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El legista Raddock
333 d. R.
Jeph Bales terminó de comprobar los grafos del porche justo a tiempo. Su familia ya estaba dentro de la casa y los niños se lavaban para cenar; Ilain y Norine trabajaban en la cocina. Observó cómo se desvanecían los últimos rayos del sol y la tierra exudaba el calor acumulado durante el día; pronto los demonios empezarían a abrirse paso desde el Abismo.
Cuando aquellas pestilentes formas nebulosas comenzaron a emerger, se dirigió hacia el interior de la casa y apenas unos momentos después los abismales se solidificaron. Jeph no tenía intención alguna de dar oportunidades a los demonios.
Pero cuando se acercó a cerrar la puerta, escuchó un gemido y alzó la mirada. Alguien venía corriendo por el camino a toda velocidad, chillando sin cesar.
Jeph cogió el hacha que siempre tenía junto a la puerta y sólo salió hasta donde le permitían los grafos del porche. Recorrió las formas de los abismales que se coagulaban en el patio con mirada nerviosa. Pensó en su hijo mayor y en que él no habría dudado en acudir a socorrer al extraño, pero Arlen había muerto hacía ya catorce años y Jeph jamás había tenido su coraje.
—¡Aguanta un poco más! —gritó—. ¡Casi estás a salvo! —Los abismales, aún más neblina que carne, alzaron la mirada ante su grito y él cerró la mano con fuerza en torno a la empuñadura del hacha.
Jamás abandonaría la seguridad de los grafos pero estada dispuesto a golpear al demonio que se acercara demasiado.
—¿Qué pasa? —preguntó Ilain desde el interior.
—¡Que no salga nadie! —gritó Jeph en respuesta—. ¡No importa lo que oigáis, no salgáis!
Empujó la puerta para cerrarla y volvió la mirada al visitante. El extraño estaba ahora más cerca. Era una mujer, con el vestido empapado de sangre, que corría como si su vida dependiera de ello, como de hecho sucedía. Tenía algo en la mano, pero no podía distinguirlo.
Los abismales lanzaban las garras hacia ella, pero como aún carecían de sustancia, sólo le provocaban arañazos superficiales. La mujer no parecía darse cuenta; había empezado a gritar mucho antes.
—¡Corre! —gritó Jeph de nuevo y mantuvo la esperanza de que aquellas pobres palabras le infundieran algo de valor.
Ya había cruzado el patio y estaba casi en el porche, cuando la reconoció, justo en el momento en que un demonio del fuego, completamente formado, chilló y se interpuso en su camino.
—Renna… —murmuró, pero cuando la miró de nuevo, a quien vio no fue a Renna Tanner, sino a Silvy, su esposa, a la que un demonio del fuego había asesinado catorce años atrás en aquel mismo lugar.
Entonces, algo endureció su corazón y saltó fuera del porche casi sin darse cuenta, blandiendo el hacha con toda su fuerza. La coraza de un demonio del fuego podía mellar cualquier arma, pero la criatura era pequeña y el golpe la mandó dando tumbos en mitad del patio.
Otros abismales chillaron y se lanzaron contra ellos, pero el camino estaba ahora despejado. Jeph la cogió del brazo y tiró de ella hacia la seguridad del porche. Subió los escalones, perdió el equilibrio y cayeron uno sobre el otro; poco después un demonio del bosque cargó contra ellos, pero se estrelló contra la red exterior y la magia, antes de rechazarle, estalló en el aire en una red de luz plateada.
Jeph acunó a Renna entre sus brazos y la llamó por su nombre, pero ella seguía gritando, incapaz de darse cuenta de que estaba a salvo. Estaba cubierta de sangre, su vestido empapado al igual que los brazos y el rostro, pero no parecía estar herida. Sujetaba con fuerza un cuchillo grande con la empuñadura de hueso, también cubierto de sangre.
—Renna, ¿te encuentras bien? —le preguntó—. ¿De quién es esta sangre? —La puerta se abrió y apareció Ilain, a la que se le escapó un jadeo de sorpresa al ver a su hermana—. ¿De quién es esta sangre? —insistió de nuevo Jeph, pero ella no dio signos de haberle oído y continuó gritando y sollozando, las lágrimas dejando surcos entre el polvo y la sangre que le cubrían la cara.
—Ese es el cuchillo de mi padre —dijo Ilain, señalando la hoja ensangrentada a la que su hermana se aferraba con tanta fuerza—. Lo reconocería en cualquier sitio. Jamás lo deja fuera de su vista.
—¡Por el Creador! —exclamó su marido y palideció.
—Ren, ¿qué ha pasado? —inquirió Ilain, que se inclinó y sacudió a su hermana por los hombros—. ¿Estás herida? ¿Dónde está papá?, ¿está bien?
Pero Ilain no obtuvo de su hermana más respuestas que su esposo y pronto se quedó en silencio, escuchando los sollozos de Renna y los chillidos de frustración de los abismales por no poder atravesar las protecciones.
—Será mejor que entremos —comentó el hombre—. Mete a los chicos en sus cuartos y yo la llevaré al nuestro. —Ilain asintió y entró rápidamente mientras él tomaba entre sus fuertes brazos el cuerpo trémulo de su hermana.
Jeph dejó a Renna sobre el colchón de paja y le dio la espalda cuando Ilain se acercó con una palangana de agua caliente y un trapo limpio. A esas alturas la chica había dejado de gritar, pero no reaccionó cuando su hermana le quitó el cuchillo ensangrentado de la mano y lo dejó en la mesilla de noche. Después la desvistió y le limpió la sangre con movimientos nerviosos.
—¿Qué crees que ha pasado? —preguntó Jeph cuando Renna estuvo bien arropada, pero con la mirada aún perdida.
Su mujer sacudió la cabeza.
—No lo sé. Ha debido de venir corriendo desde la granja de mi padre y ese es un camino muy largo, aunque cortes campo a través. Tiene que haber corrido durante horas.
—Parecía venir de la ciudad. —Ilain respondió con un encogimiento de hombros—. Sea lo que sea lo que le ha pasado, no han sido los abismales —aclaró el marido—. No a plena luz del día.
—Jeph, necesito que vayas a la granja mañana por la mañana, a ver si les han atacado los lobos o los bandidos. Yo mantendré oculta a Renna hasta que regreses.
—¿Bandidos y lobos en Arroyo Tibbet? —preguntó el hombre en tono de duda.
—Sólo acércate y echa una ojeada.
—¿Y qué pasa si me encuentro a Harl muerto a cuchilladas? —preguntó él, poniendo en palabras lo que ambos estaban pensando.
Ilain suspiró profundamente.
—En ese caso, limpia la sangre y quema el cadáver en una pira. Diremos a la gente que se resbaló en la escalerilla del pajar y se rompió el cuello.
—No podemos mentir en algo así. Si ha matado a alguien…
Ella, enfadada, se volvió hacia él.
—¿Y qué Abismos crees que hemos estado haciendo todos estos años? —le increpó. Él alzó las manos para tranquilizarla, pero ella no calló—. ¿Es que no he sido una buena esposa? —insistió Ilain—. ¿No he cuidado de la casa? ¿No te he dado hijos? ¿Es que no me amas?
—Claro que sí —afirmó él.
—Entonces, has de hacer esto por mí, Jeph Bales. Lo harás por todos nosotros, por Beni y por los niños también. No hay necesidad de que lo que ha ocurrido en esa granja llegue a oídos de la gente del pueblo ya hay bastante con lo que se están inventando.
Jeph permaneció en silencio durante un buen rato valorando los pros y contras y, finalmente, asintió.
—Está bien. Me marcharé después del desayuno.
Jeph se levantó al amanecer y se apresuró a realizar sus tareas matutinas pese a que estaba tan cansado que le dolían todos los huesos. Se habían pasado la noche intentando que Renna reaccionase, pero no había querido comer y dormir, sólo miraba el techo. Después del desayuno Jeph ensilló su mejor yegua.
—Creo que será mejor que evite el camino —le dijo a Ilain—. Atajaré por el campo en dirección sudeste. —La mujer asintió, le echó los brazos al cuello y le dio un fuerte abrazo. Él la apretó a su vez, pero sentía un nudo en el estómago ante la perspectiva de lo que pudiera encontrarse. Al final, se puso en marcha.
»Si me marcho ya, podré regresar hoy mismo.
Acababa de montarse en el caballo cuando llegó a sus oídos el sonido de unos cascos. Alzó la mirada para ver cómo se aproximaba un carro, ocupado por la Herborista, Coline Trigg, que se frotaba las manos, preocupada, y la Portavoz del Pueblo, Selia la Yerma, con un aspecto igualmente abatido. Debía de andar cerca de los setenta; era alta y delgada, pero seguía siendo dura como el cuero curtido y tan afilada como el hacha de un Leñador.
A un lado del carro cabalgaba Rusco el Jabalí, al otro Garric Fisher y el Legista Raddock, tío abuelo de Garric y Portavoz de Hoya de Pescadores. Detrás de ellos caminaban el Pastor Harral y lo que a simple vista parecía la mitad de los hombres de Hoya de Pescadores, armados con arpones.
Garric acicateó su caballo cuando la granja apareció a la vista, galopó hasta el porche donde se encontraba Ilain y frenó tan en seco que el animal se encabritó antes de detenerse.
—¿Dónde la tenéis? —exigió.
—¿Dónde tenemos a quién? —inquirió ella a su vez y se enfrentó a su mirada feroz.
—¡No juegues conmigo, mujer! —rugió Garric—. ¡He venido a por la puta, bruja y asesina de tu hermana, bien que lo sabes! —Saltó del caballo y se dirigió hacia ella a grandes zancadas, con el puño en alto.
—No des un paso más, Garric Fisher —intervino Norine Cutter, que en ese momento salió de la casa empuñando el hacha de Jeph. Había vivido en la granja del hombre desde antes de la muerte de su esposa y era tan parte de la familia como cualquiera de los demás—. No estás en tu propiedad. Aléjate y explica a qué vienes, a menos que estés dispuesto a vértelas con algo peor que un abismal.
—Vengo porque Renna Tanner ha asesinado a mi hijo y a su propio padre, y ¡lo pagará caro! —gritó el hombre—. ¡Dejad de esconderla!
El Pastor Harral llegó en ese momento hasta ellos y se interpuso entre Garric y las mujeres. Era joven y fuerte, un buen oponente para Garric que, aunque mayor, era igual de corpulento que él.
—¡Todavía no tenemos pruebas de nada, Garric! Necesitamos hacerle unas cuantas preguntas, eso es todo —le dijo a Ilain.
—No necesitamos nada más, Pastor —comentó Raddock y luego bajó de su caballo. Su nombre real era Raddock Fisher, pero todos en Arroyo le llamaban Raddock el Legista, pues era el Portavoz de Hoya en el concejo municipal y el árbitro legal de las disputas en el distrito. Lucía una densa masa de cabello entrecano que le llegaba hasta la barbilla, aunque tenía la coronilla tan lisa como un huevo. Era mayor que Selia, pero más irascible, y usaba con determinación un tono de superioridad moral que manejaba con habilidad para meter cizaña entre los demás—. La chica tiene que responder por sus crímenes.
El Jabalí fue el siguiente en desmontar. Tenía la misma presencia imponente de siempre, en parte porque era hombre que poseía la mitad de Arroyo Tibbet y que controlaba las deudas de la otra mitad.
—Garric no miente al decir que tu padre y Cobie Fisher están muertos —le dijo a Ilain—. Mis hijas y yo oímos unos gritos en el almacén ayer por la tarde. Los encontramos muertos en la habitación trasera que le arrendaba a Cobie. No sólo habían sido acuchillados, sino… mutilados. Stam Tailor dijo que había visto a tu hermana poco antes de que eso ocurriera.
Ilain soltó una exclamación de sorpresa y se tapó la boca.
—Es horrible —afirmó el Pastor—, y por eso debemos hablar con Renna cuanto antes.
—¡Así que apártate de la puerta! —ordenó Raddock, adelantándose.
—La Portavoz de Arroyo Tibbet soy yo, Legista Raddock, ¡no tío! —exclamó Selia en tono cortante y todo el mundo se calló. Jeph se acercó para ayudarla a bajar del carro. Tan pronto como puso los pies en el suelo, se sujetó las faldas para no ensuciarse la ropa y avanzó a grandes zancadas. Los hombres más jóvenes, mucho más corpulentos que ella, se retiraron ante el poder de su presencia.
No era frecuente que alguien alcanzara la edad de Selia en Arroyo Tibbet. La vida allí era dura; sólo los más astutos y capacitados sobrevivían para verse cubiertos de canas y el resto les trataba con la apropiada deferencia. De joven, Selia había sido una mujer con carácter. Ahora era una fuerza de la naturaleza en sí misma.
Sólo Raddock se mantuvo en su sitio. A lo largo de los años había desbancado a Selia varias veces como Portavoz del Pueblo y si la edad era sinónimo de poder en Arroyo Tibbet, él era más fuerte, aunque no por mucho.
—Coline, Harral, Rusco, Raddock y yo necesitamos ver a Renna —informó a Jeph. No había sido una petición. Los cinco constituían la mitad del concejo municipal y lo único que el hombre podía hacer era asentir y hacerse a un lado para permitirles la entrada.
—¡Yo también voy! —bramó Garric. Todos los Fisher, sus familiares y amigos, se reunieron a su alrededor, mientras asentían con gestos furiosos.
—No, tú no —replicó Selia tras dejarlos paralizados con una mirada acerada—. Tenéis la sangre alborotada y nadie puede culparos por ello, pero estamos aquí para averiguar qué fue lo que pasó, no para atar a la chica a una estaca sin un juicio.
Raddock puso una mano sobre el hombro de Garric.
—No se va a ir a ninguna parte, Gar, te lo prometo —le dijo y el hombre apretó los dientes, pero asintió y dio un paso hacia atrás cuando los demás entraron.
Renna todavía yacía en la misma posición en que la habían dejado la noche anterior, mirando fijamente al techo. De vez en cuando pestañeaba. Coline se dirigió hacia ella.
—Oh, cariño —exclamó Selia al ver el cuchillo ensangrentado en la mesilla de noche. Jeph maldijo para sus adentros. ¿Por qué lo habían dejado allí? Debería haberlo arrojado al pozo en el mismo momento en que lo vio.
—¡Creador! —musitó Harral y dibujó un grafo en el aire.
—Mire lo que hay aquí —gruñó Raddock mientras daba una patada a la palangana que había al lado de la puerta. El vestido de Renna había teñido el agua de rojo—. ¿Todavía cree que hemos venido sólo para hacer unas cuantas preguntas, Pastor?
Coline examinó los moratones que había en el rostro de Renna con ojo experto y mano firme, y después se volvió a los demás y se aclaró ruidosamente la garganta. Los hombres la miraron alelados durante un instante y luego, con un respingo, le dieron la espalda para que ella pudiera apartar las mantas.
—No tiene nada roto —explicó Coline tras volverse hacia Selia, una vez finalizado su examen—, pero la han golpeado a conciencia, tiene cardenales en torno a la garganta, como si hubieran intentado estrangularla.
Selia avanzó y se sentó en la cama junto a Renna. Alargó la mano despacio y apartó el pelo de la cara sudorosa de la muchacha con ternura.
—Renna, cariño, ¿puedes oírme? —La chica no reaccionó—. ¿Ha estado así toda la noche? —preguntó con el ceño fruncido.
—Así es —repuso Jeph.
La anciana suspiró y se puso las manos sobre las rodillas para ponerse en pie. Cogió el cuchillo y después se volvió e hizo salir a todo el mundo de la habitación, tras lo cual, cerró la puerta.
—He visto esto otras veces, sobre todo, después de algún ataque de los demonios —aclaró y Coline asintió—. Los supervivientes sufren más de lo que pueden soportar y tras el ataque sólo miran al vacío.
—¿Se pondrá bien? —preguntó Ilain.
—Algunas veces salen de ese estado en unos cuantos días —explicó la mujer—. Otras… —Se encogió de hombros—. No te voy a mentir, Ilain Bales. Esto es lo peor que ha ocurrido en Arroyo Tibbet desde que tengo uso de memoria. He sido Portavoz una y otra vez desde hace treinta años y he visto a muchísima gente morir antes de que llegara su hora, pero jamás nadie ha asesinado a otra persona. Esas cosas pasan en las Ciudades Libres, pero no aquí.
—¡Renna no puede haber…! —exclamó ella con un grito ahogado; Selia la tomó por los hombros para consolarla.
—Por eso espero poder hablar con ella, cariño, y oír la historia de sus labios. —Miró a Raddock—. Los Fisher han venido buscando venganza y no se irán satisfechos sin haberla obtenido o, al menos, con una buena explicación.
—Estamos en nuestro derecho —gruñó Raddock—. Ha sido nuestro pariente el que ha muerto.
—Por si no te has dado cuenta, también ha muerto mi padre le espetó Ilain tras dirigirle una mirada aviesa.
—Más razón aún para exigir justicia —replicó él.
Selia chistó y todo el mundo se calló. Después le ofreció el cuchillo ensangrentado al Pastor Harral.
—Pastor, le estaría muy agradecida si fuera tan amable de envolver esto y guardarlo entre sus ropas hasta que lleguemos a la ciudad. —Harral asintió y alargó la mano para cogerlo.
—¿Qué Abismos te crees que estás haciendo? —gritó Raddock y le arrebató a Selia el cuchillo de las manos antes de que el Pastor pudiera hacerse con él—. ¡Toda la ciudad tiene derecho a verlo! —exclamó mientras lo agitaba.
Selia le agarró de la muñeca y el hombre, que pesaba el doble que ella, se echó a reír hasta que la mujer le hundió el talón en el empeine. A Raddock se le escapó un aullido de dolor y soltó el cuchillo para agarrarse el pie, momento que Selia aprovechó para cogerlo en el aire.
—¡Usa tu cabeza, Legista! —le increpó—. Este cuchillo es una prueba y todo el mundo tiene derecho a verla, pero no con dos docenas de hombres afuera con arpones y una niña indefensa aturdida por el miedo. El Pastor no lo va a robar.
Ilain le entregó un paño y Selia envolvió el arma, para luego dársela al Pastor, que la guardó a salvo entre sus ropas. Acto seguido, la mujer se recogió las faldas y salió afuera dando grandes zancadas, con la espalda erguida y la cabeza bien alta, para encararse con los hombres reunidos en el patio. Estos gruñeron de forma amenazadora y agarraron con fuerza sus arpones, en cuanto la vieron aparecer.
—No está en condiciones de hablar —explicó Selia.
—¡No hemos venido a hablar! —gritó Garric y todos los Fisher asintieron de acuerdo con sus palabras.
—Me importa un bledo a lo que hayáis venido —replicó la mujer—. Nadie va a hacer nada hasta que el concejo se reúna para deliberar sobre esto.
—¿El concejo? —inquirió Garric—. ¡Esto no es un ataque de los abismales! ¡Ella ha matado a mi hijo!
—Eso no lo sabes, Garric —repuso Harral—. Podría ser que Harl y él se hubieran enfrentado y matado mutuamente.
—Aunque ella no empuñara el cuchillo es como si lo hubiera hecho, porque hechizó a mi hijo, ¡para que cometiera pecado y avergonzara a su padre!
—La ley es la ley, Garric —intervino Selia—. Tendremos una reunión del concejo donde podrás hacer tus acusaciones y ella podrá defenderse, antes de que la declaremos culpable. Ya es bastante malo que tengamos dos muertos, no voy a permitir que la turba cometa otro asesinato porque tú no puedes esperar a que se haga justicia.
Garric miró a Raddock esperando su apoyo, pero el Portavoz de Hoya de Pescadores permaneció en silencio, aunque dirigió una mirada hacia Harral. De repente Raddock empujó al Pastor contra la pared y rebuscó entre sus ropas.
—¡Ella no os lo está contando todo! —gritó—. La chica esconde un vestido manchado de sangre. —Extrajo el cuchillo de Harl para que todos lo vieran—. ¡Y un cuchillo ensangrentado!
Los Fisher enarbolaron sus arpones y gritaron enardecidos, preparados para irrumpir en la casa.
—¡Al Abismo con tu ley —le dijo Garric a Selia—, si eso quiere decir que no podré vengar a mi hijo!
—Tendrás que pasar por encima de mi cadáver para asesinar a esa pobre chiquilla —replicó Selia y se dirigió hacia la puerta con el resto del concejo y la familia de Jeph—. ¿Qué pretendes? —le gritó—, ¡¿que tengamos que llamar asesinos a todos los Fisher?!
—Bah, no nos puedes colgar a todos —se mofó Raddock—. Nos vamos a llevar a la chica. Apartaos o pasaremos por encima de vosotros.
Rusco alzó las manos y se apartó a un lado. Selia le dirigió una mirada envenenada.
—¡Traidor! —exclamó.
Pero el Jabalí se limitó a sonreír.
—No soy ningún traidor, señora. Sólo soy un hombre de negocios que está de paso y no es cosa mía tomar partido en este tipo de disputas.
—¡Tú eres tan parte de esta ciudad como cualquiera! —le gritó la mujer—. ¡Llevas en Ciudad Central veinte años y casi los mismos en el concejo municipal! ¡Si hay algún lugar al que puedas llamar hogar que no sea este, será mejor que regreses a él!
El hombre volvió a sonreír.
—Lo siento, señora, pero es mal negocio oponerse a todo un distrito.
—Al menos una vez al año, acude a mí la mitad del pueblo para pedirme que se te expulse de Ciudad Central por timador, como ya te ocurrió en Miln, Angiers, y el Creador sabrá en cuántos lugares más —contestó Selia— y cada año los disuado. Les recuerdo cuan beneficioso es tu almacén y cómo eran las cosas antes de que vinieras. Pero si tú no tomas partido ahora, ya me ocuparé de que ninguna persona decente vuelva a poner un pie en tu tienda.
—¡No puedes hacer eso! —gritó el Jabalí.
—Oh, sí, claro que puedo, Rusco —afirmó ella—. Ponme a prueba.
Raddock frunció el ceño y dirigió una mirada envenenada al Jabalí cuando el hombre volvió a colocarse al lado de Selia en la entrada de la casa.
Rusco no eludió aquella mirada.
—No quiero oír nada más, Raddock. Podemos esperar un día o dos. A cualquiera que ponga las manos sobre Renna Tanner antes de que el concejo se reúna, le prohibiré la entrada al almacén.
Selia se volvió hacia Raddock, con los ojos lanzando llamas.
—¿Cuánto tiempo, Legista? ¿Cuánto tiempo puede sobrevivir Hoya de Pescadores sin el grano y el ganado de los Bales? ¿Y sin el arroz de los Marsh, la cerveza de los Boggin o la leña de los Cutter? ¡Apuesto que no será el mismo tiempo que nosotros podemos pasar sin vuestro magnífico pescado!
—Está bien, está bien, puedes reunir el concejo —desistió Raddock—. Pero nosotros retendremos a la chica en Hoya de Pescadores hasta que tenga lugar el juicio.
La risotada de Selia sonó como un ladrido.
—¿De veras crees que te la voy a confiar?
—Entonces, ¿dónde? —inquirió él—. Antes preferiría ser un hijo del Abismo que permitirle que se quede con sus parientes, donde podría huir.
Selia suspiró, y dirigió una mirada pesarosa hacia la casa.
—Me la llevaré a mi casa y la acomodaré en la sala de costura. Tiene una puerta recia y puedes clavetear los postigos y poner guardias, si quieres.
—¿Estás segura de que eso es buena idea? —le preguntó Rusco, alzando una ceja.
—Oh, vamos —repuso ella agitando una mano para restarle importancia al tema—. Sólo es una chiquilla.
—Una chiquilla que ha matado a dos hombres adultos —le recordó Rusco.
—Tonterías. Dudo de que pudiera matar a un hombre fuerte, mucho menos a dos.
—Está bien —concedió Raddock con un gruñido—, pero yo me quedaré con esto —alzó el cuchillo—, y con el vestido ensangrentado, hasta que se reúna el concejo.
Selia le miró con cara de pocos amigos y los ojos de ambos se trabaron en una silenciosa lucha de voluntades. Sabía que Raddock el Legista atizaría los ánimos de la ciudad con aquellos objetos, pero no podía hacer mucho por evitarlo.
—Enviaré a unos mensajeros hoy —asintió Selia—. Nos reuniremos de aquí a tres días.
Tras la discusión, Jeph condujo a Renna hasta su carro y la trasladó a la casa de Selia en Ciudad Central, donde la encerraron en la sala de costura. El propio Garric fijó los postigos desde el exterior con clavos, y probó la resistencia de la madera también antes de asentir con un gruñido y acceder a marcharse.