damajah como del mismo líder krasiano. O incluso más.

«El único hombre que realmente puede manejar a una mujer es otra mujer», le había dicho su padre muchas veces. Y era un gran consejo.

Leesha Paper podría sacudir las mismas bases del poder de Inevera, pudiendo llegar incluso a liberar a Jardir por completo de él. Y lo mejor de todo sería que la Damajah jamás vería su mano en eso.

La sonrisa de Abban se ensanchó.

Abban estuvo encantado al descubrir que Erny era un regateador tan formidable en persona como lo había sido a través de los Enviados. Sentía un profundo desprecio por los que no regateaban. Sólo excluía de esa regla a Ahmann porque en su caso no se trataba de que no fuera capaz de hacerlo, sino que jamás se prestaría a ello.

El resultado fue un precio justo, pero después de que el mercader lo triplicara por orden de Ahmann, se convirtió en una buena suma. Erny y su esposa parecían muy complacidos mientras Abban contaba el oro.

—Tengo aquí todo el pedido —dijo Erny, poniendo la caja del papel con flores impresas de Leesha sobre el mostrador y abriendo la tapa superior.

El tullido pasó los dedos por la primera hoja del papel coloreado, sintiendo el diseño de las flores artísticamente dispuestas e insertas en la trama del material. Cerró los ojos e inhaló.

—Aún huele a flores, después de todo este tiempo —comentó con una sonrisa.

—Si lo mantiene seco, durará para siempre —explicó Erny—, o al menos la vida de cualquier hombre.

—Su hija parece tocada por la mano de Everam —añadió él—. Es perfecta en todos los sentidos, como un Serafín Celestial.

Elona bufó, pero su marido la miró con el ceño fruncido y ella se calló.

—Así es.

—A mi señor le gustaría comprarla como esposa —continuó Abban—. Me ha dado poderes para negociar su dote y será de lo más generoso.

—¿De cuánta generosidad estamos hablando? —intervino Elona.

—¡Eso que importa! —la increpó Erny—. ¡Leesha no está en venta como si fuera un caballo!

—Por supuesto, claro que no —le aplacó el mercader e hizo una reverencia para conseguir algo de tiempo. No esperaba la reacción del padre y era difícil saber si le había insultado de verdad o sólo era una técnica de regateo para elevar el precio—. Por favor, perdonad mi pobre comprensión de las palabras. Algunas veces no domino vuestro lenguaje, según parece. No quería ofenderle.

Erny pareció calmarse al oír el comentario y el mercader transformó su rostro en la sonrisa que había conseguido convencer a sus miles de clientes de que en realidad era un amigo más que otra cosa.

—Mi señor entiende que vuestra hija dirige la tribu y no es una mercancía cualquiera. Quiere concederos a ella y a vuestra gente un gran honor, al unir su sangre con la vuestra. A su lado, vuestra hija sería la primera de todas las mujeres del norte y tendría influencia tanto en la corte como en el lecho del Liberador de modo que podría evitar un innecesario derramamiento de sangre cuando él vaya a conquistar el norte.

—¿Eso es una amenaza? —inquirió Erny en tono beligerante—. ¿Me estáis diciendo que vuestro señor nos mataría para conseguirla si no se la vendo?

Abban enrojeció. Sí que le había insultado y gravemente. El Par’chin siempre le había dicho que los krasianos tenían el genio explosivo, pero parecía que los norteños no se quedaban atrás si uno les hablaba con la verdad por delante.

Extendió las manos y se inclinó profundamente.

—Por favor, amigo mío, comencemos de nuevo. Mi señor no pretende amenazar a nadie y tampoco ofender. Entre nuestra gente, es el deber del padre concertar los matrimonios de sus hijas. Parte del acuerdo consiste en que la familia del novio ofrece al padre y a la novia una dote como símbolo de su valor. Creía haber entendido que los norteños compartían esta costumbre con nosotros.

—Así es —intervino Elona antes de que el hombre tuviera tiempo de replicar.

—Alguna gente aún piensa así —la corrigió Erny—, pero no es así como he educado a mi Leesha. Si vuestro señor quiere casarse con mi hija, tendrá que cortejarla como un hombre cualquiera y, si ella decide que le quiere, entonces puede venir y pedir mi bendición.

A Abban eso le parecía un verdadero atraso, pero no importaba. Se inclinó de nuevo.

—Le explicaré vuestros términos a mi señor con claridad. Espero que comience a cortejar a vuestra hija de forma inmediata.

Los ojos de Erny se abrieron como platos.

—¡Yo no he…! ¡Eh! —gritó cuando Elona le clavó las uñas en el brazo de manera nada sutil. El mercader captó el gesto con interés. Sus esposas no eran dóciles, pero jamás osarían llevarle la contraria de esa manera delante de un cliente.

—A nadie le hará daño el que venga a traerle unas flores —comentó ella—. Tú mismo has dicho que era elección de Leesha.

Erny se la quedó mirando un buen rato y luego suspiró y asintió. Cogió la tapa de la caja y la colocó de nuevo sobre el papel fabricado por su hija.

—Es una caja muy pesada. ¿Queréis que busque a un chico para que se la lleve?

El tullido hizo una venia.

—Por favor.

—Creo que todos los chicos están ocupados —dijo Elona— y puedo llevarla dando un paseo.

De nuevo el mercader se sintió confuso. En Krasia, era común que las mujeres hicieran este tipo de tareas, pero por el modo en que Erny miró a su esposa con los ojos desencajados, comprendió que no le había parecido bien.

Observó a Elona cuando le dio la vuelta al mostrador y admiró su belleza, a pesar de que había perdido ya la juventud. Quizá era una esposa de almohada, una concubina a la que se le daba un trabajo sencillo con el fin de tenerla a mano para cuando su esposo quisiera aplacar la lujuria. Muchos krasianos las tenían, pero él jamás había tolerado la pereza y esperaba de sus esposas más jóvenes y bellas que trabajaran tan duro como las demás.

Mientras caminaban por el camino solitario que salía de la tienda de Erny, el mercader se volvió hacia la mujer.

—Ruego a Everam que mi incomprensión de vuestras costumbres no haya ofendido a vuestro esposo de forma perdurable.

Elona sacudió la cabeza.

—Nosotros somos muy diferentes de vosotros; aquí los padres aprueban los matrimonios, pero somos las madres las que los negociamos. Erny no dará su bendición hasta que se haya entregado la dote.

El mercader se detuvo de pronto, comprendiendo al fin.

—Claro. Lamento que la madre de mi señor, Kajivah, esté en Don de Everam con sus esposas. ¿Podría negociar yo en su lugar?

Elona asintió, pero alzó una ceja.

—¿Tiene otras esposas?

—Por supuesto. Ahmann Jardir es el Shar’Dama Ka.

La mujer frunció el ceño.

—Decidle que sea listo y ni se le ocurra mencionar a sus otras esposas a mi hija. Las chicas se ponen celosas en menos de lo que tarda el cielo en cubrirse de nubarrones.

Abban asintió.

—Gracias, no olvidaré advertirle. ¿Debo suponer que vuestra hija es virgen?

—Por supuesto —repuso Elona con brusquedad.

El mercader se inclinó de nuevo.

—Por favor, no os ofendáis. En Krasia, la Primera Esposa de un hombre inspeccionaría a las futuras esposas personalmente, pero si esa no es vuestra costumbre, con vuestra palabra será suficiente.

—Tened por seguro, como que hay Abismo, que nuestra costumbre al respecto es que nadie, salvo los maridos y las Herboristas, inspeccionan la entrepierna de las novias —aclaró ella—, así que no se os vaya a ocurrir ni a vos ni a vuestro señor pensar en probar la leche antes de comprarla.

—Por supuesto —repuso Abban, que asintió y sonrió ahora que había comenzado el regateo.

Jardir andaba de un lado a otro de su pabellón como un animal enjaulado, a la espera del regreso de Abban.

—¿Qué ha dicho? —inquirió con impaciencia en el momento en que el khaffit entró en la tienda—. ¿Está cerrado ya?

El mercader sacudió la cabeza y Jardir respiró hondo para aceptar la desilusión y dejarla pasar sin sentir dolor.

—La señora Leesha es más parecida a una dama’ting de lo que yo suponía —repuso él—. Tiene libertad para escoger marido, aunque hay que pagar una dote para obtener la bendición de su padre.

—Pagaré lo que sea.

El tullido hizo una reverencia.

—Ya me dijisteis eso —admitió—, pero yo, vuestro humilde servidor, he comenzado ya las negociaciones para minimizar el impacto sobre vuestras riquezas.

Ahmann movió una mano con un gesto despectivo.

—¿Así que tengo que acercarme yo mismo a ella?

—Su padre ha dado el permiso para que la cortejéis —contestó y el líder krasiano sonrió, cogió la lanza e hizo una pequeña parada delante de un espejo plateado para comprobar su aspecto.

—¿Qué le vais a decir? —le preguntó Abban.

Ahmann le devolvió la mirada.

—No tengo ni idea —contestó con sinceridad—. Pero si esto es voluntad de Everam, debo confiar en que lo que diga será lo correcto.

Abban frunció el ceño.

—No creo que esto funcione de esa manera, Ahmann.

Jardir se volvió a mirar al mercader sin necesidad de escuchar las palabras que no había dicho. Era como el Par’chin en ese aspecto: educado, tolerante y profundamente incrédulo.

Miró a su amigo y sintió un gran pesar en el corazón, porque comprendió por fin lo que significaba ser khaffit. Everam no les hablaba. Abban podría usar el nombre de Everam en cada una de las frases que componía, pero jamás había oído Su Voz o sentido el embeleso de someterse a Su Voluntad. Lo único que le hablaba al mercader era el beneficio y sería su esclavo para siempre.

Pero eso era también parte del plan de Everam, porque el khaffit veía cosas que los demás no veían, cosas que eran esenciales para él si quería ganar la Sharak Ka.

Puso una mano en su hombro y sonrió con tristeza.

—Ya sé que no lo comprendes, amigo mío, pero si tú no crees en el Creador, al menos, ten fe en mí.

El mercader se inclinó.

—Por supuesto. Pero al menos al principio, evitad hablar de vuestras otras esposas. Su madre me ha dicho que la señora Leesha es celosa y su genio estalla como una nube de tormenta.

Jardir asintió pues no le sorprendía que una mujer como ella fuera consciente de su propio valor y esperara que otras mujeres se apartaran a su paso. Eso sólo hacía que la deseara aún más.

Rojer dirigió de mala gana a sus aprendices durante los ejercicios. Habían mejorado un poco, pero cuando Kendall se inclinó a guardar su violín, quedó a la vista el extremo superior de las cicatrices que recorrían su pecho. Podría ser que las marcas de los demonios fueran una muestra de honor, pero para él también eran un recordatorio de lo lejos que aún estaban sus aprendices de ser de alguna utilidad durante la noche. Esperaba que los instructores del gremio de los Juglares llegaran pronto.

Por otro lado, los Leñadores entrenaban en el Cementerio de los Abismales. Tenían mucho trabajo por delante para construir la nueva zona protegida, pero mientras los krasianos estuvieran acampados en el claro, ningún Leñador tendría interés alguno en comenzar. Gared había hecho que algunos grupos patrullaran el pueblo y el resto se habían reunido en el Cementerio para entrenar y estar preparados en caso de necesidad. Leesha se pondría furiosa cuando viera que el trabajo no avanzaba, pero a pesar de todo lo que había sufrido, seguía siendo demasiado confiada.

Se oyó un grito y el Juglar alzó la mirada para ver cómo se acercaba el líder de los krasianos, seguido por sus dos guardaespaldas, Hasik y Shanjat. Llevaban las lanzas y los escudos a la espalda, pero mientras que él parecía relajado y sereno, los guerreros que le seguían tenían la mirada de quienes se saben rodeados de enemigos. Cerraban los puños sin darse cuenta, urgidos por la necesidad de empuñar la lanza.

Jardir se dirigió hacia Rojer y Gared dio un grito mientras se precipitaba a interceptarle junto con unos cuantos Leñadores. Los guardaespaldas se volvieron para enfrentarse a ellos y las lanzas y los escudos aparecieron en sus manos al instante. Cuando los Leñadores vieron aquello, mostraron también sus armas a la vista, de modo que pareció por un momento que el enfrentamiento iba a ser inevitable.

Pero Jardir se volvió, lo que sorprendió tanto a los Leñadores como a los Sharum.

—¡Somos huéspedes de la señora Leesha! —gritó—. Hasta que ella no decrete lo contrario, no se derramará sangre alguna entre nuestros pueblos.

—Entonces decidle a vuestros hombres que bajen las armas —dijo el gigante, con un hacha en una mano y el cuchillo en la otra. Docenas de Leñadores, que se habían percatado de la situación, cruzaron el Cementerio a la carrera y se agruparon a su espalda, pero ni Hasik ni Shanjat se inmutaron, más bien parecían deseosos de enfrentarse a los Leñadores. Después de haberles visto luchar, Rojer suponía que darían más de lo que recibieran.

Pero Jardir les gritó algo en krasiano y los guardaespaldas volvieron a guardar las lanzas, aunque mantuvieron los escudos en posición.

—No he dicho que las guardéis, sino que las depongáis —rugió Gared.

El krasiano sonrió.

—A los invitados no se les pide que dejen sus armas en la puerta, Gared, hijo de Steave.

El Leñador abrió la boca para replicar, pero el Juglar le cortó.

—Por supuesto, lleva razón —dijo en voz alta y luego miró al gigantesco Leñador—. Guarda el hacha.

Los ojos de Gared estuvieron a punto de salírsele de las órbitas. Era la primera vez que Rojer le había dado una orden en público, una que estaba más que dispuesto a rechazar, porque si él deponía sus armas, los demás Leñadores también lo harían.

Las miradas de ambos se encontraron y Gared le desafió, pero el Juglar era un mimo y su rostro imitaba con facilidad la mirada dura del Protegido, e incluso su voz se hizo más grave hasta alcanzar el sonido áspero que Arlen usaba para amedrentar a la gente y mantenerlos a distancia.

—No voy a decírtelo otra vez, Gared —insistió y sintió cómo se quebraba la voluntad del gigante. Este asintió y dio un paso atrás, mientras colocaba de nuevo el hacha en su arnés y la hoja en su vaina. Los otros Leñadores le miraron sorprendidos, pero hicieron lo mismo y sólo les quedó el consuelo de su superioridad numérica.

Rojer se volvió para encararse con Jardir.

—¿Hay algo en lo que pueda ayudaros?

—Lo hay —respondió él con una reverencia—. Querría hablar con la señora Leesha.

—No está en el pueblo.

—Ya veo. ¿Podéis decirme dónde se encuentra?

—¡Por el Abismo, no se lo digas! —bramó el Leñador, pero ninguno de los dos hombres le prestó atención.

—¿Para qué?

—Ella me entregó un regalo de valor incalculable —repuso él—, y desearía ofrecerle otro presente de igual valor.

—¿Qué presente?

Jardir sonrió.

—Eso es un asunto entre la señora Leesha y yo.

El Juglar reflexionó. Una parte de sí mismo le gritaba que no confiara en ese demonio del desierto que había asesinado y violado a tanta gente, pero a la vez, el krasiano parecía tener su propio código de honor y Rojer no creía que pensara hacerle daño a Leesha mientras durara la tregua. Además, si el regalo que le ofrecía era un objeto mágico de igual valor, serían idiotas si lo rechazaban.

—Os llevaré con ella si dejáis atrás a vuestros guerreros.

Jardir hizo una reverencia.

—Por supuesto. —Los guardias gritaron en protesta, al igual que Gared y algunos de los Leñadores, pero nuevamente los dos hombres los ignoraron—. Mis intenciones hacia la señora Leesha son honorables y por supuesto aceptaré una carabina mientras esté en su presencia.

A Rojer le pareció una elección de palabras extraña, pero no encontró motivo alguno para iniciar una discusión. Se pusieron en marcha hacia la cabaña de la mujer. Gared insistió en acompañarles y mantuvo durante todo el trayecto la mirada fija en Jardir, aunque, por suerte, el líder krasiano parecía ajeno a ello.

—¿Por qué la señora no vive en la asombrosa zona protegida del pueblo? —preguntó Jardir—. Es demasiado valiosa para arriesgarse a que la ataquen los alagai.

Rojer se echó a reír.

—Si todo el Abismo se alzara esta noche, estaríais más seguro en la cabaña de Leesha que en ningún otro lugar del mundo.

Al krasiano le costó creer aquello, pero conforme se acercaron a la cabaña, descubrió que el camino era en realidad un sendero de grafos de piedra, cada uno lo suficientemente grande como para mantener a un hombre en pie sobre él.

Jardir se detuvo y miró las piedras, atónito. Luego se agachó y pasó la mano por su superficie.

—Por las barbas de Everam. Deben de haberse necesitado mil esclavos para tallar esto.

—No somos unos asquerosos esclavistas del desierto como vosotros —masculló Gared. El primer impulso de Jardir fue matar al hombre, pero esa no era manera de impresionar a la dama. En vez de eso, aceptó el insulto y no le concedió mayor importancia, tras lo cual devolvió su atención al camino.

—Los grafos han sido vaciados, no tallados —aclaró el Juglar—, pues los realizamos con una mezcla de piedras molidas y agua que llamamos yeso. Este material se endurece cuando se seca. Leesha talló los huecos en el suelo y luego unos hombres libres vertieron dentro la mezcla.

Jardir examinó el sendero con asombro.

—Son grafos de combate y están conectados.

Rojer asintió.

—Para el demonio que pone un pie en este camino es como caminar en un rayo de sol.

Jardir comprendió que había sido arrogante e ingenuo al burlarse de ellos. A pesar de sus costumbres salvajes, ni siquiera el Sharik Hora tenía el poder de algunas de las protecciones de la señora norteña.

El patio no era menos sorprendente, pues estaba cubierto de más senderos de yeso que tejían una compleja red de protección alrededor de la cabaña y sus aledaños. Había una gran huerta que florecía con fuerza, donde las hierbas y las flores estaban dispuestas en grupos definidos, pues florecían en líneas que reproducían la forma de otros grafos. Jardir no pudo reconocer muchos de ellos, pero había visto los suficientes para saber que esos tenían una función distinta a la de rechazar o matar a los abismales.

Sintió la voluntad de Everam vibrar con mucha más fuerza en su interior. Esa mujer estaba destinada a ser su esposa. Con Inevera y Leesha a su lado, ¿qué sería lo que no podría conseguir en el mundo?

Leesha escuchaba el ritmo tranquilizador del golpeteo del hacha de Wonda partiendo leña mientras preparaba el almuerzo. Aquella tarea sencilla le ayudaba a aclararse las ideas mientras repasaba los sucesos de la noche anterior y comparaba a los hombres que había visto con las historias de los refugiados y las palabras de advertencia de Arlen.

No era que no confiara en sus relatos, pero Leesha prefería formarse sus propias opiniones. Los relatos de muchos de los refugiados se referían a rumores o exageraban y a veces el corazón de Arlen podía ser duro e implacable. Algo le había sucedido en Krasia, le habían hecho algo que no podía perdonar, pero como no hablaba de ello, Leesha sólo podía intentar adivinar qué era lo que había ocurrido.

Lo que sí podía decirse con absoluta certeza de los krasianos era que como guerreros no tenían igual. Leesha había comprendido al instante al verles combatir. Por lo general, los Leñadores eran más grandes y musculosos, pero ninguno de ellos se movía con la precisión que definía a los dal’Sharum. Los cincuenta guerreros acampados en el claro podían sumir Hoya en la destrucción antes de ser abatidos y si el resto del ejército de Jardir tenía la mitad de su habilidad, los hoyenses tendrían pocas oportunidades contra ellos, incluso aunque ella aportara todos los secretos del fuego.

Así que había decidido que lo mejor era no luchar, si podían evitarlo. Una cosa era matar demonios y otra distinta, humanos, cuyas vidas eran todas preciosas. Los libros del mundo antiguo decían que la humanidad se había contado por miles de millones, pero ¿cuántos habían quedado tras el Retorno? ¿Un cuarto de millón? Le enfermaba la idea de que los últimos seres humanos de la tierra lucharan entre sí.

Aunque, claro, tampoco podía rendirse. No les serviría la ciudad en bandeja a los krasianos. Había trabajado demasiado duro para recuperar el pueblo tras la disentería, para cobijar a los refugiados de Rizón y Lakton, y no iba a darse ahora por vencida. Tenía que averiguar si existía alguna forma de negociar una paz.

La primera reunión con el líder krasiano parecía indicar que había alguna posibilidad. Era culto e inteligente y no tenía nada que ver con el animal rabioso que habían retratado en algunos relatos. Además, tenía fe en sus creencias, aunque a veces a Leesha le parecieran brutales y crueles. Pero ella había escrutado en sus ojos y no había encontrado crueldad allí. Ahmann Jardir estaba haciendo lo que creía mejor para la humanidad, como si fuera un padre severo que administrara una tunda necesaria.

Leesha hizo una pausa en el trabajo al darse cuenta que había cesado el sonido del hacha. Alzó la vista cuando se abrió la puerta y Wonda se detuvo en la entrada.

—Lávate las manos y siéntate a la mesa —le dijo a la mujer—. El almuerzo estará listo en unos minutos.

—Os suplico perdón, señora, pero Rojer y Gared están aquí para veros.

—Pues entonces, diles que entren y pondré un par de platos más en la mesa.

Pero la mujer no se movió de su sitio.

—No vienen solos.

Leesha dejó el cuchillo sobre la tabla de cortar y se limpió las manos en un paño mientras caminaba hacia la puerta. Ahmann Jardir permanecía tranquilamente en pie en el porche, ignorando el modo envenenado en que le miraba Gared. Llevaba una fina túnica blanca sobre su ropaje negro de guerrero, acorde con el turbante blanco sobre el que llevaba la corona. Los ojos de Leesha se deslizaron por los grafos, pero se obligó a no hacerlo de modo demasiado evidente. Lo miró a los ojos, pero eso fue aún peor, porque él se sumió en los suyos con tal intensidad que la mujer se sintió como si se asomara a lo más profundo de su alma.

Él le hizo una reverencia.

—Perdonad que aparezca sin anunciarme, señora.

—Sólo tienes que decir una palabra y le arrojaré de vuelta por donde ha venido —apuntó Gared.

—Tonterías —repuso ella—. Sed bienvenido —le dijo a Jardir—. Wonda y yo estábamos a punto de sentarnos a almorzar. ¿Querríais acompañarnos?

—Estaría encantado y me sentiría muy honrado —contestó él, haciendo una nueva reverencia. Después, siguió a la Herborista al interior de la cabaña, aunque hizo antes una pausa para quitarse las sandalias y dejarlas junto a la puerta. Leesha descubrió que los grafos cicatrizados le cubrían hasta los pies. Una de sus patadas le haría el mismo daño a un abismal que si se la propinara el Protegido.

La comida que había preparado Leesha era un guiso sin carne servido con pan fresco y queso. Jardir inclinó la cabeza mientras ella bendecía la comida y después todos comenzaron a comer a la vez. El krasiano había levantado el cuenco para beber cuando se dio cuenta de que los hombres de las tierras verdes dejaban los suyos sobre la mesa y usaban un extraño instrumento para llevarse la comida a los labios.

Miró al lado de su plato y vio un utensilio parecido allí, un palo de madera con un hoyo en un extremo. Observó a la mujer y copió sus movimientos para probar el guiso. Estaba delicioso y lleno de hortalizas que no había probado jamás. Comenzó a comer con más ansiedad y usó aquel denso pan norteño para rebañar los últimos restos del cuenco cómo vio que hacían Wonda y Gared.

—Exquisito —le dijo a la Herborista y sintió que le recorría un escalofrío al percibir el placer de ella ante el cumplido—. No tenemos comida como esta en Krasia.

Leesha sonrió.

—Hay muchas cosas que podemos aprender unos de otros si encontramos una forma de vivir en paz.

—¿Paz, señora? —preguntó él—. Eso no existe en Ala. No mientras los alagai campen a sus anchas por la noche y los hombres se acobarden ante ellos.

—¿Así que lo que cuentan es verdad? —respondió ella con otra pregunta—. ¿Pretendéis conquistarnos a todos y alistar a toda nuestra gente para la Sharak Ka?

—¿Para qué tendría que conquistaros? Vuestra gente muestra humildad ante el Creador, se enfrenta con valentía a la noche y ha derramado sangre codo con codo con mis guerreros en la alagai’sharak. Eso os hace evejanos, aunque no lo sepáis.

—¡Yo, no! —rugió el gigante—. No quiero tener nada que ver con su sucia…

—¡Gared Cutter! —La voz de la Herborista le golpeó como si fuera el látigo de un dama y le silenció—. Mantendrás unos modales adecuados en mi mesa o ¡te daré tal dosis de pimienta que no podrás hablar en un mes!

El Leñador se retrayó y una vez más Jardir quedó impresionado ante el poder de la mujer. A su lado, las dama’ting parecían tímidas.

Leesha se volvió hacia él.

—Mis disculpas, Ahmann. —Mostró un cierto desconcierto ante la brillante sonrisa que le dedicó el krasiano—. ¿Qué estaba diciendo?

—Mi nombre —repuso él con sencillez.

—Lo siento. ¿Ha sido inadecuado?

—Todo lo contrario. Suena hermoso cuando lo pronuncian vuestros labios.

Como no llevaba velo alguno que cubriera sus mejillas, Jardir pudo ver cómo la piel pálida se ruborizaba al escuchar sus palabras. Jamás había cortejado a una mujer antes, pero parecía como si el mismo Everam guiara sus actos.

—Hace más de tres mil años, mi ancestro Kaji gobernó estas tierras desde el Mar del Sur hasta las inmensidades heladas.

—Eso es lo que cuentan las historias —admitió la mujer—, aunque tres mil años es mucho tiempo y los relatos parecen algo… confusos.

—Quizá eso ocurra aquí en el norte, pero el templo del Sharik Hora de Lanza del Desierto lleva existiendo todo ese tiempo, y aún más, y nuestros registros son exactos. Kaji gobernó esta tierra, algunas veces usando la lanza y otras veces por alianza con las tribus que selló con su sangre. —Miró alrededor de la mesa—. Su sangre aún fluye con fuerza por vuestras tierras. Incluso el nombre de este pueblo le honra, Hoya del Liberador. No sois meros chin que haya que conquistar, sino hermanos de armas que serán bienvenidos de nuevo al redil. Os nombraré tribu de Hoya y respetaré todos los derechos que eso conlleve.

—¿Qué derechos? —inquirió la Herborista.

Jardir rebuscó entre sus ropas y sacó su propio Evejah. Las tapas eran de piel fina y flexible grabada con grafos y el borde de las páginas era dorado. Le colgaba un lazo rojo para que sirviera de marcapáginas. Debido al uso diario, las hojas tenían un aspecto suave y gastado.

—Estos derechos —dijo y le alargó el libro.

Leesha cogió el tomo con la deferencia de quien conoce su valor y Jardir recordó que era la hija de un encuadernador cuando ella lo giró para observar el lomo. Después apartó su cuenco a un lado y extendió la tela del delantal sobre la mesa antes de depositarlo encima y abrirlo por la primera página.

—Es muy hermoso —dijo tras un rato—. Pero aunque me gustaría mucho aprender el lenguaje, me temo que no entiendo una palabra. —Cerró el libro y se lo devolvió.

Jardir alzó una mano para detenerla.

—Quedáoslo. ¿Con qué mejor libro ibais a poder aprender? Encontraréis sus verdades más de acuerdo con vuestras propias creencias de lo que imagináis.

—¡Oh, no puedo! —exclamó ella—. ¡Es demasiado valioso!

Jardir se echó a reír.

—¿Vos me habéis dado una capa que es digna rival de la del mismo Kaji y vais a rehusar un libro que contiene las verdades en las que él creía? Puedo hacer otro para mí.

Ella miró el libro y luego a él de nuevo.

—¿Lo escribisteis vos mismo?

—Con mi propia sangre —repuso él— durante los años que estudié en el Sharik Hora.

Leesha abrió unos ojos como platos.

—Comprendo que no son oro ni joyas —continuó—. Os cubriría con ellas si pudiera, pero no he traído baratijas al norte. Este objeto es lo más valioso que poseo, aparte de la corona, la lanza y la capa. Espero que lo aceptéis mientras Abban negocia una dote apropiada con vuestra madre.

—¿Dote? —preguntó ella sorprendida.

—Claro. Vuestro padre me dio permiso para que os cortejara y vuestra madre acordará vuestro precio. ¿No os han dicho nada?

—¡Por el Abismo que no lo han hecho! —gritó ella, poniéndose en pie tan rápido que la silla cayó a su espalda. En un instante todos se levantaron de sus sillas. Jardir sintió un repentino estremecimiento de miedo. La había ofendido, pero si no sabía cómo, no podría disculparse siquiera.

—¡Hijo del Abismo! —gritó el gigante y lanzó el puño por encima de la mesa en dirección al krasiano.

Jardir no recordaba la última vez que un hombre había osado golpearle. Si hubiera estado en cualquier otro lugar que no hubiera sido la mesa de la Herborista, hubiera matado al hombre por la afrenta, pero recordó que ella odiaba la violencia, de modo que sólo actuó en defensa propia. Cogió el puño de Gared y giró sobre sí mismo. Como consecuencia de la maniobra, Gared cayó de espaldas sobre la mesa. Después apoyó la punta del pie sobre la garganta del Leñador y sujetó aquella muñeca que parecía un tronco de árbol con otros dos dedos; sin embargo, aunque el gigante se debatió, estaba firmemente sujeto e indefenso y su rostro enrojecía por momentos.

—Tus superiores están hablando, Sharum —le dijo—. He tolerado tu continua grosería y falta de respeto a la señora Leesha, pero si intentas ponerme otra vez las manos encima, te arrancaré el brazo. —Dio un pequeño tirón y Gared rugió de dolor. Todo el mundo se quedó mirando a la mujer para ver su reacción.

Leesha se cruzó de brazos.

—Espero que te hayas enterado, Gared Cutter. Nadie te ha pedido que ataques a persona alguna en mi casa. —Asintió en dirección a la puerta—. Vete fuera. Rojer y Wonda, también. Podéis esperar en el patio.

—¡Y un Abismo! —gritó Rojer, apoyado por Wonda, que asintió a su vez—. Si crees que te vamos a dejar sola con este…

Se oyó un golpe seco y un relámpago que estalló a los pies de ambos y estos dieron un salto de la sorpresa. Ella no dijo nada, pero su rostro tenía el mismo aspecto de una nube de tormenta mientras señalaba la puerta. Los dos salieron al momento y Jardir soltó a Gared, que también salió disparado.

Después, el krasiano se volvió hacia la mujer y se inclinó profundamente.

—Me disculpo, señora, aunque no entiendo qué es lo que os ha ofendido. He acudido a vos y a vuestra familia de modo honorable, pero vos actuáis como si hubiera intentado secuestraros después de haber robado vuestro pozo.

La Herborista no respondió en un buen rato pues le costaba un gran esfuerzo contener su ira. Tanta era que Jardir sintió la necesidad de ocultar sus ojos como si se encontrara ante una tormenta de arena. Poco a poco, ella aceptó el sentimiento y sus rasgos se serenaron de nuevo.

—Yo también debo disculparme. Mi enojo no tiene que ver con vos sino por ser la última en enterarme de que vuestra visita tenía como finalidad cortejarme.

—Abban les dijo a vuestros padres que vendría de forma inmediata. Había supuesto que os habrían avisado.

La Herborista asintió.

—Os creo. Mi madre lleva mucho tiempo intentando hacer este tipo de arreglos sin mi conocimiento.

Jardir hizo una reverencia.

—Si necesitáis tiempo para pensarlo, no tenéis por qué contestar ahora.

—Sí —comenzó ella—. Quiero decir, no. Es decir, me siento halagada, pero no me puedo casar con vos.

«Lo harás —pensó Ahmann—, estás destinada a amarme tanto como yo te amo».

—¿Por qué razón? —inquirió en vez de decirle lo que estaba pensando—. Vuestra madre dijo que no habíais sido pedida aún y puedo ofrecer la dote que vuestra familia desee. Pronto tendré todas las tierras del norte bajo mi gobierno, y vos estaríais a mi lado. ¿Qué esposo os puede ofrecer más?

Leesha no dijo nada durante un momento y después sacudió la cabeza como si quisiera aclarársela.

—Eso no importa. Apenas os conozco, la dote no significa nada para mí y, francamente, no tengo muy claro si quiero que vos «gobernéis» nada.

—Acompañadme a Don de Everam —pidió él—. Venid a ver a mi gente y lo que estamos construyendo. Os enseñaré mi idioma como pedisteis y podréis conocerme y decidir si… soy digno de gobernar.

Ella lo miró durante largo rato, pero él aguardó con paciencia, sabiendo que su respuesta era inevera.

—De acuerdo —repuso ella al final—, pero con una carabina apropiada y si estamos de acuerdo en que sólo tomaré la decisión definitiva cuando esté de regreso en Hoya.

Jardir se inclinó de nuevo.

—Por supuesto. Lo juro por Everam.

Rojer caminaba por el patio con la mirada fija en la cabaña de Leesha, los puños cerrados de Gared tenían el aspecto de dos jamones, e incluso Wonda había sacado y cargado su arco. Finalmente, la puerta se abrió y la Herborista siguió al krasiano hasta el porche.

—Wonda, escolta al señor Jardir de nuevo a la ciudad. Gared, puedes terminar de atar en haces la leña de la pila.

El Leñador gruñó y cogió el hacha de Wonda, mientras ella y Jardir se dirigían hacia el camino. El Juglar miró a la mujer y ella asintió con la cabeza y le señaló la puerta. Ella entró primero y él la siguió; una vez dentro, se fue derecha a la mecedora de Bruna y se puso el chal. Eso nunca era buena señal.

—¿Cómo se ha tomado tu negativa? —le preguntó, sin molestarse en tomar asiento.

Leesha suspiró.

—De ningún modo. Me ha dicho que me tome algún tiempo y que lo piense. Me ha invitado a regresar a Rizón con él.

—No puedes ir.

La Herborista alzó una ceja ante la afirmación.

—No tienes más peso en mi decisión respecto al matrimonio que mi madre, Rojer.

—¿Me estás diciendo que quieres casarte con él? ¿Después de un simple té y un almuerzo incómodo?

—Claro que no —repuso ella—. No tengo intención alguna de aceptar su proposición.

—Entonces, ¿por qué Abismos quieres ponerte en sus manos?

—Tenemos un ejército a nuestras puertas, Rojer. ¿No ves el valor que tiene examinarlos con nuestros propios ojos? ¿Contar cuántas tiendas tienen y cómo piensan sus líderes?

—No a costa de nuestro propio líder —contestó él—. El duque Rhinebeck no va personalmente a Miln a ver en qué anda Euchor. Envía espías.

—No dispongo de espías.

El Juglar resopló.

—Tienes más de mil rizonianos que te deben sus vidas, muchos de los cuales han dejado una familia a sus espaldas. Seguramente podríamos persuadir a algunos de ellos para que regresasen a casa y mantuvieran los oídos bien abiertos.

—No voy a ordenar a la gente que se ponga en peligro.

—Pero ¿tú sí lo harás?

—No creo que Ahmann tenga intención de hacerme daño.

—Hace dos días era el demonio del desierto, ¿ahora es Ahmann? ¿Qué pasa, que pierdes la cabeza por todos los hombres que creen ser el Liberador?

Leesha le miró con el ceño fruncido.

—No quiero hablar más de esto, Rojer.

—No me importa lo que tú quieras —le espetó él—. Ya has oído cómo tratan los krasianos a las mujeres. No importa lo que esa serpiente escurridiza te haya dicho, en el momento en que estés fuera del alcance de los hoyenses, serás de su propiedad y cualquiera que te acompañe se encontrará con una lanza en un ojo.

—Entonces, ¿no vas a venir conmigo?

—¡Por la Noche!, ¿es que no has oído nada de lo que te he dicho? —la increpó.

—Todas y cada una de tus palabras —replicó ella—, pero aun así, voy a ir. Si esa es la clase de hombre que Ahmann es, entonces la guerra es inevitable y no importa lo que hagamos. Pero si hay una posibilidad, por pequeña que sea, de que lo que ha dicho hoy en esta mesa fuera verdad, entonces a lo mejor hay un modo de que coexistamos sin matarnos los unos a los otros, y eso será de más provecho para el mundo que el destino de Leesha Paper. Rojer suspiró, y se dejó caer sobre una silla.

—¿Cuándo nos vamos?