11
Una pizca de hoja negra

Verano del 333 d. R.

El gigante de las tierras verdes rugía como un león cuando Jardir salió disparado del santuario de las dama’ting seguido de cerca por Leesha. Amkaji y Coliv le habían atado las muñecas y tres dal’Sharum tiraban de las cuerdas de cada brazo, como si fuera un semental encabritado. Un guerrero se colgaba con tenacidad de la enorme espalda con los brazos cruzados sobre la garganta intentando asfixiarle, pero si Gared lo había notado, no daba señal de ello. Los pies del guerrero batían el aire lejos del suelo, e incluso aquellos que tiraban de las cuerdas tenían problemas para mantener sujeto al Leñador.

Rojer estaba indefenso, pues un dal’Sharum lo sujetaba con una sola mano, casi con despreocupación, contra la pared mientras observaba cómo sudaba con una sonrisa divertida en la boca.

—¿Qué pasa aquí? —exigió Jardir—. ¿Dónde está la mujer?

Antes de que ninguno de los Sharum pudiera contestar, se oyó otro grito que procedía de un callejón entre los edificios.

—¡El guerrero que toque a uno de los norteños antes de que yo regrese perderá las manos con las que los ofenda! —gritó mientras corría hacia el lugar pasando junto a los otros a una velocidad cegadora.

Wonda estaba en el callejón, sujeta por detrás por un guerrero que aullaba. Todo parecía indicar que la mujer le había mordido el brazo. Otro yacía en el suelo sujetándose la entrepierna y el tercero, Jurim, estaba apoyado contra la pared, mirando horrorizado su brazo torcido en un ángulo imposible.

—¡Suéltala! —rugió Jardir y todo el mundo se volvió para mirarle. La chica quedó en libertad de forma inmediata y clavó el codo en el estómago del guerrero que tenía a su espalda. La arquera buscó el cuchillo que llevaba en el cinto mientras el hombre permanecía doblado sobre sí mismo.

Jardir la apuntó con la lanza.

—No lo hagas —le advirtió y en ese momento llegó Leesha, que soltó una exclamación de horror ante la escena. Después corrió hacia Wonda.

—¿Qué ha pasado?

—¡Estos hijos del Abismo han intentado violarme! —repuso ella.

—La puta norteña miente, Liberador —escupió Jurim—. ¡Nos atacó y me rompió el brazo! ¡Exijo su vida!

—¿Esperas que creamos que Wonda os trajo hasta aquí y os atacó? —demandó Leesha.

El líder krasiano los ignoró a ambos. Era obvio lo que había sucedido. Había esperado que la destreza de Wonda en el campo de batalla hubiera impresionado a los guerreros lo suficiente como para disuadirlos de ese tipo de comportamiento, pero, por lo que parecía, Jurim y los otros habían sentido la necesidad de recordarle que lejos de la batalla seguía siendo una mujer, soltera además. Según la ley del Evejah, ella no tenía derecho a rechazar a un Sharum o a atacar a un hombre por la razón que fuera. Jurim y los demás no habían cometido ningún crimen y estaban en su derecho al exigir la vida de la chica.

Pero Jardir sabía que los norteños no lo verían de esa manera y necesitaba a sus guerreros, tanto hombres como mujeres, para la Sharak Ka. Echó una ojeada al rostro de Leesha y comprendió, también, que no todas sus razones eran desinteresadas. Tenía que enseñar a los Sharum a controlarse. Una lección lamentable como la que había impartido a Hasik hacía ahora tantos años.

Jardir les señaló a los hombres la pared y todos se alinearon allí con las espaldas erguidas, ignorando las heridas que les había infligido la chica. Fuera cual fuera su sexo, había dejado claro que había nacido para ser guerrera.

Jardir percibió cómo la Herborista tomaba aire a su espalda pero alzó una mano antes de que ella pudiera hablar, mientras caminaba delante de sus hombres.

—Soy el pretendiente de la señora Leesha —dijo con calma—. Un insulto a uno de los criados de la señora es un insulto hacia ella. Y un insulto hacia ella, es un insulto hacia mí. —Miró a Jurim a los ojos, tocándole ligeramente el pecho con la punta de la Lanza de Kaji—. ¿Me has insultado, Jurim? —le preguntó con suavidad.

Los ojos del guerrero casi se le salieron de las órbitas. Miró frenéticamente a la muchacha y luego volvió la vista a su señor. Se retorció bajo la punta de la lanza, aunque su toque era ligero como una pluma, y comenzó a temblar. Sabía que su vida dependería de la respuesta, pero mentir al Liberador le costaría su lugar en el Cielo.

Jurim se vino abajo; cayó de rodillas y sollozó. Apretó la frente contra el polvo del suelo y gimió. Después se abrazó a los pies de Jardir.

—¡Perdonadme, Shar’Dama Ka!

Jardir le dio una patada, luego dio un paso hacia atrás y miró a los guerreros que había a los lados de Jurim. De forma inmediata, ellos también cayeron de rodillas y pusieron las frentes en el suelo, entre gemidos.

—¡Silencio! —gritó y los hombres se callaron al instante. Jardir señaló a Wonda—. Esa mujer ha matado esta noche más alagai que vosotros tres juntos, de modo que su honor vale vuestras tres vidas.

Los hombres se encogieron de miedo, pero no osaron hablar en su defensa.

—Id al templo a orar esta noche y mañana —les informó—. Cogeréis luego vuestras lanzas y saldréis a la noche, desnudos, sin escudo y vestidos sólo con los bidos negros. Cuando caigáis, vuestros huesos irán al Sharik Hora.

Los hombres se estremecieron, sollozaron de alivio y besaron los pies de Jardir, pues con aquellas palabras les había prometido lo único que un Sharum temía perder: la muerte propia de un guerrero y la entrada al paraíso del Cielo.

—Gracias, Liberador —exclamaban una y otra vez.

—¡Iros! —ordenó y salieron corriendo de manera inmediata.

Jardir miró de nuevo a Leesha, cuyo rostro tenía la misma apariencia temible de una tormenta de arena.

—¿Les has dejado ir como si nada? —le increpó. Jardir comprendió que toda la conversación había sido en krasiano y que ella apenas había entendido nada de lo que se había dicho.

—Claro que no —repuso él, de nuevo en thesano—. Serán enviados a la muerte.

—¡Pero os han dado las gracias!

—Sí, por no haberles castrado y arrancado el uniforme negro —replicó Jardir.

Wonda escupió en el suelo.

—Les está bien merecido a esos hijos del Abismo.

—¡No, ni mucho menos! —exclamó Leesha. Jardir vio con claridad lo enfadada que estaba, pero no tenía idea de por qué. ¿Debería haberlos matado personalmente, ante su vista? Los norteños tenían reglas distintas relativas a sus mujeres y no tenía ni idea de cómo manejar ese tipo de asuntos.

—¿Qué otra cosa deseáis? —le preguntó—. No han llegado a violar a la chica, ni siquiera la han herido —asintió de manera respetuosa en dirección a Wonda—, así que no debería haber compensación por la pérdida de su virginidad.

—De todas formas, no soy virgen —intervino la aludida y la Herborista le dirigió una mirada de advertencia, pero sólo consiguió que la arquera se encogiera de hombros.

—Entonces, ¿por qué es necesario que paguen con sus vidas?

Jardir la miró con curiosidad.

—Morirán con honor. Mañana se enfrentarán a la noche desnudos y con la única protección de sus lanzas.

Los ojos de Leesha casi se le salieron de las órbitas.

—¡Pero eso es de bárbaros!

Entonces fue cuando Jardir lo comprendió. El tabú norteño era contra la muerte. Se inclinó en gesto de respeto.

—Había pensado que el castigo os satisfaría, señora. También podría castigarles con latigazos, si lo preferís.

Leesha miró a Wonda que se volvió a encoger de hombros y luego se volvió hacia Jardir.

—Muy bien. Pero exijo estar presente como testigo y cuidar las heridas de los hombres cuando el castigo haya finalizado.

A Jardir le sorprendió la petición, pero lo ocultó bien inclinándose profundamente. Las costumbres de las gentes de las tierras verdes eran fascinantes.

—Por supuesto, señora. Será mañana al anochecer, para que todos los Sharum lo vean y lo recuerden. Yo mismo les administraré los latigazos.

La Herborista asintió.

—Gracias. Eso será suficiente.

—Por esta vez —rugió Wonda, y Jardir sonrió al ver la fiereza de sus ojos. Habían sido necesarias tres Lanzas del Liberador sólo para sujetarla y ¡ninguno de ellos había sido capaz de completar la hazaña! Con algo más de entrenamiento, incluso los kai’Sharum caerían ante ella. Mientras observaba a la guerrera tomó una decisión, una que sabía que dividiría a su ejército, pero Everam le había escogido para liderar la Sharak Ka y él lo haría como le pareciera más adecuado.

Le dedicó a la mujer la misma reverencia que hubiera destinado a un guerrero.

—No habrá otra ocasión, Wonda vah Flinn am’Hoya. En esto tenéis mi palabra.

—Gracias —añadió Leesha y puso una mano sobre su brazo. El contacto hizo que el espíritu de Jardir se elevase.

Rojer escuchó un fuerte golpeteo en la puerta.

—¿Quién es? —gritó, despierto de golpe. Miró alrededor. La habitación estaba a oscuras, pero por los bordes de las cortinas de terciopelo se filtraba la luz.

La cama era una maravilla como Rojer no había visto desde sus tiempos en el burdel del duque Rhinebeck. El colchón y las almohadas estaban rellenos de plumas de ganso y las sábanas tenían un tacto suave bajo el edredón de plumón. Era como dormir sobre una cálida nube. Como no volvió a oír nada más, no pudo resistir su atracción y hundió la cabeza de nuevo en el dulce abrazo de la almohada.

La puerta se abrió y Rojer entreabrió un ojo cuando entró una de las esposas de Abban, o a lo mejor una de sus hijas, pues jamás las distinguía unas de otras. Como todas, vestía con aquellas amplias ropas negras que escondían todo salvo los ojos, que mantenían bajos en su presencia.

—Tenéis un visitante, hijo de Jessum —le anunció.

Se acercó a las pesadas cortinas de terciopelo y tiró de ellas. Rojer gimió y se tapó los ojos con la mano cuando la luz se derramó a través de las ventanas del dormitorio ricamente decorado. Leesha tenía un piso entero de aquella gigantesca mansión, pero Rojer disfrutaba de un ala entera del segundo piso con más habitaciones de las que sus padres tenían en toda la posada de Pontón. Elona se había puesto furiosa al enterarse de la generosidad con la que le habían agasajado los krasianos, pues ella sólo había obtenido un dormitorio con un salón de estar, y se quejó a pesar de lo lujosos que eran.

—¿Qué hora es? —preguntó Rojer. Tenía la sensación de no haber dormido más de una hora o dos.

—Acaba de amanecer.

El Juglar gimió de nuevo. No había dormido ni una hora.

—Dile a quien sea que venga más tarde —le dijo, dejándose caer de nuevo sobre el colchón.

La mujer se inclinó profundamente.

—No puedo, señor. Vuestra visitante es la Damajah. Debéis verla enseguida.

Rojer se incorporó de un salto y olvidó todos sus deseos de dormir.

Todo el palacio rebullía de actividad en el momento en que Rojer estuvo presentable y pudo abandonar sus habitaciones. La caja de maquillaje de Juglar que llevaba consigo había hecho desaparecer los círculos oscuros de debajo de sus ojos y el brillante pelo rojo estaba bien peinado y atado en una coleta. Llevaba su mejor traje de juglar.

«La Damajah —pensó—, ¿qué Abismos querrá de mí?».

Gared le aguardaba en el vestíbulo y ocupó su lugar a su espalda. Rojer no podía negar que se sentía mucho más seguro sabiendo que el gran Leñador le seguía, y cuando llegó a las escaleras, Leesha y Wonda descendían seguidas de Erny y Elona.

—¿Qué querrá? —preguntó la Herborista. No había dormido más que él pero lo aparentaba menos, incluso sin usar maquillaje.

—Puedes mirar en mis bolsillos —comentó él—. Tampoco encontrarás allí la respuesta.

Todos le siguieron escaleras abajo, haciéndole sentir como si les condujera al borde de un precipicio. Él era un artista y estaba acostumbrado a ser el centro de atención, pero aquello era distinto. Se llevó una mano al pecho y acarició el medallón que llevaba bajo la camisa. Su tacto le consoló mientras seguía las indicaciones de las mujeres de Abban hasta llegar al vestíbulo principal.

Como ya le había sucedido antes, Rojer se ruborizó ante la presencia de la Damajah. Se había acostado con docenas de aldeanas y más de una culta cortesana angiersina, todas ellas atractivas, algunas guapas y unas cuantas, incluso hermosas. Aunque Leesha las sobrepasaba a todas en belleza, parecía no darse cuenta de ello y no hacía nada para obtener ventaja de su hermosura.

Pero la Damajah sí que lo hacía. La curva perfecta de su barbilla y la forma elegante de la nariz se dejaban ver tras el velo transparente. También quedaban expuestos a la vista los grandes ojos de aspecto exótico con sus largas pestañas acariciantes y los rizos negros aceitados que se derramaban por sus hombros. Las ropas diáfanas que solía llevar cubrían todo y nada a la vez, dejando adivinar la suavidad de sus brazos y la redondez de los muslos, la perfecta curva de sus senos, las oscuras areolas y el sexo depilado. El aire que la envolvía olía a un dulce perfume.

Pero además, cada gesto, cada postura, cada expresión conseguían que todo lo anterior fuera una armonía que deleitaba a cualquier hombre que se encontrara en su presencia. La Damajah era capaz de hacerles a los hombres con su cuerpo lo que Rojer le hacía a los demonios con su violín. Sintió cómo se endurecía y agradeció sus amplias prendas juglarescas.

Inevera los esperaba en el vestíbulo con dos chicas a su espalda cubiertas con la ropa a la moda krasiana que la Damajah desdeñaba para ella misma, aunque estaban hechas de fina seda. Una de ellas vestía el blanco de las dama’ting y la otra iba de negro. De la parte trasera de los pañuelos que llevaban anudados a la cabeza, sobresalían unas largas trenzas oscuras, atadas con cintas doradas y que les llegaban más abajo de la cintura. Sus ojos le examinaban a través de los velos.

—Rojer asu Jessum am’Pontón —recitó Inevera con aquella voz exótica que le hacía estremecerse de placer. Intentó recordarse a sí mismo que era su enemiga, pero le pareció una cuestión sin importancia—. Me honra encontrarme con vos —continuó ella, inclinándose tan profundamente que Rojer temió que se le salieran los pechos de la ropa. Se preguntó si a ella le importaría que sucediera eso. Las muchachas que la seguían hicieron una reverencia aún más profunda.

El Juglar les dedicó su mejor reverencia en respuesta.

—Damajah —dijo con sencillez, pues no sabía cuál era la forma apropiada de dirigirse a ella—. El honor es mío, pues alguien tan insignificante como yo no merece que vengáis a verle.

—No la adules tanto, Rojer —masculló Leesha entre dientes.

—Mi esposo me ha pedido que venga, pues me ha dicho que habéis aceptado su oferta de que os encuentre esposas apropiadas para que vuestra magia pase a la siguiente generación.

—¿Eso he hecho? —preguntó el Juglar. Recordaba la conversación que habían tenido en Hoya del Liberador, pero pensó que había sido una broma. No podían haber creído…

—Por supuesto, mi esposo os ofrece a su hija mayor, Amanvah, para que sea vuestra Jiwah Ka. —La chica con las ropas de dama’ting dio un paso adelante y se arrodilló sobre la gruesa alfombra para posar luego la frente sobre ella. El movimiento hizo que las ropas se tensaran en torno a su cuerpo y se insinuara la figura femenina que había debajo de ellas. Rojer hizo un esfuerzo por apartar los ojos antes de que le sorprendieran admirándola y volvió a mirar a la Damajah como lo haría un conejo aterrorizado.

—Debe de haber alguna clase de… —«error», hubiera querido añadir, pero la palabra se le atascó en la garganta cuando Inevera hizo avanzar a la otra chica.

—Esta es Sikvah, la criada de Amanvah —añadió cuando la muchacha se postró junto a su ama—. Es la hija de Hanya, la hermana del Shar’Dama Ka.

—¿Su hija y su sobrina? —inquirió él con la voz llena de sorpresa.

La sacerdotisa hizo una reverencia.

—Mi marido me ha hecho saber que Everam habla a través de vos. No os honraría con nada inferior a su propia sangre. Sikvah sería una apropiada segunda esposa, si lo deseáis. Después, Amanvah puede buscaros a otras futuras esposas según vuestro gusto.

—Por el Creador, ¿cuántas mujeres necesita un hombre? —exclamó Leesha.

«¿Está celosa? —pensó Rojer irritado—. Muy bien. Prueba un poco de tu propia medicina por una vez».

Inevera miró a la Herborista con desdén.

—Si él lo merece y ellas son adecuadas para él, un hombre debe tener tantas como pueda mantener y embarazar. Pero algunas —la miró con aire despectivo— no son adecuadas.

—¿Quién es la madre de Amanvah? —preguntó Elona antes de que su hija pudiera responder.

La sacerdotisa dirigió la mirada en su dirección y elevó una ceja. Elona extendió sus faldas y se sumió en una suave y respetuosa reverencia que parecía ir totalmente en contra de la mujer que Rojer conocía.

—Soy Elona Paper de Hoya del Liberador, la madre de Leesha.

Los ojos de Inevera se abrieron ante el anuncio, pero sonrió y se acercó a la mujer para abrazarla.

—Por supuesto, me siento honrada de conoceros. Tenemos muchos asuntos que discutir, pero los dejaremos para otra ocasión. Entiendo que la madre del hijo de Jessum está con Everam. ¿Responderéis vos por él en este asunto?

—Por supuesto —dijo Elona con un asentimiento y la Herborista le dirigió una mirada envenenada.

—¿Responder por mí? —preguntó Rojer.

Inevera sonrió con coqueta timidez.

—Es sólo para asegurarnos de que os comportéis correctamente cuando levanten sus velos y para verificar su virginidad. —Él sintió que se ruborizaba de nuevo y tragó intentando deshacer el nudo que tenía en la garganta.

—Yo… —comenzó, pero la mujer le ignoró.

—Yo soy la madre de Amanvah —informó a Elona—. ¿Cuenta eso con vuestra aprobación?

—Sin duda —repuso ella con seriedad, como si no hubiera otra respuesta que una persona en su sano juicio pudiera dar.

La sacerdotisa asintió y se volvió hacia los demás.

—¿Nos excusáis, por favor?

Todo el mundo se quedó inmóvil durante un momento, pero luego Elona batió palmas y los sobresaltó a todos.

—Ya la habéis escuchado, ¡largo! Tú no, Rojer —le dijo al Juglar tomándolo del brazo cuando se volvió para marcharse junto con los demás.

La única que permaneció fue Leesha.

—No tenéis nada que hacer aquí, hija de Erny —le espetó Inevera—. No sois familia del novio ni de las novias.

—Oh, claro que lo soy, Damajah —le aclaró ella—. Si mi madre representa a Rojer, entonces, yo, como hija suya, debo ocupar el lugar de su hermana. —Leesha sonrió y se inclinó para acercarse a la sacerdotisa—. El Evejah es bastante claro en ese asunto —le susurró con suficiencia.

La Damajah frunció el ceño y abrió la boca para responder, pero Rojer se lo impidió.

—Quiero que se quede. —Las palabras terminaron en un gallo cuando Inevera se volvió hacia él, pero una amplia sonrisa se extendió por el rostro de la mujer y se inclinó.

—Como deseéis.

—Cierra las puertas, Leesha —le ordenó su madre—. No quiero que Gared se deje caer por aquí con la excusa de que ha olvidado el hacha. —La sacerdotisa se echó a reír y la visión de su diversión compartida asustó al Juglar más que ninguna otra cosa. Elona parecía saber mucho mejor que él lo que estaba sucediendo.

Leesha también parecía preocupada, pero Rojer no sabía si era por las risas de su madre e Inevera o por el modo despreocupado con el cual Elona le daba órdenes. La Herborista se volvió y se dirigió hacia las grandes puertas doradas, que atrancó como un sonido que sobresaltó al Juglar. Se sentía más como si le estuvieran encerrando a él, que manteniendo a Gared fuera.

Inevera chasqueó los dedos y las chicas se irguieron, aunque continuaron arrodilladas.

—Amanvah es dama’ting —explicó, poniendo una mano sobre su hombro—. Es sanadora, comadrona y elegida de Everam. Es joven, pero ha realizado ya sus dados y pasado todas las pruebas. —Después miró a Leesha y sonrió—. Quizá ella pueda curaros esos cortes de la cara —le dijo, señalando las líneas rojas en la mejilla donde ella le había arañado.

La Herborista sonrió en respuesta.

—Parece que pestañeáis mucho, Damajah. ¿Os escuecen los ojos? Puedo prepararos un enjuague, si lo deseáis.

Rojer miró a Inevera, esperando de ella una respuesta envenenada, pero la sacerdotisa simplemente sonrió y continuó.

—Yo misma le he dado a mi esposo ocho hijos y tres hijas. Las mujeres de mi familia poseen la misma fertilidad y los huesos dicen que Amanvah será capaz de tener muchos hijos.

—¿Qué huesos? —preguntó Leesha.

La sacerdotisa frunció el ceño al responderle.

—Eso no os concierne, chin —le espetó. Pero en un instante, la sonrisa había regresado a su rostro—. Lo que realmente importa es que Amanvah os dará vástagos, hijo de Jessum. La madre de Sikvah era muy fértil. Ella también será una buena criadora.

—Sí, pero ¿saben cantar? —inquirió Rojer, esperando de ese modo aliviar la incomodidad que sentía. Era el punto álgido del chiste subido de tono favorito de Arrick, cuya gracia radicaba en un hombre que jamás se sentía satisfecho no importaba la cantidad de mujeres que se llevara al lecho.

Pero la sacerdotisa sonrió y asintió.

—Por supuesto —dijo. Acto seguido, chasqueó los dedos y ladró una orden en krasiano a las chicas.

Amanvah se aclaró la garganta y comenzó a cantar con una voz rica y pura. El Juglar no entendía las palabras y jamás se le había dado bien el canto, pero después de pasar años tocando para Arrick, el mejor cantante de su época, sabía bien cómo juzgar lo que oía.

La voz de Amanvah hubiera avergonzado a su maestro. El sonido lo elevó como si fuera un vendaval, levantó sus pies del suelo y lo llevó lejos con sus notas.

Pero entonces entró en juego una segunda voz, la de Sikvah, que envolvió a la primera con suavidad. Al instante armonizaron la una con la otra y Rojer quedó boquiabierto. Aunque fueran mujeres, si acudían al gremio de los Juglares en Angiers, tendrían aseguradas sus carreras.

Rojer no dijo nada, sino que se limitó a permanecer en silencio mientras las dos mujeres cantaban. Cuando al final la Damajah dio por terminada la melodía con un gesto de la mano, se sintió como una marioneta a la que le hubieran cortado súbitamente las cuerdas.

—Sikvah es también una cocinera competente —continuó la sacerdotisa— y ambas han sido entrenadas en el arte de hacer el amor, aunque aún no han conocido hombre.

—El… esto, ¿arte? —inquirió Rojer mientras sentía cómo se ruborizaba de nuevo.

La mujer se echó a reír y chasqueó los dedos. Amanvah se puso en pie de inmediato, con un ademán lleno de gracia y alzó una mano para soltarse el velo. La fina seda blanca flotó como una voluta de humo y reveló un rostro de una belleza demoledora. La chica era, sin duda, hija de su madre.

Sikvah se situó detrás de ella y abrió algún broche oculto sobre el hombro de su ama y la ropa de Amanvah pareció simplemente disolverse al abandonar su cuerpo y caer al suelo con un susurro. La muchacha quedó desnuda ante él y el Juglar no pudo contener una exclamación de asombro.

Inevera movió un dedo y Amanvah se dio la vuelta, obediente, para que el hombre pudiera inspeccionarla desde todos los ángulos. Su cuerpo era tan perfecto como el de su madre y Rojer comenzó a temer que sus pantalones no fueran lo suficientemente holgados. Se preguntó si esperarían que él también se desnudara de modo que todas las mujeres pudieran contemplar su excitación.

—¡Por el Creador!, ¿todo esto es necesario? —preguntó Leesha.

—Tranquilízate —le ordenó su madre con brusquedad—. Claro que lo es.

Amanvah se dio la vuelta de nuevo y soltó el ropaje de seda de Sikvah, que se desvaneció como las sombras bajo el sol hasta convertirse en un charco de tinta a sus pies. Quizá no era tan bella como su prima pero, aparte del resto de mujeres que estaban en la habitación, Rojer jamás había visto nada igual.

—Ahora debéis comprobar su pureza —añadió Inevera.

—Yo… esto… —Rojer se miró las manos y luego las escondió en los bolsillos—. Eso no será necesario.

La mujer se echó a reír.

—Vos, no, vuestras mujeres —aclaró con una sonrisa traviesa—. Debemos reservar algo para la noche de bodas, después de todo. —Le guiñó un ojo y el Juglar se sintió mareado. Después se volvió hacia Elona—. ¿Os importaría hacer los honores?

—Ah… bueno… —comenzó la mujer—, en realidad mi hija está más cualificada que yo…

Leesha resopló.

—Mi madre jamás reconocería un himen si viera uno —le susurró a Rojer—. Se deshizo de él antes de que tuviera tiempo de echarle una ojeada.

Elona captó las palabras y frunció el ceño, aunque no dijo nada y se limitó a mirarla con ojos llameantes.

—Oh, bueno, está bien —concedió la Herborista al final con un gruñido—, hagamos lo que sea para terminar con este asunto de una vez. —Después se inclinó para recoger las ropas de las chicas del suelo, se las echó sobre un brazo y las condujo a una pequeña habitación para los criados cerrada con cortinas que se encontraba a un lado del pasillo.

Leesha cerró la cortina para que no se viera nada desde fuera y las chicas se tumbaron obedientemente sobre una mesa, como si fueran yeguas de cría. Durante los años que había pasado como Herborista había examinado a cientos de jóvenes, incluida a la mismísima duquesa de Angiers, pero siempre había sido por cuestiones de salud, no para cumplir rito de pureza alguno. Bruna tenía poca paciencia con esas tonterías y su aprendiza no era distinta.

Sin embargo, Leesha era consciente de lo frágiles que eran las relaciones con los krasianos. No conseguiría ganar aliados entre ellos escupiendo públicamente sobre sus tradiciones.

El himen de Amanvah estaba intacto, pero cuando reconoció a Sikvah la chica se encogió con un ligero gemido. Estaba sudando y su piel de tono oliváceo parecía más pálida que antes. Apretó con fuerza cuando la Herborista deslizó un dedo en su interior, pero le bastó. No era virgen.

Leesha no pudo reprimir una sonrisita de suficiencia. Aunque ese fuera un ritual bárbaro, le había dado una excusa para mostrarse ofendida y rechazar a las chicas antes de que Rojer cometiera alguna estupidez. Pero el miedo en los ojos de la muchacha fue como una bofetada. Amanvah captó la mirada y frunció el ceño.

—Vestíos —le dijo a las chicas y les entregó las ropas. Sikvah se puso la suya con rapidez y después se acercó a su prima para ayudarla, quien la miró fijamente mientras le abrochaba el vestido de seda de dama’ting.

El rostro de la Herborista mostraba serenidad cuando regresó con las muchachas. Rojer sabía que su veredicto era irrelevante, ya que él no estaba más dispuesto a casarse con la hija de Jardir que ella con él pero, por algún motivo, el corazón le galopaba en el pecho como si su vida dependiera de la respuesta de ella.

—Ambas son vírgenes, por si eso sirve de algo —comentó y Rojer respiró hondo.

—Por supuesto —sonrió la Damajah. Pero Amanvah no parecía estar de acuerdo. Se acercó a su madre y le susurró algo al oído, y después señaló primero a Sikvah y luego a Leesha.

El rostro de la sacerdotisa se oscureció como el cielo durante una tormenta y se aproximó a su sobrina en un par de zancadas, para sujetarla de la larga trenza. Rojer intentó impedírselo, pero Elona lo sujetó con tanta fuerza que el brazo le dolió y lo mantuvo en su lugar con una firmeza sorprendente.

—No seas estúpido, violinista —le siseó. Sikvah chilló cuando su tía la arrastró tras la cortina donde antes la habían examinado. Amanvah las siguió y corrió la tela tras ellas.

—¿Qué Abismos ha pasado? —preguntó el Juglar.

Leesha suspiró.

—Sikvah no es virgen.

—Pero dijiste que sí lo era —replicó él.

—Tengo muy claro lo que le pasa a una chica cuando la gente empieza a cuestionarse su «pureza» y preferiría que me vaciaran antes que hacérselo yo misma a alguien.

Su madre sacudió la cabeza.

—No puedes salvar a las personas de sí mismas, Leesha. Tu mentira probablemente sólo habrá empeorado las cosas. Si te hubieras limitado a decir la verdad y me hubieras dejado pedir una bolsa más de oro por la disminución de su valor como esposa, ya habríamos acabado con esto.

—¡Es un ser humano, madre, no una…!

Rojer las ignoró a ambas, y mantuvo los ojos pegados a la cortina, pensando en la pobre chica que tenía aquella voz tan hermosa. Se oyeron unos murmullos sofocados pero no pudo captar las palabras debido a la estridente discusión que mantenían madre e hija a su espalda.

—¡¿Queréis callaros las dos, por favor?!

Ambas mujeres le miraron enfadadas, pero se tranquilizaron. En ese momento ya no se oía sonido alguno al otro lado de los ropajes y eso asustó aún más a Rojer. Estaba a punto de precipitarse hacia allí cuando las cortinas se abrieron e Inevera regresó donde estaban ellos a grandes zancadas, seguida por Amanvah y una sollozante Sikvah. La hija de la sacerdotisa había echado un brazo por encima de los hombros de su prima, la consolaba y dejaba que se apoyara en ella. El Juglar se sintió conmovido por ellas y deslizó la mano hacia el pecho para tocar el medallón a través de la tela de la camisa.

La Damajah se inclinó ante él.

—Os presento mis disculpas por haberos insultado, hijo de Jessum. Vuestra recolectora de hierbajos os ha mentido. Sikvah es impura y, por supuesto, será castigada severamente por sus mentiras. Os suplico que no dudéis del honor de mi hija por su relación con esta prostituta. —La sacerdotisa mantenía su mano sobre el cuchillo enjoyado que llevaba en la cintura mientras hablaba y el Juglar se preguntó qué clase de castigo consideraría severo una gente tan dura como aquella.

Todas esperaron su respuesta. Los ojos del Juglar se pasearon por la habitación y dio la sensación de que todas las mujeres contenían el aliento. ¿Por qué? Ninguna le había prestado la menor atención hasta ese momento.

Pero entonces se dio cuenta. «Yo soy el ofendido».

Sonrió, cubriéndose con su máscara de Juglar mientras erguía la espalda y se enfrentaba por primera vez al impacto de la mirada de Inevera.

—Después de oírlas cantar, no quiero romper el conjunto. La voz de Sikvah es más importante para mí que su pureza.

La sacerdotisa se relajó un poco.

—Sois muy indulgente, mucho más de lo que esta puta merece.

—Todavía no he decidido nada —aclaró Rojer—, pero preferiría que no se la sometiera… a ninguna tensión indebida que pueda afectar su voz hasta que lo haga. —La Damajah sonrió tras su velo transparente como si hubiera pasado algún tipo de prueba.

Elona cogió a Rojer del brazo y dio un tirón para que retrocediera.

—Pero por supuesto, esto afectará a la cuantía de la dote.

La sacerdotisa asintió.

—Por supuesto. Si estáis de acuerdo en hacer de carabina, las chicas permanecerán en las habitaciones de Jessum para que se acostumbre a ellas y se asegure de su falta de… tensión antes de tomar una decisión.

—Oh, mi madre es una carabina excelente —masculló Leesha entre dientes. Inevera la miró con curiosidad, como si no estuviera segura del sarcasmo que encerraba la voz de la joven, aunque no dijo nada.

Rojer sacudió la cabeza como si saliera de un sueño. «¿Acabo de prometerme?».

Abban llegó poco antes de la caída del sol para acompañarles hasta el lugar donde tendría lugar el castigo público. Leesha comprobó por última vez las hierbas e instrumentos que llevaba en la cesta y respiró hondo para calmar su estómago revuelto. Los dal’Sharum no merecían menos por lo que le habían hecho a Wonda, pero eso no quería decir que ella deseara ver sus espaldas destrozadas. Después de haber visto lo remisos que eran los krasianos a las curas, le preocupaba que las heridas se infectaran y acabaran por matar a los hombres si ella no los trataba con sus propias manos.

Cada semana, en Fuerte Angiers, tanto ella como Jizell habían tratado a los hombres tras su paso por el poste del castigo, pero nunca había sido capaz de presenciarlo sin echarse a llorar, así que generalmente no iba. Era una práctica espantosa, aunque había de decir en su favor que rara vez había tenido que tratar dos veces al mismo hombre. Una vez que aprendían la lección, no la olvidaban.

—Espero que entendáis el honor que os concede mi señor a vos y a la hija de Flinn al administrar los azotes personalmente —comentó Abban— en vez de dejarlo en manos de algún dama que seguramente sería indulgente por simpatía con su acto.

—¿Los dama sienten simpatía por los violadores? —inquirió Leesha.

El mercader sacudió la cabeza.

—Señora, debéis entender que nuestras costumbres son diferentes de las vuestras. El hecho de que vos y vuestras mujeres caminéis libremente con los rostros y vuestros… esto… —Abban hizo un gesto hacia el escote de la Herborista— encantos a la vista ofende a muchos hombres que temen que inculquéis ideas ilícitas en las mentes de sus propias mujeres.

—Y por eso intentaron poner a Wonda en su lugar —dijo ella. El hombre asintió.

Leesha acentuó el ceño fruncido pero su estómago se calmó de pronto. Hacer daño de forma intencionada iba contra su juramento como Herborista, pero ni siquiera Bruna no hubiera dudado en propinar unas cuantas lecciones dolorosas a la gente que cometiera actos incivilizados.

—Mi señor ha ordenado que también asistan los damaji con sus kai’Sharum —indicó el mercader—. Desea que ellos vean que han de aceptar algunas de vuestras costumbres.

Ella asintió.

—Ahmann me comentó que había pasado algo parecido cuando conoció al Par’chin.

Abban hizo un esfuerzo por parecer indiferente, pero Leesha percibió un cierto cambio de color en su piel. No era de sorprender que Arlen tuviera ese efecto en la gente incluso antes de comenzar a tatuarse.

—¿Mi señor mencionó al Par’chin? —inquirió.

—Lo hice yo, en realidad —repuso ella—. Me sorprendió que Ahmann lo conociera también.

—Oh, sí, mi señor y el Par’chin fueron grandes amigos —reconoció el hombre para su sorpresa—. Ahmann era su ajin’pal.

—¿Ajin’pal?

—Su… —el mercader frunció el ceño mientras buscaba el término apropiado— hermano de sangre, como diríais vosotros. Ahmann le permitió acceder al Laberinto y ambos derramaron sangre el uno por el otro. Entre mi gente, eso une a dos personas tanto como llevar la misma sangre en las venas. —La Herborista abrió la boca para hablar, pero antes de que pudiera decir algo más, Abban la cortó—. Debemos marcharnos si queremos llegar a tiempo, señora —le indicó el mercader y ella asintió; ambos se unieron al resto de la delegación de Hoya, incluidas Amanvah y Sikvah, que se ocupaban de Rojer en todo momento.

Les escoltaron hasta la plaza circular de Fuerte Rizón, una amplia zona adoquinada en el centro de la ciudad, en cuyo interior había un pozo y que estaba rodeada de tiendas muy bulliciosas. Leesha vio a unas cuantas rizonianas comprando entre las krasianas. Estas, aunque aún lucían vestidos al estilo norteño, llevaban los rostros envueltos en velos que también cubrían su escote. Muchas de ellas se quedaron mirando con ojos sorprendidos a Leesha y a su madre, que caminaban sin cubrir, quizá a la espera de que los dal’Sharum que las escoltaban las atacaran en cualquier momento.

Ya se habían reunido muchos krasianos y entre ellos se encontraban bastantes damaji sobre palanquines cubiertos, Sharum y dama. Habían erigido tres postes de madera en el círculo, pero no había grilletes ni correas a la vista.

Hubo una cierta conmoción entre la multitud cuando Jardir entró en la plaza, seguido por Inevera en su palanquín y sus otras esposas a la zaga. Leesha contó catorce en total, pero no tenía idea de si estaban todas o no. Cuando llegaron se colocaron al lado de Leesha y los hoyenses, tan cerca que podían oler el perfume de la Damajah.

Jardir caminó hacia los postes e hizo un gesto con la mano hacia las Lanzas del Liberador. Los tres dal’Sharum no necesitaron que nadie les urgiera a avanzar, sino que atravesaron la plaza con resolución y se desnudaron hasta la cintura. Después se arrodillaron y tocaron con la frente los adoquines que había a los pies de Jardir. En seguida se pusieron de nuevo en pie y envolvieron los postes con los brazos sin que nada les sujetase a ellos. Aquel al que Wonda había roto el brazo lo llevaba escayolado.

Jardir rebuscó entre sus ropas y sacó un látigo de tres colas de cuero trenzado con agudas púas metálicas entretejidas en los últimos centímetros.

—¿Qué es eso? —le preguntó Leesha a Abban. La Herborista había esperado que usara una simple fusta, pero aquel látigo parecía mucho más doloroso.

—Lo llaman el látigo de cola de alagai —repuso el hombre— y es el látigo que llevan los dama. Se dice que los golpes que propina son como los latigazos de la cola de un demonio de la arena.

—¿Cuántos golpes recibirá cada uno?

El mercader se echó a reír.

—Tantos como puedan soportar. Los Sharum son azotados hasta que ya no pueden sostenerse contra el poste y caen al suelo.

—Pero… ¡eso podría matarlos!

El tullido se encogió de hombros.

—Los Sharum son grandes guerreros, pero no son conocidos por su inteligencia o su instinto de supervivencia precisamente. Se toman soportar los máximos latigazos posibles como una prueba de hombría. Sus hermanos de armas apostarán cuál de ellos aguantará más tiempo.

Leesha frunció el ceño.

—Jamás comprenderé a los hombres.

—Ni yo —admitió Abban.

El castigo era brutal y poco agradable de ver, pues cada golpe del látigo dejaba brillantes líneas sangrientas en las espaldas de sus víctimas. Jardir propinaba un latigazo a cada uno de ellos antes de regresar al primero, pero Leesha no sabía si lo hacía por humanidad o para evitar que quedaran entumecidos por el impacto. La Herborista se encogía cada vez que caía un golpe y le parecía como si la estuvieran golpeando a ella también. Pronto tuvo el rostro inundado de lágrimas, y deseó huir de aquella horrible escena cuando grandes heridas se abrieron en las espaldas de los hombres hasta el punto de dejar las costillas al aire. Ninguno de ellos gritó en ningún momento ni tuvo el suficiente sentido común para dejarse caer al suelo.

En un momento determinado, Leesha apartó la mirada del espectáculo y contempló a Inevera, que observaba la escena con gran calma. La sacerdotisa también la miró y le sonrió burlona al percibir las lágrimas que corrían por su rostro.

Entonces, algo se rompió en el interior de Leesha y una llamarada de ira la protegió, como un grafo, del sufrimiento de los hombres. Irguió la espalda, se secó los ojos y asistió al resto del castigo con la misma fría atención que mostraba la Damajah.

Parecía que aquello no iba a acabarse nunca, pero al final, uno de los guerreros se desplomó y otro le siguió poco después. Leesha vio a muchos de sus compañeros intercambiar monedas como resultado de las apuestas y tuvo ganas de escupirles. Cuando cayó el último Sharum, Jardir asintió en su dirección y ella se apresuró a acudir al lado de los hombres. No tardó en sacar el hilo, el bálsamo y los vendajes que había llevado consigo. Esperó que fuera suficiente.

Jardir dio un golpe con la lanza en el suelo y ella alzó la vista.

—¡Corred la voz para que se enteren todos los que deseen encontrar el paraíso al final del camino solitario! —bramó el líder krasiano y su voz retumbó por todo el círculo y las calles aledañas—. ¡Cualquier mujer que mate un demonio en la alagai’sharak será llamada Sharum’ting y tendrá todos los derechos acordes al rango de Sharum!

Un murmullo asombrado se extendió entre los guerreros reunidos y la Herborista vio los rostros horrorizados de dama y Sharum por igual. Se elevaron algunas protestas airadas pero Jardir las silenció con un rugido.

—Si alguien se opone a este decreto en el día de hoy —exclamó mostrando los dientes— que dé un paso adelante. Le prometo una muerte rápida con honor. Con el que se oponga a él mañana no seré tan benévolo. —Había muchas expresiones irritadas en los rostros de la multitud pero nadie fue tan estúpido como para dar un paso adelante.

Al día siguiente, Abban llegó al patio del Palacio de los Espejos acompañado de un dal’Sharum. El velo rojo que llevaban los guerreros por la noche descansaba sobre sus hombros, pero la barba negra estaba entreverada de gris. No había nada que sugiriera debilidad en la figura de aquel hombre, pero Leesha se sorprendió. Parecía que eran pocos los guerreros krasianos que vivían lo suficiente para que las canas asomaran a su barba. El hombre caminaba con porte orgulloso, pero su rostro endurecido estaba contraído como si intentara reprimir un mal gesto.

—Permitidme presentaros a Gavram asu Chenin am’Kaval am’Kaji, instructor del sharaj de los kaji —presentó el mercader. El guerrero se inclinó tras escuchar la frase y Leesha extendió sus faldas e hizo una reverencia en respuesta.

El guerrero comentó algo en krasiano, pero lo hizo demasiado deprisa para que ella pudiera entenderle.

—Dice que está aquí por orden del Liberador con el fin de entrenar a los guerreros norteños para la alagai’sharak. El Instructor Kaval fue el maestro del Shar’Dama Ka, y también el mío, cuando estuvimos en el sharaj —añadió Abban—. No hay otro mejor.

Leesha entrecerró los ojos y miró al mercader, intentando averiguar en la habitual impasibilidad de su rostro qué significaba realmente aquello. Después de todo, a él lo habían mutilado en el sharaj.

Luego, se volvió hacia Gared y Wonda.

—¿Queréis entrenaros?

Kaval y Abban tuvieron una breve conversación que se desarrolló de nuevo a toda velocidad de modo que, aunque Leesha entendió muchas de las palabras, no pudo comprender el mensaje. El mercader parecía no estar de acuerdo en algo, pero el instructor cerró el puño y el khaffit se inclinó en señal de sumisión.

—El instructor me pide que le diga a vuestros guerreros que sus deseos son irrelevantes. El Shar’Dama Ka ha dado una orden y deben obedecerla.

La Herborista frunció el ceño y abrió la boca para responder, pero Gared la cortó.

—No pasa nada, Leesha. —Alzó la mano—. Yo quiero aprender.

—Yo también —se sumó la mujer.

Ella asintió y se hizo a un lado cuando Kaval les hizo señas para que se adelantaran con el fin de examinarlos. El instructor gruñó su aprobación ante Gared, pero pareció menos impresionado por Wonda, aunque era grande y fuerte como la mayoría de los dal’Sharum. Luego regresó hacia donde se encontraba la Herborista.

—Podré convertir al gigante en un gran guerrero —tradujo Abban—, siempre que sea disciplinado. La mujer… ya veremos. —La expresión de su rostro no dejaba entrever mucha esperanza.

El instructor caminó de vuelta hacia el patio con movimientos rápidos y elegantes. Miró a Gared y ladró una orden, tras la cual, hundió el puño en su pecho.

—El instructor quiere que le ataquéis —explicó el mercader.

—No necesito que me traduzcáis eso —replicó Gared. Dio un paso hacia delante, e intentó intimidarlo con su altura, pero el guerrero no pareció en absoluto impresionado. El Leñador rugió y atacó pero sus golpes, aunque iban bien dirigidos, sólo encontraron aire. Después embistió para agarrar al krasiano, pero un instante después se encontró de espaldas en el suelo. Kaval le retorció el brazo hasta que al gigante se le escapó un gemido de dolor. Después lo soltó.

—Será mucho más duro con vos —advirtió Abban a Wonda—. Armaos de valor.

—No tengo miedo —repuso ella y dio un paso adelante.

Wonda resistió más que Gared ya que sus movimientos eran más rápidos y fluidos, pero el resultado no fue diferente. Dos veces los golpes de la mujer estuvieron a punto de alcanzar al instructor, que necesitó entrar en contacto con ella para bloquearlos. Sin embargo, la primera vez él respondió con un revés a la mandíbula que la hizo tambalearse y escupir sangre, y la siguiente fue un fuerte puñetazo al estómago que la dejó doblada tras expulsar violentamente el aire.

Kaval aprovechó aquel momento para coger su brazo y retorcérselo hasta tumbarla sobre los adoquines. Mientras caía, Wonda disparó una patada al rostro del instructor que alcanzó su objetivo con contundencia, pero el krasiano no se inmutó siquiera, salvo por una sonrisa que se extendió por su cara mientras presionaba la torsión del brazo. La mujer palideció y apretó los dientes, aunque rehusó gritar.

—El instructor le romperá el brazo si no se rinde —avisó el mercader.

—Wonda —advirtió a su vez Leesha y la joven tuvo el sentido común de soltar un grito.

Kaval la liberó y dijo algo al mercader en tono gruñón.

—Quizá pueda sacar algo de ella, después de todo —tradujo él—. Haced el favor de marchaos para que podamos entrenar sin distracciones.

Leesha miró a ambos guerreros y asintió.

—¿Qué tal si os unís a Rojer y a mí para tomar el té, Abban?

—Me sentiría muy honrado —repuso él, con una inclinación.

—Pero primero —dijo ella con tono duro—, dejadle claro a maese Kaval que le haré pagar con el mismo Abismo si cuando regrese me encuentro a mis guerreros demasiados magullados para luchar esta noche.

Las esposas de Abban intentaron servirles, pero Amanvah siseó y las despidió. Después dio unas palmadas y Sikvah se apresuró a preparar el té. Leesha arrugó la nariz. A pesar de ser la sobrina de Jardir, la chica era poco más que una esclava.

—Se comportan así desde ayer —comentó el Juglar. La dama’ting dijo algo en krasiano y el mercader asintió en su dirección.

—Es nuestro deber estar al servicio de Rojer —tradujo—. No toleraremos que lo haga nadie más.

—Podría acostumbrarme a esto —manifestó el Juglar con una sonrisa. Después se echó hacia atrás y puso las manos tras la cabeza.

—Pues no te acostumbres demasiado —le recriminó la Herborista—. No va a durar mucho. —Miró a Amanvah, cuyos ojos se estrecharon al escucharla, aunque no dijo nada.

Sikvah regresó en seguida con el té. Lo sirvió en silencio, con los ojos bajos, y después se retiró junto a la pared, donde permanecía su prima. Leesha probó un sorbito del té, lo paladeó un momento en la boca y luego lo escupió de nuevo en la taza.

—Has añadido una pizca de hoja negra en polvo a la mezcla —le dijo a Sikvah y luego apoyó de nuevo la taza en la mesa—. Muy astuto. La mayoría de la gente no lo habría notado y, con esa dosis, os habría llevado semanas matarme.

El Juglar soltó una exclamación de asombro y se derramó el té por encima. Leesha cogió su taza al vuelo, pasó un dedo por el borde de porcelana y probó la bebida.

—No tienes de qué preocuparte, Rojer. Parece que no están tan impacientes por deshacerse de ti.

Abban colocó con mucho cuidado la taza sobre la mesa y la dama’ting le miró y dijo algo en su idioma.

—Ah… —comentó el mercader en dirección a Leesha—. Habéis hecho una acusación muy seria. ¿Queréis que la traduzca?

—Por supuesto —rio ella—, aunque no tengo duda alguna de que ella ha entendido todas y cada una de mis palabras.

El tullido comenzó a hablar y la muchacha dejó escapar un chillido, se plantó delante de la Herborista y le gritó algo.

—La dama’ting os ha llamado estúpida y mentirosa —aportó el mercader.

Leesha sonrió y alzó la taza.

—Dile que se la beba, entonces.

Los ojos de Amanvah refulgían cuando le arrancó la taza de la mano sin esperar a la traducción. El líquido estaba aún caliente, pero ella se alzó el velo y lo agotó de un solo trago. Luego miró con ojos ardientes a la Herborista y una clara expresión petulante de triunfo, pero Leesha se limitó a sonreír.

—Dile que sé perfectamente que puede tomarse el antídoto esta noche, pero que si es la misma hierba que usamos en el norte, tendrá hemorragias estomacales durante una semana. —El color huyó del pequeño trozo de piel visible en torno a los ojos de la chica mucho antes de que Abban finalizara la traducción. Leesha añadió luego—: La próxima vez que intentes algo parecido se lo diré a tu padre y, si le conozco de algo, la sangre que compartís no evitará que te arranque esa bonita ropa blanca de la espalda y te dé una buena tunda, si es que no te mata en el mismo momento.

Amanvah siguió mirándola con mala cara, pero la Herborista la despidió con un gesto de la mano.

—Déjanos.

Ella siseó algo.

—No estás en posición de ordenarnos marchar —tradujo Abban.

Leesha se volvió hacia el Juglar, que tenía aspecto de estar enfermo.

—Envía a tus novias a sus habitaciones, Rojer.

—¡Marchaos! —ladró él e hizo un gesto con la mano. Ni siquiera las miró. Las cejas de Amanvah se inclinaron formando una acusada «v» y escupió algo en krasiano a Leesha antes de salir tempestuosamente con Sikvah pegada a sus talones. La Herborista memorizó las palabras y archivó la maldición en su mente por si la necesitaba en algún momento.

El mercader se echó a reír.

—No me extraña que la Damajah os tema.

—Pues a mí no me parece que esté asustada —señaló ella—. Qué insolente intentar matarme a plena luz del día.

—No es de sorprender a la vista del último decreto de Ahmann —replicó el mercader—. Pero creedme, con ello os hace un gran honor. En Krasia, si nadie intenta matarte es porque no merece la pena tomarse la molestia.

—Quizá sea hora de marcharnos —sugirió Rojer, cuando Abban se fue—. Si es que nos dejan, claro. —No podía negar que se había sentido tentado por Amanvah y Sikvah, pero ahora sólo podía pensar en cuchillos escondidos por todas partes bajo los suaves almohadones de seda de sus habitaciones.

—Ahmann nos dejará ir si se lo pido, pero no voy a hacerlo.

—Leesha, ¡han intentado matarte!

—Inevera lo ha intentado y ha fallado —aclaró ella—. Mi huida la favorecería tanto como mi muerte. Me niego a que me gane la partida esa… esa…

—¿Bruja? —apuntó Rojer.

—Bruja —admitió la Herborista—. Tiene demasiado poder sobre Ahmann tal como están las cosas. No le voy a dejar que le coma la oreja sin plantar pelea.

—¿Estás segura de que es su oreja lo que te interesa? —preguntó él. La mujer le miró con el ceño fruncido, pero él enfrentó su mirada con aplomo—. No estoy ciego, Leesha. He visto cómo le miras. Quizá no como una esposa krasiana, pero tampoco como una amiga.

—Lo que sienta por él es irrelevante —explicó ella—, puesto que no tengo intención de formar parte de su harén. ¿Sabes que Kaji tuvo mil esposas?

—Pobre bastardo —se compadeció el Juglar—. Una es más de lo que puede manejar la mayoría de los hombres.

Leesha resopló.

—Pues harás bien en recordarlo. Además, Abban y Ahmann conocían a Arlen y le consideraban su amigo.

—Eso no es lo que él nos contó a nosotros. Al menos, en lo que respecta a Jardir.

—Lo sé. Y quiero saber cuál es la verdad.

—Sobre Amanvah y Sikvah —preguntó Rojer—, ¿las vamos a enviar de vuelta?

—¿Para que maten a Sikvah por mentir sobre su virginidad y por intento fallido de asesinato? De ningún modo. Somos responsables de ella.

—Eso fue antes de que intentara asesinarte.

—Abre los ojos, Rojer. Si le digo a Wonda que le dispare una flecha a Inevera, no tengo duda alguna de que lo hará, pero el crimen sería obra mía. Será mejor que las mantengamos donde podamos observarlas y a lo mejor averiguamos algo útil.

Era ya muy entrada la noche cuando el sonido de unos gritos despertó a la Herborista. Alguien estaba llamando a su puerta y encendió la lámpara antes de ponerse una bata de seda krasiana que Jardir le había enviado. La sentía fresca y deliciosamente suave sobre la piel.

Leesha abrió la puerta y se encontró con Rojer. El Juglar tenía un aspecto terrible.

—Es Amanvah. La escucho quejarse en sus habitaciones, pero Sikvah no quiere abrirme la puerta.

—Lo sabía —masculló ella entre dientes; se ciñó más la bata y se colgó el delantal con bolsillos—. Está bien —dijo con un suspiro—. Veamos qué pasa.

Ambos se dirigieron hacia el ala que habitaba el Juglar y Leesha tocó en la puerta de las habitaciones que ocupaban las dos chicas krasianas. Escuchaba los lamentos amortiguados de la dama’ting a través de la puerta y Sikvah les gritaba en krasiano que se marcharan.

La Herborista frunció el ceño.

—Rojer —exclamó en voz alta—, corre y trae a Gared. Si esta puerta no se ha abierto cuando vuelvas, haremos que la tire abajo. —El hombre asintió y la obedeció al instante.

Tal como esperaba, una rendija se abrió en la puerta apenas un momento más tarde y por ella asomó el rostro aterrorizado de Sikvah.

—Todo va bien —aclaró la krasiana, pero Leesha la apartó de un empujón y entró en la habitación. Después se dirigió hacia la voz de Amanvah, en la cámara privada de la habitación. Sikvah chilló e intentó interponerse entre ella y la puerta pero, una vez más, la Herborista la ignoró e intentó a abrirla. Estaba cerrada.

—¿Dónde está la llave? —exigió. Sikvah hizo como que no la escuchaba y se puso a balbucear en krasiano, pero Leesha ya había tenido suficiente. Cogió a la muchacha y le dio una bofetada. El sonido reverberó por toda la habitación.

»¡Deja de simular que no me entiendes! —le espetó—. No soy idiota. Si dices una palabra más en tu idioma, la cólera de la Damajah será el menor de tus problemas.

Sikvah no replicó, pero el terror que reflejaba su mirada le dejó bien claro que la había entendido.

—Dónde. Está. La. Llave —silabeó de nuevo Leesha, acentuando cada palabra con una exhibición de dientes. La muchacha introdujo la mano entre sus ropas y se la dio.

Leesha abrió la puerta al momento. La cámara privada ricamente decorada apestaba a excrementos y vómito, cuya fetidez realzaba un brasero de incienso donde ardían jazmines. Aquella combinación nauseabunda habría provocado arcadas a cualquiera, pero Leesha ignoró el hedor y se dirigió directamente hacia Amanvah, que yacía en el suelo al lado de un orinal, entre quejas y gemidos. La muchacha se había quitado el velo y la piel de color oliva parecía casi blanca.

—Se ha deshidratado —dijo la Herborista—. Trae una jarra de agua fría y pon una tetera a hervir. —Sikvah salió disparada a obedecerla y ella siguió examinando a la chica, al igual que los desechos que había en el orinal. Luego, olisqueó la taza que había en el tocador y probó los posos.

—Está flojo —le dijo a Amanvah—. Deberías haber usado tres veces más belladona y habrías contrarrestado sin problemas la hoja negra. —La joven dama’ting no dijo nada, se limitó a mirarla de manera inexpresiva mientras luchaba por respirar, aunque Leesha se había dado cuenta de que la había oído y entendido cada palabra.

La Herborista sacó un mortero de su delantal y sus manos volaron de un bolsillo a otro casi sin mirar mientras lo llenaba con la mezcla apropiada de hierbas. Sikvah le llevó el agua caliente y Leesha hizo una nueva infusión. Luego, pidió a Sikvah que incorporara a su prima, tras lo cual ella procedió a hacerle tragar el brebaje.

—Abre las ventanas para que entre algo de aire fresco —le ordenó después— y trae almohadas. Tiene que estar al lado del orinal durante las siguientes horas mientras la hidratamos.

Rojer y Gared asomaron la cabeza pero la Herborista les mandó a la cama de manera fulminante. Ambas mujeres atendieron a la dama’ting hasta que se le calmaron las tripas y pudieron trasladarla a la cama.

—Ahora tienes que dormir —dijo Leesha después de haber administrado otra taza de infusión a Amanvah—. Te despertarás dentro de doce horas y entonces debes comer un poco de arroz y pan.

—¿Por qué haces esto? —susurró la chica, con un acento tan marcado como el de su madre, pero en un perfecto thesano—. Mi madre no sería tan amable con alguien que hubiera tratado de envenenarla.

—Ni la mía, pero nosotras no somos nuestras madres, Amanvah —repuso ella.

La dama’ting sonrió.

—Cuando la vea desearé haber muerto envenenada.

La Herborista sacudió la cabeza.

—Ahora te encuentras bajo mi techo. Nadie te va a hacer daño ni te va a obligar a que te cases con Rojer si no quieres.

—Oh, pero nosotras queremos, señora —intervino Sikvah—. El hijo de Jessum es apuesto y ha sido tocado por Everam. ¿A qué más puede aspirar una mujer que a ser su primera o segunda esposa?

Leesha abrió la boca para replicar pero la cerró de pronto, pues sabía que su respuesta caería en oídos poco receptivos.

Cuando al fin salió de las habitaciones de Amanvah, Elona la esperaba sentada en el vestíbulo. Leesha suspiró, pues lo único que deseaba en ese momento era arrastrarse hasta su cama, pero su madre la interceptó y la acompañó hacia las escaleras.

—¿Es cierto lo que dice Rojer? ¿Esas chicas han intentado envenenarte? —Ella asintió y Elona sonrió—. Eso quiere decir que Inevera cree que puedes quitárselo.

—Estoy bien, por si eso te preocupa —comentó Leesha.

—Pues claro que estás bien —repuso su madre—. Eres mi hija, lo quieras o no. Ninguna bruja del desierto va a detenerte una vez que le has echado el ojo a un hombre.

—No quiero robarle el marido a otra mujer, madre.

Elona se echó a reír.

—Entonces, ¿para qué has venido hasta aquí?

—Para intentar evitar una guerra —afirmó con contundencia.

—¿Y si el coste de evitar una guerra es robarle el marido a la mujer que ha intentado asesinarte? ¿Acaso es ese un precio muy alto? —Bufó—. De todas maneras, eso no es robar. Estas mujeres comparten a los maridos como las gallinas a los gallos.

Leesha puso los ojos en blanco.

—Oh, qué suerte poder ser una de las gallinas ponedoras de Ahmann.

—Mejor esas que las que van al matadero —replicó Elona de manera fulminante.

Llegaron a las habitaciones de la Herborista y su madre la siguió al interior. Leesha se dejó caer sobre un diván cubierto de cojines y enterró la cabeza entre las manos.

—Desearía que Bruna estuviera aquí. Ella sabría qué hacer.

—Ella se casaría con Jardir y lo domeñaría. Si tuviera tu cuerpo y tu juventud habría doblegado la voluntad de los dos Liberadores y encima lo habría disfrutado.

—Eso no puedes saberlo, madre.

—Lo sé mejor que tú —repuso ella—. Fui aprendiza de esa vieja bruja antes de que nacieras y todavía quedaban unos cuantos hombres vivos lo bastante viejos para recordarla en sus años mozos. Jamás tenía las piernas cerradas, contaban ellos, aunque se casó bien tarde y controlaba la ciudad con mano más firme entonces que cuando empezó a chochear. Con más firmeza que tú ahora, porque tenía poder no sólo aquí —se señaló la sien—, sino también aquí. —E indicó su entrepierna con el dedo—. Ahí es donde está el poder de una mujer, mucho más que en recoger hierbas, y sólo una tonta no aprovecharía esa ventaja.

Leesha abrió la boca para protestar pero, por algún motivo creyó en la verdad de aquellas palabras y no refutó su argumento. Bruna era una vieja verde que se pasaba el día haciendo comentarios subidos de tono y contando chascarrillos de su promiscua juventud. Leesha no se había tomado en serio la mayoría de aquellas historias, pues pensó que a la vieja simplemente le gustaba escandalizar a la gente, pero ahora no estaba tan segura.

—¿Sacar ventaja cómo?

—Jardir está obsesionado contigo. Cualquier mujer se daría cuenta de eso con una sola ojeada. Eso es lo que Inevera teme de ti y ahí es donde tienes la oportunidad de coger a esa serpiente del desierto por la garganta y alejarla de tu gente.

—Mi gente. Hoya —susurró la Herborista.

—¡Pues claro, Hoya! —le espetó Elona—. El sol ya se ha puesto para Rizón, y no hay nada que hacer ahí.

—¿Y qué pasa con Angiers? —preguntó Leesha—. ¿Y Lakton? ¿Y todas las aldeas que hay entre las ciudades? Quizá pueda proteger Hoya, pero ¿qué puedo hacer por ellos?

—¿Desde la cama de Jardir? —preguntó Elona con incredulidad—. ¿Es que hay algún lugar en el mundo desde donde puedas influir más en la guerra? Satisface la lujuria de un hombre y te dará todo lo que pidas. Seguro que ese gran cerebro tuyo puede idear algunas peticiones sencillas con las que vadear lo peor de esta marea. —Elona se inclinó sobre Leesha y pegó los labios a su oreja—. ¿O dejarás que sea la voz de Inevera la que susurre consejos en sus oídos mientras se adormece por la noche?

Era un pensamiento aterrador y la Herborista sacudió la cabeza, aunque seguía sintiéndose insegura.

—No tienes las puertas del Cielo entre tus piernas, Leesha. Sé que habrías preferido esperar hasta tu noche de bodas y, para decir la verdad, yo también lo hubiera querido para ti. Pero las cosas no han salido así y la vida sigue.

Leesha miró a su madre con dureza, pero vio la mirada desafiante de la mujer, dispuesta a sostener todas y cada una de sus palabras.

—Ves el mundo con mucha claridad, madre. A veces te envidio.

Aquello cogió a Elona por sorpresa.

—¿De verdad? —preguntó con incredulidad.

—No a menudo, tranquila —respondió su hija con una sonrisa.