4
Oportunidades perdidas
Primavera del 333 d. R.
Le llevó todo un día de cabalgada recorrer el camino desde Fuerte Angiers hasta el puente sobre el río Entretierras, que separaba el territorio del duque Rhinebeck del de Euchor. El Protegido había salido demasiado tarde para llegar allí antes del crepúsculo.
No importaba. La despedida de Leesha le había dejado de mal humor y agradecía la oportunidad de mostrarle el sol a unos cuantos abismales. Jardir le había enseñado la técnica krasiana de aceptar el dolor y le iba bastante bien desde que la utilizaba, pero había pocos bálsamos más dulces que extraer la vida de un demonio con las manos desnudas.
Hoya estaba en buenas manos con Leesha, al menos hasta que se produjera el avance de los krasianos. Era una mujer brillante y una líder natural, respetada por todos, además de gobernar con buen corazón y sentido común. Le faltaba poco para ser mejor Protectora que él, si no lo era ya.
«Y es hermosa —pensó—. Eso no se puede negar». El Protegido había viajado hasta muy lejos y jamás había conocido a nadie que la igualara. Quizá podría haberla amado mucho tiempo atrás, antes de que Jardir le diera por muerto y lo abandonara en el desierto. Antes de que se viera obligado a tatuarse el cuerpo para sobrevivir.
Ahora apenas podía considerarse un ser humano y el amor no tenía lugar en su vida.
Era ya de noche pero sus ojos protegidos veían con toda claridad en la oscuridad. Tocó las bardas de Rondador Nocturno y cuando los grafos relucieron con una luz suave, garantizaron la visión nocturna también al semental gigante. Lo acicateó para que galopara al aparecer los abismales, pero había árboles muy gruesos a ambos lados del camino y los demonios del bosque se mantuvieron a su ritmo, saltando de rama en rama, o simplemente corriendo dentro del límite del arbolado. Su coraza parecida a la corteza de los árboles los hacía casi invisibles, pero el Protegido podía ver relucir el aura tenue de su magia y no se dejaba engañar. Por encima de su cabeza, los demonios del viento chillaban, seguían la misma ruta que él e intentaban coger velocidad para hacer una pasada.
El hombre tatuado soltó las riendas y dirigió el semental gigante con las rodillas mientras cogía el gran arco. Un chillido que vino desde arriba le avisó con tiempo suficiente y se volvió hacia un demonio del viento que picaba en su dirección. Le clavó una flecha protegida en la cabeza y esta reventó tras una explosión de magia.
El estallido de luz pareció atraer a todos los demonios del bosque. Salieron en tromba de entre los árboles que le rodeaban y expresaron a chillidos el odio que sentían, a la vez que le mostraban las garras y los dientes.
El Protegido disparó repetidamente y las flechas cubiertas de grafos abrieron enormes agujeros ennegrecidos en el cuerpo de los abismales. Rondador Nocturno se ocupaba de los que aparecían por delante, y sus cascos protegidos lanzaban chispas como petardos de feria al pisotearlos.
Los demonios les intentaron dar caza manteniendo un trote continuo a ambos lados del caballo al galope. El Protegido guardó el arco en su arnés, cogió la lanza y la blandió con movimientos tan rápidos que sólo se percibía un borrón; con ella atravesaba a los abismales que aparecían por todos lados. A uno que se le acercó demasiado le pateó la cara y cuando el grafo de su talón impactó contra el demonio, lo arrojó hacia atrás con un relámpago.
Mientras tanto, Rondador no dejaba de correr.
Cargados de energía tras la matanza nocturna, ambos se sentían frescos y alerta cuando Pontón apareció ante su vista al amanecer, pese a que ni el hombre ni el corcel habían descansado en toda la noche.
Pontón había sido destruido hacía ya quince años. Entonces era una villa milnesa, pero Rhinebeck quería una parte de las tasas del pontazgo e intentó reconstruir el pueblo en la parte sur del Entretierras.
El Protegido recordó la audiencia durante el curso de la cual Ragen había informado al duque Euchor del plan de Rhinebeck. El duque había sufrido un ataque de cólera y parecía dispuesto a quemar Fuerte Angiers hasta los cimientos, antes que permitir al rival que cobrara tasas en su puente.
Y así fue cómo aparecieron dos ciudades mercantiles, una a cada lado del río, ambas con el mismo nombre de Pontón y con escaso afecto la una por la otra. Había guarniciones de los guardias de los dos ducados y los viajeros montados pagaban tasas a ambos lados del río. Aquellos que rehusaban pagar por ellos y sus bienes podían alquilar una balsa para cruzarlo, lo cual a menudo era más caro que las tasas, o nadar.
Los Pontones eran las dos únicas villas fortificadas de toda Thesa. En el lado milnés, las murallas estaban construidas con piedra y mortero; en el lado angiersino, con grandes troncos chamuscados, atados de forma muy apretada. Ambas llegaban hasta la orilla del río y los guardias que patrullaban los adarves a menudo lanzaban maldiciones a sus colegas del otro lado.
Los guardias del lado angiersino apenas habían abierto las puertas para inaugurar la jornada cuando el Protegido las atravesó a caballo. Llevaba las manos enguantadas y la capucha bien calada para esconder el rostro. No se paró a dar explicaciones; simplemente mostró a los guardias el sello de Rhinebeck en la mano alzada sin aminorar la velocidad. Los Enviados Reales tenían paso libre a ambos lados del río, por eso los guardias gruñeron ante la grosería pero no le detuvieron.
El aire montañés estaba saturado de niebla y la mayoría de los pontoneses aún calentaban las gachas cuando el Protegido cruzó ambos pueblos, por lo que pasó completamente desapercibido. Era más fácil así. La piel tatuada hacía que la mitad de la gente le rehuyera como si fuera un abismal y que la otra mitad cayera de rodillas ante él y le aclamara como Liberador. Y, si tenía que ser honesto, no sabía si esto último era aún peor.
La carretera a Miln que partía de Pontón se dirigía directa hacia el norte. Un Enviado tardaba un promedio de unas dos semanas en completar la cabalgada. La media de su mentor Ragen era mejor: once días. Montado a lomos de Rondador Nocturno y sin miedo a la oscuridad, el Protegido podía hacerla en seis, dejando además un rastro de cenizas a su paso. Había rebasado, a todo galope y a altas horas de la madrugada, la Arboleda de Harden, la aldea que había al sur de la ciudad, y todavía faltaban unas cuantas horas antes de amanecer cuando Fuerte Miln apareció ante su vista.
De algún modo, lo consideraba su hogar tanto como lo había sido Arroyo Tibbet, por ello se sintió sobrecogido por la emoción al ver de nuevo la ciudad entre las montañas que se había jurado tantas veces no volver a pisar. Estaba demasiado distraído para luchar, de modo que extendió el círculo portátil de protección y acampó mientras esperaba a que llegara el alba, e intentó recordar lo que pudiera sobre el duque.
Sólo se había encontrado una vez con él, siendo niño, cuando trabajó en su Biblioteca, pero conocía bien su talante. Euchor atesoraba conocimientos como otros hombres oro o alimentos. Si le daba a él los grafos de combate, no los compartiría con su gente, sino que intentaría incrementar su propio poder manteniéndolos en secreto.
Y el Protegido no pensaba permitir eso. Necesitaba distribuir los grafos con rapidez a todos los Protectores de la ciudad. Había una red de Protectores en Miln, una red que él mismo había contribuido a establecer. Si le pasaba los grafos a Cob, su antiguo maestro, habrían llegado a todos los Protectores antes de que Euchor consiguiera suprimirlos.
Al pensar en Cob se abrió en su mente todo un flujo de recuerdos que hasta ese momento había mantenido reprimidos. No había hablado con su maestro ni con cualquier otro milnés durante más de ocho años. Les había escrito cartas pero jamás había encontrado fuerzas suficientes para enviarlas. ¿Estarían bien Ragen y Elissa? Su hija Marya tendría ya ocho años. ¿Qué habría sido de Cob y de su amigo Jaik? ¿Y dónde estaría Mery?
Mery. Ella era la razón de que no hubiera querido regresar durante los primeros años. Podía enfrentarse de nuevo con Jaik, Ragen o Cob. Elissa le recriminaría que se hubiera marchado sin despedirse siquiera, pero sabía que lo perdonaría cuando se hubiera desahogado. Era a Mery a quien no quería ver. Mery, la única chica que se había permitido amar en toda su vida.
«¿Pensará aún en mí? —se preguntó—. ¿Me habrá esperado, creyendo que volvería en algún momento?». Se había hecho esas mismas preguntas miles de veces a lo largo de los años, pero después de que ella le rechazara una vez, jamás se había atrevido a buscar las respuestas.
Pero ahora… Contempló los tatuajes que cubrían su piel. No podía presentarse ante ellos ahora, no podría soportar que vieran el ser extraño en el que se había convertido. Tendría que confiar en Cob, porque no tenía otra opción. Pero era mejor para todos los demás que pensaran que se había ido para siempre, o incluso que había muerto. Pensó en las cartas que llevaba en su morral. Decían lo necesario. Haría que las entregaran y dejaría que creyeran que el que las había enviado estaba más que muerto.
Un gran cansancio lo invadió y se tumbó. Se durmió y vio el rostro de Mery en su imaginación. La vio la noche en que rompieron.
Sin embargo, en el sueño esa escena había cambiado. Esa vez no la abandonó, sino que olvidó su deseo de ser Enviado y permaneció en el negocio de protección de Cob. Sólo que en ese momento, en vez de sentirse atado, se sintió más feliz que cuando se marchó en plena noche.
Vio a Mery bellísima con su vestido de boda, y luego con la graciosa curvatura de su vientre mientras crecía; su risa, rodeada de niños felices y sanos. Contempló a los sonrientes clientes cuyos hogares había convertido en un lugar seguro y el orgullo en los ojos de Elissa. El orgullo de una madre.
Se estremeció sobre el suelo, en el intento vano de deshacerse de la visión y liberar su mente, pero el sueño se había apoderado de él y no había manera de escapar.
Luego volvió a contemplar de nuevo la noche en que rompieron, esta vez como realmente ocurrió, cuando él se marchó cabalgando sin añadir una palabra más tras la discusión. Pero tras abandonarla, su mente siguió a Mery en vez de a sí mismo. La observó recorrer las murallas de Miln durante años, escrutando el horizonte para ver si regresaba. La alegría y el color habían desaparecido de su rostro y al principio aquella tristeza la hizo más hermosa aún. Pero conforme pasaban las estaciones, aquel bello rostro melancólico se volvió descarnado y demacrado; aparecieron en torno a su boca unas marcas provocadas por el dolor y alrededor de los ojos sin vida, unos círculos oscuros. Había pasado los mejores años de su vida esperándole sobre los adarves, rezando, sollozando.
Vio la misma escena una tercera vez y esa última visión desembocó en una auténtica pesadilla. Porque cuando él se marchó, no hubo pena, ni gran dolor. Mery había escupido en el polvo ante la puerta de la ciudad, se había vuelto, encontrado a otro al momento, y olvidado incluso que él había existido. Ragen y Elissa, obnubilados por su hija pequeña, ni siquiera se dieron cuenta de que se había marchado. El nuevo oficial de Cob era más agradecido, pues no aspiraba a nada más que a comportarse como un hijo y encargarse de la tienda. El Protegido despertó de repente, pero la imagen permaneció y se sintió culpable de su horror, porque esa era una actitud egoísta.
«Esa última visión sería la mejor para todos», pensó.
Tras una docena de años sufriendo la agresión de los elementos, el lugar donde el Manco había abierto una brecha en la red de protección de Miln todavía mostraba un color distinto al del resto de la muralla. El Protegido lo descubrió mientras levantaba el campamento por la mañana, tras retirar los círculos de protección.
Los tres sueños aún rondaban sus pensamientos. ¿Qué encontraría al otro lado de aquellos muros? ¿Intentaría buscar a aquellas personas para sentirse en paz consigo mismo, ya que no con los demás?
«No lo hagas —le avisó la voz de su mente—. Has venido a ver a Cob, a verle sólo a él. No estás aquí por los demás. Ahórrales el dolor y ahórratelo a ti mismo». Esa voz iba siempre con él y le aconsejaba cautela. Solía pensar en ella como en la voz de su padre, aunque no había visto a Jeph Bales desde hacía casi quince años.
Estaba acostumbrado a ignorarla.
«Sólo una mirada —pensó—. Ella no me verá, y aunque me viera, no me reconocería. Sólo un vistazo rápido, para llevarme conmigo la imagen cuando regrese a la noche».
Cabalgó lo más despacio que pudo, pero aun así, todavía estaban abriendo la puerta cuando llegó. Los guardias de la ciudad salieron primero y escoltaron a los grupos de Protectores y aprendices en dirección a unos lugares señalados con claridad, donde se inclinaron y comenzaron a recoger las piezas de cristal protegido, comprobándolas cuidadosamente para asegurarse de que se habían cargado en contacto con un abismal. Él mismo había sido quien había llevado el cristal protegido a Miln, pero se quedó anonadado ante la eficacia en la producción, tan buena como la de Hoya, aunque de índole menos práctica. Los Protectores milneses parecían haberse concentrado en la creación de objetos de lujo: bastones, estatuas, ventanas y joyería. Cuando se limpiara la sangre del cebo utilizado quedaría tan transparente como el diamante pulido e infinitamente más duro.
Los guardias alzaron la mirada cuando le vieron aproximarse. No les pareció extraño que llevara la capucha calada dada la fría humedad de la mañana, pero al descubrir las armas sobre el arnés de Rondador, levantaron las lanzas hasta que él les mostró el bolsito con el sello de Rhinebeck.
—Habéis llegado muy temprano, Enviado —le dijo uno de los guardias cuando se relajaron tras comprobar su identidad.
—He corrido sin parar y he pasado de largo ante la Arboleda de Harden —les contestó y la mentira le salió con naturalidad—. Pensé que me daría tiempo, pero entonces oí la campana desde lejos y supe que no llegaría a la puerta antes del crepúsculo. Así que puse los círculos a poco más de un kilómetro de aquí y pasé la noche al raso.
—Mala suerte —repuso el guardia—. Ha sido una noche bastante fría para pasarla fuera, a un kilómetro del calor de las murallas y de un dulce refugio.
El Protegido, que no había pasado calor ni frío desde hacía años, asintió y se obligó a sí mismo a estremecerse, bajando aún más la capucha como si se estuviera protegiendo del persistente frío.
—Voy a buscar una habitación acogedora y un café caliente. Incluso me conformaría con todo lo contrario.
El guardia asintió y pareció que le hacía un ademán de despedida poco antes de alzar los ojos con brusquedad. El Protegido se tensó tras preguntarse si le pediría que se bajase la capucha.
—¿Las cosas en el sur van tan mal como dicen? —le preguntó en vez de eso—. Cuentan que se ha perdido Rizón, que hay refugiados mendigando por todos lados y que ese nuevo Liberador no hace nada para arreglar el asunto…
Así que los rumores habían llegado ya tan al norte…
—Todas esas noticias son para el duque de modo que no las puedo compartir antes con nadie, pero sí, las cosas van mal en el sur.
El guardia gruñó y le despidió con un saludo cuando él enfiló hacia la ciudad.
El Protegido encontró una posada y llevó a Rondador Nocturno al establo. Allí había ya un muchacho atareado en plena limpieza de los compartimientos. No debía de tener más de doce años y mostraba un aspecto mugriento.
«Es un Siervo», pensó él, lo que explicaba por qué estaba trabajando tan temprano. Probablemente el chico dormía en los establos y casi seguro que se sentía afortunado por ello. Metió la mano en su bolsillo, sacó una pesada moneda de oro y la puso en la del chico.
Los ojos del muchacho casi se le salieron de las órbitas al ver la moneda. Estaba claro que era más dinero del que jamás había sostenido su mano, suficiente para procurarse ropas nuevas, comida y refugio durante un mes.
—Asegúrate de que mi caballo esté bien cuidado y habrá otra cuando lo recoja —le dijo. Era un gesto extravagante y atraería la atención, pero el dinero no significaba nada para él; además era consciente de la facilidad con la que los Siervos de Miln se convertían en Mendigos. Abandonó al chico y se dirigió hacia la posada.
—Necesito una habitación para unas cuantas noches —le pidió al posadero y simuló sentirse agobiado por el peso de las alforjas y la impedimenta a pesar de sentirlas ligeras como plumas.
—Cinco lunas la noche —le informó el hombre. Era joven, demasiado para regir un negocio y se inclinó de manera poco disimulada con la idea de asomarse al interior de la capucha del Protegido.
—Un demonio del fuego me escupió en la cara —le espetó este y la irritación que reflejó su voz fue suficiente para que el hombre se retirara—. No es una vista agradable.
—Por supuesto, Enviado —repuso él, con una nueva inclinación—. Discúlpeme. No ha estado bien que intentara mirar.
—No pasa nada —gruñó en respuesta, después subió su equipaje por las escaleras y lo dejó en su cuarto. Cerró luego con llave, antes de marcharse a recorrer la ciudad.
Las calles de Miln eran alegres y le resultaron familiares. El hedor de los fuegos alimentados con estiércol y carbón de las herrerías le pareció casi una bienvenida. Todo era exactamente como lo recordaba, pero también diferente a la vez.
Él era distinto.
A pesar del tiempo que había transcurrido, el Protegido encontró el camino hacia la tienda de Cob de modo instintivo, aunque quedó sobrecogido por lo que encontró. Ambos lados del edificio estaban cubiertos con nuevas construcciones. La pequeña casa detrás de la tienda donde había vivido con Cob había sido reemplazada por un almacén de varias veces su tamaño original. Cob ya había prosperado cuando él se marchó, pero la tienda de aquel entonces no podía compararse con lo que estaba contemplando. Se armó de valor y se dirigió hacia la entrada principal.
Al abrirse la puerta tintinearon unas campanillas y el sonido, como si de repente hubiera reaparecido una parte de su alma a la que echara de menos, le mandó un escalofrío espalda abajo. La tienda era ahora más grande, aunque mantenía el mismo aspecto y los aromas de siempre. Todavía andaba por allí el banco de trabajo donde había pasado incontables horas encorvado y la pequeña carretilla que había empujado por toda la ciudad. Se acercó a un alféizar y recorrió con los dedos enguantados y actitud reverente los grafos que había grabado en la piedra. Casi se sentía capaz de coger el instrumento con el que los había realizado y regresar al trabajo como si los ocho últimos años no hubieran existido.
—¿Puedo ayudarle? —preguntó una voz; el Protegido se quedó inmóvil y la sangre se le heló. Se había perdido en otro tiempo y no había oído acercarse a nadie pero, sin darse la vuelta, sabía de quién se trataba. Lo sabía y eso le aterrorizaba. ¿Qué hacía ella aquí? ¿Qué significaba eso? Se volvió con lentitud para enfrentarse a la mujer y mantuvo su rostro oculto bajo la sombra de la capucha.
Los años habían sido clementes con Madre Elissa. Llevaba a sus espaldas cuarenta y seis inviernos, pero el largo cabello seguía siendo espeso y oscuro, las mejillas tenían una apariencia suave y sólo unas líneas ligeras cercaban los ojos y la boca. Había oído que se debían a la risa, lo cual le alegró.
«Ojalá se haya pasado los últimos ocho años sonriendo», pensó.
Elissa abrió la boca para hablar, pero una jovencita con el pelo castaño largo y grandes ojos marrones entró a la carrera a su encuentro, de modo que apartó de él su atención. La muchacha llevaba un vestido de terciopelo granate y un lazo a juego en la cabeza. Se le había torcido y unos espesos mechones de pelo le caían por el rostro. Tenía las manos y las mejillas manchadas de tiza, lo mismo que el vestido. El Protegido se dio cuenta al instante de que debía de ser Marya, la hija de Ragen y Elissa, a la que había sostenido en brazos apenas unos momentos después de su nacimiento. Era inocente y hermosa; sintió una punzada de dolor, pues en ella veía reflejada toda la alegría que se había perdido al marcharse.
—¡Madre, mira lo que he pintado! —gritó. Le alargó a Elissa una pizarra sobre la que había dibujado un círculo de protección. El Protegido examinó los grafos en un pestañeo y comprendió que eran fuertes. De hecho, muchos de ellos eran suyos, pues los había traído consigo desde Arroyo Tibbet. Le consoló saber que de algún modo había participado en su vida.
—Son preciosos, cariño —la felicitó Elissa y se inclinó para colocar mejor el lazo en el pelo de su hija. Cuando terminó le dio un beso en la frente—. Pronto tu padre te llevará como ayudante cuando le llamen para hacer protecciones. —La niña emitió un gritito de alegría—. Y ahora tenemos que atender a un cliente, cielo —dijo ella y se volvió hacia el hombre tatuado con el brazo rodeando aún a la niña—. Soy Madre Elissa. —El orgullo que suponía el título era evidente en su voz aun tras el paso de todos aquellos años—. Y esta es mi hija…
—¿Eres un Pastor? —inquirió la niña, interrumpiendo a su madre.
—No —replicó él, haciendo uso de aquella profunda voz áspera que había adoptado después de haberse protegido la piel. La última cosa que necesitaba ahora era que Elissa lo reconociera.
—Entonces, ¿por qué te vistes como ellos?
—Tengo cicatrices que me han causado los demonios —le confesó él— y no quiero asustarte.
—No me asustas —replicó ella, intentando mirar por debajo del borde de la capucha. Él dio un paso hacia atrás y la bajó aún más.
—¡No seas maleducada! —la reprendió Elissa—. Vete de aquí y juega con tu hermano.
La niña le devolvió una mirada rebelde, pero la madre la acalló con otra, así que cruzó la habitación a la carrera hasta detenerse al lado de una mesa de trabajo donde un chico de apenas cinco inviernos apilaba bloques con grafos pintados en cada una de las caras. El Protegido adivinó las facciones de Ragen en los rasgos del rostro infantil y sintió una profunda satisfacción por su mentor, mezclada con una terrible añoranza, ya que él jamás conocería al chico o al hombre en que terminaría convirtiéndose.
Elissa parecía avergonzada.
—Lo siento mucho. Mi marido también tiene cicatrices que no le apetece ir enseñando por ahí. ¿Es usted un Enviado?
Él asintió.
—¿Y en qué puedo ayudarle entonces? ¿Quiere un escudo nuevo? ¿O quizá su círculo portátil necesita reparación?
—Estoy buscando a un Protector llamado Cob —repuso él—. Me dijeron que esta tienda le pertenecía.
La mujer adoptó una expresión triste al sacudir la cabeza.
—Cob debe de llevar muerto al menos cuatro años —comentó y sus palabras golpearon al Protegido con más fuerza que un demonio—. Se lo llevó un cáncer. Nos dejó la tienda a mi marido y a mí. ¿Quién os dijo que le buscarais aquí?
—Un… Enviado que conozco —replicó él, mientras se recuperaba de la impresión.
—¿Qué Enviado? —le presionó ella—. ¿Cuál es su nombre?
Él dudó mientras su mente buscaba desesperadamente una respuesta. No se le ocurría ningún nombre y sabía que cuanto más tardara en responder, más riesgo correría de ser descubierto.
—Arlen de Arroyo Tibbet —soltó de improviso y se maldijo al mismo tiempo de pronunciar las palabras.
Los ojos de Elissa se iluminaron.
—Cuénteme cosas de Arlen —le suplicó, poniendo una mano sobre su brazo—. Hace tiempo tuvimos una relación muy estrecha. ¿Dónde le vio por última vez? ¿Está bien? ¿Podría usted llevarle un mensaje? Mi marido y yo le pagaríamos lo que nos pidiera.
Al descubrir la repentina desesperación que mostraban sus ojos, se dio cuenta de lo profundamente que la había herido al marcharse. Y ahora, de forma estúpida, le había dado falsas esperanzas de que podría localizarle de nuevo. Sin embargo, el chico que ella había conocido estaba muerto, tanto su cuerpo como su alma. No podría recuperarle aunque se levantase la capucha y le contara la verdad. Sería mejor darle el final que ella necesitaba.
—Arlen me habló de usted una noche —contestó una vez tomada la decisión—. Es usted tan hermosa como me dijo.
Elissa sonrió ante el cumplido con los ojos húmedos, pero de repente su expresión se tornó grave cuando comprendió finalmente las implicaciones de lo que él había dicho.
—¿Qué noche?
—La noche en que me hicieron estas cicatrices al cruzar el desierto krasiano. Arlen murió para que yo sobreviviera. —De alguna forma, eso era cierto.
Ella soltó una exclamación de pena ante el anuncio y se cubrió la boca con las manos. Los ojos, que poco antes se le habían humedecido de alegría, ahora se llenaron de lágrimas mientras su rostro se contraía por el dolor.
—Sus últimos pensamientos estuvieron dedicados a ustedes —continuó él—, sus amigos de Miln, su… familia. Quería que viniera aquí y se lo contara.
La mujer apenas le escuchaba.
—¡Oh, Arlen! —gritó y se tambaleó. El Protegido se precipitó a sujetarla; después la guio hasta uno de los bancos de trabajo y la ayudó a sentarse mientras ella sollozaba.
—¡Mamá! —gritó Marya, corriendo a su lado—. ¿Qué te pasa? ¿Por qué lloras? —Miró al hombre con ojos acusadores.
El Protegido se arrodilló ante la niña, no sabía si porque simplemente deseaba parecerle menos amenazador o para dejar que le pegara si así lo quería. Casi anheló que lo hiciera.
—Me temo que le he traído malas noticias, Marya —le dijo con dulzura—. Algunas veces el deber de un Enviado es decirle a la gente cosas que no les alegra escuchar.
Justo en ese momento, Elissa alzó la mirada y dejó de sollozar. Recobró la compostura tras respirar hondo y se secó las lágrimas en el puño de encaje. Después abrazó a su hija.
—El lleva razón, cariño. Me pondré bien. Llévate a tu hermano a la parte de atrás un rato, por favor.
Marya le dedicó al Protegido una última mirada condenatoria; después asintió, cogió a su hermano pequeño y abandonó la habitación. Él los observó marcharse y se sintió mal. Nunca debería haber ido allí, tendría que haber enviado a un intermediario o haber acudido a algún otro Protector, aunque no confiaba en ninguno como en Cob.
—Lo siento. No era mi deseo traerle dolor.
—Lo sé —repuso ella—. Me alegra que me lo haya contado. No sé si lo entiende o no, pero hace las cosas algo más fáciles.
—Más fáciles —asintió él. Rebuscó en su morral y extrajo de él un puñado de cartas y un grimorio de grafos de combate, envuelto en tela impermeable y atado con una cuerda—. Esto es para ustedes. Arlen quería que lo tuvieran.
Elissa tocó el paquete y asintió.
—Gracias. ¿Planea estar mucho tiempo en Miln? Mi marido está fuera ahora, pero seguro que tendrá muchas preguntas que hacerle. Arlen era como un hijo para él.
—Sólo estaré un día en la ciudad, señora mía —repuso él, pues no deseaba tener conversación alguna con Ragen. El hombre le presionaría para obtener detalles que no podía darle—. Traigo un mensaje para el duque, debo encontrarme con alguna gente para presentarle mis respetos y después me marcharé.
Sabía que debería haberlo dejado ahí, pero el daño ya estaba hecho y no pudo contener las siguientes palabras.
—Dígame… ¿vive aún Mery en la casa del Pastor Ronnell?
Ella sacudió la cabeza.
—Ya hace muchos años que no. Ella…
—No importa —la cortó él, pues no quería saber más. Mery había encontrado a alguna otra persona. Eso no era una gran sorpresa y él no tenía derecho a sentirse abatido por la noticia.
—¿Qué pasó con el chico, Jaik? Tengo también una carta para él.
—Ya no es ningún chico —replicó ella, mirándole con ojos penetrantes—. Ahora es un hombre. Vive en la calle del Molino, en la tercera casa destinada a los trabajadores.
Él asintió.
—Bien, pues con su permiso, me voy.
—Puede que no le guste lo que encuentre allí —le advirtió Elissa.
Arlen alzó la mirada e intentó comprender el significado de aquellas palabras pero se perdió en aquellos ojos húmedos e hinchados. Elissa parecía cansada e inocente. Se volvió para marcharse.
—¿Cómo sabe el nombre de mi hija? —inquirió.
La pregunta le sorprendió y, por eso, vaciló.
—Usted me la presentó cuando entró aquí. —En el mismo momento en que lo dijo, maldijo en silencio, pues Elissa se había visto interrumpida por la niña antes de que pudiera decirle el nombre y de cualquier modo, podría haber dicho que lo conocía a través de Arlen.
—Supongo que sí lo hice —admitió ella y le sorprendió de nuevo. El Protegido se lo tomó como un golpe de suerte y se dirigió hacia la puerta. Había cerrado ya los dedos en torno al pomo cuando ella habló de nuevo.
—Te he echado de menos —le dijo en voz baja.
Él se detuvo, luchando con la necesidad de volverse, correr hacia ella y apretarla con fuerza entre sus brazos y suplicarle perdón.
Pero salió de la tienda de grafos sin añadir una palabra más.
El Protegido se maldijo a sí mismo mientras caminaba a grandes zancadas por la calle. Le había reconocido. No sabía cómo, pero lo había hecho, y al marcharse le había causado una herida más honda de lo que la noticia de su propia muerte podría haberle infligido. Elissa había sido como una madre para él y darle la espalda suponía una muestra de rechazo final a su amor. Pero ¿qué otra cosa podía haber hecho? ¿Cómo podía mostrarle lo que se había hecho a sí mismo, el monstruo en el que se había convertido su hijo adoptivo?
No. Era mejor que pensara que la había abandonado, mejor una mentira cualquiera que la verdad.
«Pero ¿es que ella no merece saber la verdad?», inquirió la fastidiosa voz en su cabeza.
La pregunta le hacía daño, así que la apartó de su mente y se concentró en la razón principal por la que había viajado a Miln, el mensaje de Rhinebeck. Se presentó en la torre del duche Euchor, pero los guardias de las puertas no le dieron la bienvenida.
—Su Gracia no tiene tiempo para entrevistarse con todos los Pastores andrajosos que hay en la ciudad —le gruñó uno de ellos al verle aproximarse con aquellas ropas holgadas y la capucha.
—A mí sí querrá verme —les advirtió y alzó la bolsa que contenía el sello de Rhinebeck. Los guardias abrieron los ojos por la sorpresa pero después se volvieron hacia él con la sospecha retratada en el rostro.
—Tú no eres ninguno de los Enviados Reales que conozco —dijo el primero que había hablado— y te aseguro que los conozco a todos.
—De todas formas, ¿qué clase de Enviado iría por ahí vestido de Pastor? —intervino el otro.
El Protegido, que aún tenía en la cabeza en el encuentro con Elissa, no tenía paciencia suficiente para la actitud mezquina de aquellos funcionarios.
—La clase de Enviado que te partirá la cabeza si no abres las puertas y me anuncias —repuso, levantando la capucha.
Ambos guardias dieron un paso atrás al observar su rostro tatuado. Él hizo un gesto hacia la puerta y ellos tropezaron el uno con el otro en sus prisas por abrirla. Uno de ellos se adelantó diligentemente hacia el palacio.
El Protegido volvió a poner la capucha en su sitio y disimuló una sonrisa. Después de todo, parecer un monstruo tenía algunas ventajas.
Caminó hacia el palacio a paso vivo, atrayendo las miradas de todos los que se encontraban en el patio, cuyos comentarios llegaron también a sus agudos oídos. No pasó mucho rato antes de que la ayuda de cámara del duque, la Madre Jone, apareciera para saludarle precedida por el guardia de la puerta. Ya tenía un aspecto descarnado la última vez que la vio hacía más de una década, pero desde entonces, los años la habían vuelto aún más enjuta, su piel era traslúcida y pálida, manchada debido a la vejez, y parecía estar tensa y estirada sobre las venas azules. Sin embargo, su espalda se erguía recta y su paso era rápido. Ragen solía considerarla una especie única de abismal y ninguno de los encuentros que había tenido con ella le había dado motivos para dudar de tal afirmación. Un par de guardias la seguían con discreción un par de pasos por detrás.
—Ese es, Madre Jone —le dijo uno de ellos.
Jone asintió y despidió al soldado con un gesto de la mano. Él se dirigió al torreón de la entrada, pero el Protegido advirtió que le seguía un montón de gente, ávida de chismorreos.
—Tú eres al que llaman el Protegido, ¿no? —la preguntó la mujer.
Él asintió.
—Traigo noticias urgentes del duque Rhinebeck y una propuesta personal.
Jone alzó una ceja al escuchar aquello.
—Hay muchos que creen que eres la reencarnación del Liberador. ¿Cómo es que has terminado al servicio del duque Rhinebeck?
—Yo no sirvo a ningún hombre —replicó él—. Traigo un mensaje de Rhinebeck porque sus intereses y los míos coinciden en este caso. El ataque de los krasianos a Rizón nos afecta a todos.
Jone asintió.
—Su Gracia está de acuerdo, de modo que os garantiza una audiencia… —El Protegido asintió y comenzó a dirigirse hacia el palacio, pero la mujer alzó un dedo y añadió—: Mañana.
Él frunció el ceño. Era costumbre que los duques hicieran esperar a los Enviados durante un breve período de tiempo para hacer exhibición de su poder, pero no era frecuente que la audiencia a un Enviado Real se retrasara durante todo un día cuando traía noticias graves, sobre todo cuando en ese momento el sol todavía no había alcanzado su cénit. Jamás había oído algo así.
—Quizá no ha valorado adecuadamente la importancia de mis noticias —le advirtió el Protegido con suavidad.
—Y quizá tú no has valorado adecuadamente la situación —replicó Jone—. Te has hecho toda una reputación al sur del Entretierras, pero ahora estás en las tierras del duque Euchor, Luz de las montañas y Guardián de las Tierras del Norte. Él te recibirá cuando se lo permita su agenda y eso es mañana.
Todo aquello era pura pose. Euchor quería hacer una demostración de poder rechazando al Protegido.
Podía insistir, por supuesto. Podía alegar que se le había insultado y amenazar con regresar a Angiers, o incluso abrirse paso entre los guardias por la fuerza. Allí no había nadie capaz de detenerle si él no lo deseaba.
Pero necesitaba la buena voluntad de Euchor. Ragen recibiría el grimorio de grafos de combate que le había dado a Elissa y sabría qué hacer con él, pero sólo Euchor le podía suministrar el abastecimiento necesario y los hombres destinados a Angiers antes de que fuera demasiado tarde. Merecía la pena esperar un día por ello.
—Muy bien. Estaré esperando a las puertas mañana al amanecer. —Se volvió para marcharse.
—Tenemos toque de queda en Miln —repuso Jone—. No se le permite a nadie andar por las calles antes del amanecer.
El Protegido se volvió para encararla y alzó la cabeza para permitirle mirar dentro de la capucha. Sus dientes relucieron brillantes entre los labios tatuados cuando sonrió.
—Entonces, decidle a los guardias de las puertas que me arresten —le sugirió.
Ambos podían hacer poses y medir su poder.
La boca de la mujer se convirtió en una línea apretada. Si la vista de su piel tatuada la inquietó, no lo demostró.
—Al amanecer —aceptó, se volvió con agilidad, y se dirigió hacia el palacio a grandes zancadas.
Varios guardias le siguieron cuando abandonó la ciudadela del duque. Eran discretos y mantuvieron las distancias, pero no había duda de que pretendían averiguar el lugar donde pernoctaría y tomar nota de la gente con la que tuviera contacto.
Pero el Protegido había vivido en Miln durante muchos años y conocía bien la ciudad. Dobló una esquina que daba a un callejón sin salida y una vez fuera de la vista, dio un salto de tres metros de altura hasta llegar al alféizar de la ventana del segundo piso. Desde allí le resultó fácil dar un nuevo salto hacia la ventana del tercer piso y pasar luego al tejado de la casa opuesta. Vio cómo los guardias esperaban pacientemente a que él se diera cuenta de que se había metido en un callejón sin salida y regresara por donde había entrado. Para cuando se cansaran de esperar y entraran en el callejón a investigar, él ya estaría lejos.
Mientras se aproximaba a la tercera casa de la calle del Molino recordó la misteriosa respuesta de Elissa sobre Jaik. ¿Estaría bien? ¿Le habría ocurrido algo?
Cuando era pequeño, Jaik y Mery habían sido sus únicos amigos. Jaik soñaba con convertirse en Juglar y ambos habían hecho el pacto de viajar juntos en el momento en que Arlen obtuviera su licencia de Enviado, como solían hacer muchos Enviados y Juglares.
Pero mientras Arlen había conseguido sus objetivos con una tenacidad ciega, Jaik jamás había reunido la voluntad suficiente para estudiar el arte de la Juglaría. Cuando llegó el momento de la marcha de Arlen, el muchacho era tan capaz de hacer malabarismos como de volar moviendo los brazos.
Aun así, parecía que no le había ido mal. Aunque su casa no era una gran mansión como la de Ragen y Elissa, era sólida y estaba bien cuidada, un edificio bastante espacioso según los estándares de la superpoblada Miln. El hombre debía de estar en el molino a esas horas del día y quizá era mejor así. Seguramente tendría familiares en la casa a los que podría dejar el paquete de cartas, gente que no reconocería a Arlen Bales y mucho menos al Protegido.
Por ello, no estaba preparado para que fuera Mery quien abriera la puerta.
La mujer contuvo el aliento al verle, cubierto por completo por la capa y la capucha y dio un paso hacia atrás. Él, tan sorprendido y asustado como ella, retrocedió a la misma vez.
—¿Sí? —preguntó Mery, una vez recuperada del susto—. ¿Puedo ayudarle en algo? —Mantuvo la mano sobre la puerta, preparada para cerrarla de un portazo si era necesario.
Era mayor de cómo la recordaba, pero eso no disminuía en nada su hermosura. Por el contrario, la Mery que él recordaba era un brote primaveral comparado con la flor que tenía ante sí. Los miembros delgados de la juventud se habían rellenado mostrando ahora unas curvas sensuales y el hermoso cabello castaño caía en ondas, enmarcando su rostro redondo y los mismos labios suaves que él había besado miles de veces. Las manos le temblaron ante la imagen, pero si no estaba preparado para enfrentarse a su belleza, el hecho de que fuera ella quien le abriera la puerta le había dejado atónito.
Se había casado con Jaik. Jaik, que le había enseñado a jugar a la pelota y había robado dulces de la ventana trasera del panadero para compartirlos con ellos. El mismo que le había seguido a todas partes con cierta angustia cuando le dijo que iba a convertirse en Enviado. El mismo que siempre había sido invisible para Mery, que sólo tenía ojos para Arlen.
—Perdóneme… —se excusó, demasiado alterado para disimular la voz—, debo haberme equivocado de… —Se dio la vuelta y se marchó dando grandes zancadas.
La oyó jadear a su espalda pero apretó el paso en lugar de detenerse.
—¿Arlen? —le llamó ella y él comenzó a correr.
Pero al arrancar la carrera, ella intentó seguirle.
—¡Arlen, para! ¡Por favor! —le gritó, pero él no le prestó atención. Sólo quería escapar y sus fuertes piernas en seguida pusieron la distancia entre ellos.
Había un carro roto en la calle, inclinado hacia un lado, y dos hombres que discutían en mitad del desastre. Perdió unos segundos preciosos al esquivarlos y Mery acortó la distancia entre ellos. Corrió hacia el hueco entre dos casas, esperando atajar por allí, pero la salida que recordaba no estaba y en su lugar se alzaba un muro de piedra demasiado alto para poder saltarlo.
Cerró los ojos y deseó poder desmaterializarse como lo había hecho en casa de Leesha, pero tenía el sol justo encima y la magia no funcionaría en esas condiciones. Se volvió para salir de allí pero era demasiado tarde, pues cuando fue a doblar la esquina se precipitó contra Mery y ambos cayeron enredados al suelo. Él consiguió sujetarse la capucha cuando impactó contra el suelo adoquinado. Se tensó, preparado para ponerse en pie de un salto, pero Mery se arrojó sobre él y lo apretó en un estrecho abrazo.
—Arlen —sollozó—. Te dejé ir una vez y le juré al Creador que jamás volvería a hacerlo. —Lo abrazó con más fuerza aún, llorando sobre sus ropas y él la sostuvo entre sus brazos y la meció, sentado sobre el suelo en la boca del callejón. Aunque se había enfrentado a todo tipo de demonios, aquel abrazo le aterrorizaba de un modo que no sabía cómo explicar.
Pasado un rato, Mery se recobró y se limpió la nariz y los ojos con una manga.
—Debo tener un aspecto horrible —murmuró con voz ronca.
—Estás preciosa —repuso él y las palabras no fueron un simple cumplido.
Ella se echó a reír avergonzada, bajó los ojos y sorbió de nuevo por la nariz.
—Quise esperarte —susurró.
—No pasa nada —respondió él.
Pero ella sacudió la cabeza.
—Si hubiera creído que ibas a volver, te habría esperado toda la vida. —Alzó la mirada hacia él, intentando ver algo a través de las sombras de la capucha—. Yo nunca habría…
—¿No te habrías casado con Jaik? —preguntó él, quizá con más brusquedad de la que pretendía.
Ella apartó la mirada, mientras se levantaban con torpeza del suelo.
—Tú te habías ido y él estaba aquí. Ha sido muy bueno conmigo durante todos estos años, Arlen, pero… —Mery lo miró, indecisa—… si tú me lo pidieras…
Se le encogieron las tripas. ¿Si él se lo pedía qué? ¿Se iría con él? ¿O se quedaría en Miln pero dejaría a Jaik para poder estar con él? Las visiones de su sueño invadieron su mente.
—Mery, no —le suplicó—. No lo digas. —Él ya no podía volver atrás.
Ella se volvió como si la hubiera abofeteado.
—No has vuelto a buscarme, ¿verdad? —le preguntó, respirando con fuerza para contener las lágrimas—. Sólo has hecho un alto para ver a tu viejo amigo Jaik, darle una palmadita en la espalda y contarle tus aventuras antes de volver de nuevo al camino.
—Las cosas no son así, Mery —intervino él. Se le acercó por la espalda y le puso las manos sobre los hombros. La sensación era extraña; familiar por un lado, ajena por otro. No podía recordar la última vez que había tocado a alguien de ese modo—. Esperaba que hubieras encontrado a alguien en todo este tiempo. Oí que eso había sucedido y no quería estropearlo. —Hizo una pausa—. Sólo que no esperaba que fuera Jaik.
Mery se volvió y lo abrazó de nuevo, sin enfrentarse a sus ojos.
—Ha sido muy bueno conmigo. Mi padre habló con el barón que posee el molino y le hicieron supervisor. Yo acudí a la Escuela de Madres para apuntarme en las listas y optar a una casa.
—Jaik es un buen hombre —admitió el Protegido.
Ella alzó la vista hacia él.
—Arlen, ¿por qué me escondes el rostro?
Esta vez fue él quien le dio la espalda, aunque por un momento, estuvo a punto de no hacerlo.
—Le pertenece a la noche. No es algo que quieras ver.
—Tonterías —dijo la muchacha, alargando la mano en dirección a la capucha—. Estás vivo después de todo este tiempo. ¿Crees que me preocupa que tengas cicatrices?
Él se retiró con brusquedad y le sujetó la mano.
—Es más complicado que eso.
—Arlen —se puso las manos en las caderas al igual que hacía tantos años atrás, cuando había que ponerse serios—, han pasado ya ocho años desde que te fuiste de Miln sin siquiera despedirte. Lo menos que puedes hacer es reunir el valor suficiente para mostrarme tu cara.
—Si no recuerdo mal, fuiste tú la que se marchó.
—¿Crees que no lo sé? —le gritó la chica—. Me he pasado todos estos años culpándome, sin saber si habías muerto en el camino o estabas en los brazos de otra mujer, ¡todo porque una noche fui egoísta y estúpida! ¿Cuánto tiempo se me debe castigar por reaccionar de ese modo cuando me dijiste que querías arriesgar tu vida sólo para escapar de la presión que era vivir aquí conmigo?
Él la miró, sabiendo que tenía razón. Jamás le había mentido, ni a ella ni a nadie, pero de todos modos, la había decepcionado, pues había dejado que pensara que había abandonado sus sueños de convertirse en Enviado.
Despacio, alzó las manos y dejó caer la capucha.
Los ojos de Mery se abrieron por la sorpresa y se tapó la boca para ahogar el grito que le había provocado la visión de los tatuajes. Sólo en el rostro había docenas, que recorrían la mandíbula y los labios, le rodeaban la nariz y los ojos, y llegaban incluso a las orejas.
Ella retrocedió de forma inconsciente.
—Tu rostro, tu hermoso rostro… Arlen, ¿qué es lo que has hecho?
Él se había imaginado esa reacción incontables veces, la había visto antes en otra gente a lo largo y ancho de Thesa, pero a pesar de todo, no estaba preparado para el dolor que le produjo. Vio en sus ojos cómo juzgaba lo que había hecho de sí mismo y le hizo sentir pequeño e indefenso como no se había sentido en años.
El sentimiento le encolerizó y Arlen de Miln, que había ido ganando fuerza por primera vez en años, se retiró de nuevo hacia la oscuridad. El Protegido tomó su lugar y sus ojos se endurecieron.
—Hice lo que tenía que hacer para sobrevivir —replicó con la voz repentinamente áspera.
—No es eso lo que has hecho —repuso ella, sacudiendo la cabeza—. Podrías haber sobrevivido aquí en Miln. Podrías haber vivido en cualquiera de las Ciudades Libres. No tenías que… mutilarte para sobrevivir. La verdad es que lo hiciste porque te odias tanto que no crees merecer otra cosa que estar expuesto en mitad de la noche. Lo hiciste porque te aterroriza abrir tu corazón y amar algo que los abismales puedan quitarte.
—No me asusta nada de lo que hagan los abismales. Camino libre por la noche y no temo a ningún demonio, ni grande ni pequeño. ¡Son ellos los que corren al verme, Mery! ¡A mí! —Y se golpeó el pecho para dar más énfasis a la frase.
—Claro que lo hacen —susurró ella, con las lágrimas recorriendo sus suaves mejillas—. Tú mismo te has convertido en un monstruo.
—¡¿Un monstruo?! —gritó el hombre tatuado y ella retrocedió un paso con un estremecimiento, asustada—. ¡He hecho lo que ningún hombre ha conseguido desde hace siglos! ¡Lo que siempre habíamos soñado! ¡He devuelto poderes a la humanidad que se daban por perdidos desde la Primera Guerra de los Demonios!
Mery escupió en el suelo, sin parecer impresionada en absoluto. La imagen era estremecedora, la misma imagen que había visto la noche anterior, en su tercera visión.
—¿Y a qué coste? —le increpó ella—. Jaik me ha dado dos hijos, Arlen. ¿Vendrás tú a pedirles que marchen y mueran en otra guerra contra los demonios? Podrían haber sido tuyos, tu regalo al mundo, pero en vez de eso todo lo que le has procurado ha sido una vía para su autodestrucción.
El Protegido abrió la boca para espetarle una airada réplica, pero no salió nada de ella. Si otra persona cualquiera le hubiera dicho tales cosas, le habría replicado con dureza pero Mery atravesaba sus defensas con facilidad. ¿Qué había aportado él al mundo? ¿Marcharían miles de jóvenes con sus armas, sólo para ser masacrados durante la noche?
—Es cierto que has hecho lo que siempre habías soñado, Arlen —continuó ella—. Te has asegurado de que nadie vuelva a acercársete nunca. —Sacudió la cabeza y su rostro se contrajo por la pena. Se le escapó un sollozo entre los suaves labios y se cubrió la boca con la mano; luego se dio la vuelta y huyó de él.
El hombre tatuado se quedó allí quieto un buen rato, mirando los adoquines mientras la gente pasaba junto a él. Miraban su rostro tatuado y aquella imagen encendía la mecha de animadas conversaciones, pero él apenas se dio cuenta. Por segunda vez, Mery le había dejado desconsolado y sólo deseaba que la tierra se lo tragase.
Vagabundeó por las calles sin dirección, intentando asumir lo que Mery le había dicho, pero no podía hacerlo. ¿Llevaba razón? Desde la noche en que murió su madre, ¿le había abierto su corazón a alguien? Conocía la respuesta y eso sólo le daba más razón a sus acusaciones. La gente lo miraba con descaro conforme avanzaba y su carne tatuada se erigía ahora en una barrera tan eficaz ante ellos como ante los abismales. Sólo Leesha había intentado derribarla y siempre la había apartado de su lado.
Después de un buen rato, alzó la mirada y se dio cuenta de que sus pies le habían llevado de regreso a la tienda de Cob. Aquel lugar familiar le atraía y ahora no tenía fuerzas para resistírsele. Se sentía vacío por dentro. Hueco. Dejaría que Elissa le recriminara y le pegara. No podría hacerle más daño del que ya le habían hecho.
Ella estaba barriendo la puerta de la tienda cuando entró. Estaba sola. Alzó la mirada cuando sonaron las campanillas y sus ojos se encontraron. Durante un buen rato, ninguno de los dos dijo una sola palabra.
—¿Por qué no me dijiste que estaban casados? —preguntó al fin. Sonaba hosco y poco convincente, pero no se le ocurría qué otra cosa decir.
—Tú tampoco encontraste oportuno contármelo todo, ¿no? —le replicó ella. No había ira en su voz, ni acusación alguna. Hablaba con naturalidad, como si estuvieran comentando lo que habían desayunado.
Él asintió.
—No quería que me vieras así.
—¿Así cómo? —preguntó Elissa con dulzura. Dejó la escoba a un lado y avanzó despacio hasta llegar a su lado. Luego puso una mano sobre su brazo—. ¿Cubierto de cicatrices? Ya las había visto antes.
Él se volvió y le dio la espalda, y ella dejó caer la mano.
—Estas cicatrices me las hice yo mismo.
—Todos nos las hacemos antes o después.
—Mery me miró y echó a correr como si yo fuera un abismal.
—Lo siento mucho —repuso Elissa, que se acercó a su espalda y lo envolvió en sus brazos.
El Protegido deseaba apartarla, pero una parte de él se derritió en su abrazo. Se volvió y la estrechó a su vez, inhalando su olor, tan familiar. Cerró los ojos, abriéndose al dolor y dejándolo salir.
Pasado un rato, Elissa se echó hacia atrás.
—Quiero ver lo que le has mostrado a ella.
Él sacudió la cabeza.
—Yo…
—Shhh… —le dijo con suavidad y metió un dedo bajo la capucha para ponerlo sobre sus labios. Él se tensó cuando sus manos se alzaron, despacio y apartaron la tela. El miedo le recorrió, helándole la sangre, pero permaneció inmóvil como una estatua, resignado a lo que tuviese que ocurrir.
Como había pasado con Mery, los ojos de Elissa se abrieron de par en par y jadeó por la sorpresa, pero no retrocedió. Simplemente, se le quedó mirando, asumiéndolo.
—Antes no apreciaba los grafos —dijo después de un rato—. Para mí sólo eran un instrumento, como un martillo o el fuego. —Alargó la mano y le tocó la cara. Sus dedos suaves recorrieron los grafos en sus cejas, su mandíbula, su cráneo—. Sólo ahora, al trabajar en esta tienda, he llegado a apreciar lo hermosos que pueden llegar a ser. Cualquier cosa que proteja a los que amamos, es hermosa.
Él se tambaleó torpemente, mientras su voz se ahogaba en sollozos, pero Elissa lo recogió en su firme abrazo y le sirvió de apoyo.
—Bienvenido a casa, Arlen. Aunque sea sólo por una noche.