10
El palacio de los Espejos
Verano del 333 d. R.
La reunión del concejo terminó bastante después de la puesta de sol. Como Leesha había esperado, habían votado por unanimidad en contra de su viaje a Rizón con Jardir y se habían mostrado muy asombrados cuando ella les recordó que su votación no tenía valor alguno en ese asunto.
Leesha caminaba de regreso a la cabaña sin la protección de su Capa de Invisibilidad, pero Rojer había tendido un campo protector de música a su alrededor tan potente como cualquier red de protección. Sus poderes parecían haberse multiplicado por diez con el nuevo violín, pero Wonda y Gared, que cerraban la marcha tras Darsy y Vika, mantenían las armas preparadas.
—Sigo diciendo que has perdido la cabeza —gruñía Darsy y, a su modo, intimidaba tanto como Wonda, pues era más ancha que ella, aunque no tan alta y tan poco agraciada como la arquera, a pesar de no tener cicatrices.
Leesha se encogió de hombros.
—Os agradezco vuestras opiniones, pero esta decisión no está abierta al debate.
—¿Y qué se supone que vamos a hacer nosotros si te toman prisionera? —preguntó Darsy—. No estamos en condiciones de montar una misión de rescate y tú eres la que mantiene unida a esta ciudad, especialmente ahora que el Liberador está vaya a saber el Creador dónde.
—El príncipe Thamos y la Milicia Impasible estarán pronto aquí —adujo la mujer.
—Ellos no pueden sustituirte —insistió Darsy.
—No espero que lo hagan —siguió ella—. Sólo tenéis que confiar en mí, en que seré capaz de cuidar de mí misma.
—Yo estoy más preocupada por el resto de nosotros —intervino Vika—. Si te casas con ese hombre te perderemos para siempre, y si te niegas y te toma prisionera también te perderemos. ¿Qué vamos a hacer?
—Por eso es por lo que os he traído aquí esta noche —explicó ella. Su cabaña apareció ante la vista y apenas habían entrado cuando Leesha le hizo una señal a Wonda para que alzara la trampilla que llevaba al sótano donde se encontraba su taller.
»Todos, salvo Vika y Darsy, os quedáis aquí arriba —les ordenó—. Este es un asunto de Herboristas. —Los demás asintieron y ella escoltó a las otras dos mujeres escaleras abajo y fue encendiendo las lámparas químicas de fuego frío por el camino.
—¡Por el Creador! —exclamó Darsy sin aliento. No había entrado en el sótano desde hacía varios años, cuando Bruna la había despedido como aprendiza. Leesha lo había ampliado mucho desde entonces y ahora comprendía toda la parte interior de la cabaña y también parte del patio, un espacio enorme. Los pilares de sustentación protegidos del edificio se disponían a lo largo de los muros de la cámara principal y de los muchos túneles que salían de ella.
Donde en algún otro momento Bruna había almacenado un puñado de palos tronadores para eliminar tocones persistentes del suelo y un par de jarras de fuego líquido de demonio, ahora había lo que a primera vista parecía un arsenal infinito.
—Aquí hay suficientes artefactos pirotécnicos para borrar Hoya de la faz de la tierra —comentó Vika.
—¿Por qué creéis que he mantenido mi vivienda tan lejos del pueblo? —explicó ella—. Llevo un año destilando fuego de demonio y enrollando palos tronadores noche tras noche.
—¿Por qué no se lo has dicho a nadie? —inquirió la mujer.
—Porque nadie tenía por qué saberlo. No tenía el más mínimo interés en echarme encima a los Leñadores del concejo municipal, ni intención de que creyeran que podían decidir sobre el uso de todo esto. Es asunto de las Herboristas y vosotras lo distribuiréis de la manera que creáis más oportuna mientras yo esté fuera y sólo cuando vaya a utilizarse para proteger vidas. Y me daréis vuestra palabra de que mantendréis la boca cerrada o pondré algo en vuestro té que hará que ni siquiera recordéis haber estado aquí.
Las dos mujeres la miraron intentando decidir si Leesha iba en serio con aquello. La mirada de la Herborista las convenció.
—Lo juro —dijo Vika.
Darsy vaciló un poco más, pero finalmente asintió.
—Lo juro por el sol. Pero esto no será suficiente si tú no regresas.
Leesha asintió y después se volvió hacia una mesa donde se apilaban una gran cantidad de libros.
—Ahí tenéis los secretos del fuego.
Jardir sonrió abiertamente cuando Leesha y su escolta llegaron. Era un grupo más pequeño de lo que había pensado que llevaría una mujer tan poderosa; sólo la acompañaban sus padres, Rojer, Gared el gigante y la mujer Sharum, Wonda.
—Esto va a enfurecer a los dama —comentó Abban, señalando a Wonda—. Exigirán que entregue sus armas y se cubra. Deberías pedir que la dejen atrás.
El krasiano sacudió la cabeza.
—Le prometí a Leesha que podría escoger a sus carabinas y no voy a romper mi palabra. Nuestra gente tendrá que aprender a aceptar las costumbres de la tribu de Hoya. A lo mejor, presentarles a una mujer que lucha la alagai’sharak será una buena manera de empezar.
—Siempre que ella se desenvuelva bien ante los demonios.
—La he visto luchar. Con un entrenamiento apropiado podría convertirse en una luchadora tan formidable como cualquier Sharum.
—Sed cauteloso, Ahmann. Forzar a nuestra gente a un cambio demasiado rápido podría llevar a que muchos de ellos lo rechazasen.
El hombre asintió, pues sabía cuánta verdad había en las palabras del comerciante.
—Quiero que te mantengas cerca de Leesha en el viaje de regreso a Don de Everam. Usa el pretexto de enseñarle nuestro idioma, como ella ha pedido. Sería indecoroso que yo la atendiera tan de cerca, pero a ti sí te aceptarán sus carabinas norteños.
—Mejor que los dal’Sharum, de eso estoy seguro —masculló el tullido entre dientes.
Jardir asintió de nuevo.
—Quiero saberlo todo de ella. La comida que más le gusta, las fragancias que la complacen, todo.
—Por supuesto —concedió el tullido—. Me ocuparé de ello.
Mientras los dal’Sharum levantaban el campamento, el mercader cojeó hacia el carro cerrado donde viajaban Leesha y sus padres. Descubrió con sorpresa que la mujer conducía ella misma los caballos. No tenía criados que la atendieran o hicieran el trabajo por ella. El respeto que sentía por ella creció aún más.
—¿Puedo viajar con vos, señora? —le preguntó con una reverencia—. Mi señor me ha pedido que os instruya en nuestro lenguaje, como vos misma solicitasteis.
Ella sonrió.
—Por supuesto, Abban. Rojer puede cabalgar. —El aludido, que iba sentado a su lado en el pescante, gimió y puso mala cara.
El tullido hizo una inclinación aún más profunda, agarrándose con fuerza a su muleta. Como la dama’ting había temido, la pierna nunca había curado del todo y solía fallarle en los momentos más inoportunos.
—Si lo preferís, hijo de Jessum, podéis montar en mi camello —le indicó haciendo un gesto hacia donde estaba atada la bestia. El Juglar miró hacia el animal con la duda retratada en el semblante, hasta que vio el asiento acolchado y cubierto, espacioso y ricamente decorado. Se le encendió una chispa en los ojos.
»Es una bestia dócil que seguirá a los demás animales sin necesidad de dirigirla de ningún modo —adujo Abban.
—Bueno, si con eso os hago un favor… —dijo él.
—Por supuesto —admitió el comerciante y Rojer cogió su violín y saltó del carro haciendo una voltereta. Luego echó a correr hacia el camello.
Pronto fue evidente que el mercader había mentido, pues la bestia tenía mal genio incluso en sus mejores momentos. Pero la primera vez que le escupió, el Juglar alzó su instrumento y la apaciguó como hacía con los alagai. Leesha debía de ser de gran valor para Ahmann, pero también aquel hombre merecía que se le tuviera en cuenta.
—¿Puedo haceros una pregunta, Abban? —inquirió Leesha, interrumpiendo su estado reflexivo.
El mercader asintió.
—Por supuesto, señora.
—¿Habéis llevado esa muleta desde vuestro nacimiento? —le preguntó.
El hombre sintió una gran sorpresa ante su atrevimiento. Entre su gente, la enfermedad era motivo de burla o, sencillamente, se ignoraba. Y nadie se preocupaba lo suficiente de un khaffit para preguntarle esas cosas.
—No nací así, no —explicó—. Resulté herido durante el Hannu Pash.
—¿El Hannu Pash?
El tullido sonrió.
—Ese es un tema tan bueno como cualquiera para comenzar nuestras lecciones —le dijo; se subió al carro y se sentó a su lado—. En vuestra lengua, significa «camino de la vida». A todos los niños krasianos se los separa de sus madres cuando son pequeños y se les envía al sharaj de su tribu… una especie de barracones de entrenamiento, para averiguar si Everam los ha destinado a ser Sharum, dama o khaffit. —Se dio unos golpecitos en la pierna coja con la muleta—. Esto fue inevitable. Jamás fui un guerrero y yo lo sabía con toda certeza desde el primer día. Había nacido khaffit y los… rigores del Hannu Pash lo demostraron.
—Tonterías —comentó ella.
Abban se encogió de hombros.
—Ahmann piensa de forma parecida.
—¿Ah, sí? —inquirió ella con sorpresa—. Jamás lo habría adivinado teniendo en cuenta la forma en que os trata.
El mercader asintió.
—Os suplico que lo perdonéis por ello, señora. Mi señor fue enviado al Hannu Pash el mismo día que yo y se enfrentó a la voluntad de Everam una y otra vez al llevarme consigo pegado a su espalda a lo largo de nuestra estancia en el Kaji’sharaj. Me dio una oportunidad tras otra y siempre que me puso a prueba, le decepcioné.
—¿Y esas pruebas fueron justas?
Él se echó a reír.
—Nada en Ala es justo, señora, y en la vida de un guerrero es donde menos justicia se puede encontrar. Tanto si uno es fuerte como si no, si es piadoso o está sediento de sangre, tanto si es valiente como cobarde, el Hannu Pash revela al hombre interior que hay dentro del niño y, en mi caso al menos, fue todo un éxito. Mi corazón no es el de un Sharum.
—Eso no es algo de lo que avergonzarse.
El hombre sonrió.
—Desde luego que no y yo no me avergüenzo. Ahmann me considera valioso, pero sería… inapropiado que él me mostrara amabilidad delante del resto de los hombres.
—La amabilidad jamás es inapropiada —replicó ella.
—La vida en el desierto es dura, señora, y hace que mi gente también lo sea. Os suplico que no nos juzguéis hasta que no nos conozcáis mejor.
Leesha asintió.
—Ese es el motivo por el que os acompaño. Mientras tanto, dejadme que os examine. Quizá pueda hacer algo por vuestra pierna.
Una imagen cruzó como un relámpago ante los ojos de Abban: Ahmann les sorprendía mientras él se bajaba los pantalones de seda para que la mujer le examinara. Después de eso, su vida valdría menos que una bolsa de arena.
El mercader rechazó el ofrecimiento con un gesto de la mano.
—Soy un khaffit, señora, no merezco vuestra atención.
—Sois un hombre como otro cualquiera y si tenemos que pasar un tiempo juntos, no soportaré oíros decir otra cosa.
El hombre le hizo una venia.
—Conocí hace tiempo a otro hombre de las tierras verdes que pensaba como vos —comentó, como de pasada.
—¿Ah, sí? ¿Cómo se llamaba?
—Arlen, hijo de Jeph, del clan Bales de Arroyo Tibbet —repuso él y vio que por los ojos de la mujer cruzaba una chispa de reconocimiento, aunque su rostro no mostró ninguna otra señal.
—Arroyo Tibbet está muy lejos de aquí, en el ducado de Miln —explicó ella—. Nunca he tenido el placer de conocer a alguien procedente de allí. ¿Cómo era?
—Mi gente lo llamaba Par’chin, que significa, «forastero valiente». Se encontraba igual de cómodo en el bazar que en el Laberinto con los Sharum. Ah, qué pena, abandonó nuestra ciudad hace años y no regresó jamás.
—Quizá algún día os lo encontréis de nuevo.
Él se encogió de hombros.
—Inevera. Si Everam lo desea, me encantaría volver a verle y saber que se encuentra bien. —Viajaron juntos el resto del día y hablaron de muchas otras cosas, pero el tema del Par’chin no volvió a salir. Sin embargo, el silencio de Leesha le dijo mucho a Abban.
La marcha de Leesha y sus acompañantes se veía entorpecida por el carro, de modo que los dal’Sharum no pudieron poner sus corceles al galope cuando se puso el sol, pues los hoyenses se hubieran convertido en una presa fácil para los demonios. Ahmann dio la orden de parar y acampar. El mercader estaba levantando su tienda cuando Jardir lo llamó a su presencia.
—¿Qué tal ha ido el primer día?
—Tiene una mente muy rápida. Comencé a enseñarle frases sencillas, pero a los pocos minutos ya estaba diseccionando la estructura de las oraciones. Será capaz de presentarse ante cualquiera y hablar del tiempo para cuando lleguemos a Don de Everam y hablará con fluidez para cuando llegue el invierno.
Ahmann asintió.
—Era la voluntad de Everam que aprendiera nuestro idioma. —Abban se encogió de hombros ante la afirmación—. ¿Qué más has averiguado?
El mercader sonrió.
—Le gustan las manzanas.
—¿Las manzanas? —inquirió Ahmann confundido.
—Una fruta de un árbol del norte.
El krasiano frunció el ceño.
—Te has pasado el día hablando con esa mujer y, ¿lo único que has averiguado es que le gustan las manzanas?
—Rojas y duras, recién cogidas del árbol. Lamenta que con tantas nuevas bocas que alimentar se hayan vuelto escasas. —Abban sonrió, pero el rostro de Ahmann compuso una expresión poco amistosa. El mercader metió la mano en el bolsillo y extrajo una pieza de fruta—. Manzanas como esta.
La sonrisa del Liberador casi le llegó de oreja a oreja.
Abban salió de la tienda de Ahmann sintiendo un ligero pellizco de culpabilidad por no contarle la reacción de Leesha ante la mención del Par’chin. No había mentido, pero ni siquiera en su interior comprendía por qué lo había hecho. El Par’chin era su amigo, eso era cierto, pero él jamás había permitido que la amistad interfiriera en el camino de la prosperidad y ese camino estaba inextricablemente unido a que Ahmann tuviera éxito en conquistar el norte. Y el mejor modo de conseguirlo consistía en que el Liberador encontrara y matara al Par’chin lo antes posible. El hijo de Jeph no era la clase de enemigo que un hombre pudiera tomarse a la ligera.
Pero Abban había sobrevivido como khaffit averiguando secretos y esperando luego el momento oportuno de sacarles provecho, y no cabía duda de que no había en todo el mundo un secreto más grande que este.
Leesha estaba removiendo una olla cuando Jardir llegó a su campamento. Al igual que el Protegido, él podía caminar a través de las áreas desprotegidas del caótico campamento krasiano. Llevaba puesta la capa de Leesha sobre los hombros, pero retirada hacia atrás, de modo que no le suponía protección alguna ante los ojos de los abismales.
Y, desde luego, no la necesitaba, a menos que un demonio del viento lo identificara desde arriba. Los dal’Sharum habían estado cazando los demonios que infestaban el campamento a la caída del sol y habían apilado los cadáveres en lo que sería una gran hoguera cuando el sol les prendiera fuego al amanecer.
—¿Puedo acompañaros junto al fuego? —inquirió en thesano.
—Por supuesto, hijo de Hoshkamin —replicó ella en krasiano. Tal como le había enseñado Abban, partió un trozo de una rebanada de pan recién cortada y se lo ofreció—. Comparte el pan con nosotros.
Jardir sonrió y se inclinó profundamente al aceptar el pan.
Rojer y los otros también acudieron a comer junto al puchero, pero se marcharon en cuanto Leesha les dedicó una mirada cargada de intención. Sólo Elona se quedó a la distancia suficiente para prestar oído, lo que a Jardir pareció encontrar muy apropiado, aunque a Leesha le molestara que la espiaran.
—Vuestra comida continúa deleitando mis sentidos —comentó él cuando hubo terminado su segundo cuenco del puchero.
—Sólo es estofado —repuso ella, pero no pudo evitar sonreír ante el cumplido.
—Espero que no estéis demasiado llena —le dijo después el hombre y sacó una gran manzana roja—. Me he aficionado mucho a esta fruta del norte y me gustaría compartirla con vos igual que antes hemos compartido el pan.
Leesha sintió que se le hacía la boca agua al verla. No recordaba cuándo había sido la última vez que había comido una manzana madura. Con toda aquella cantidad de refugiados que saqueaban el terreno alrededor de Hoya del Liberador como si fueran langostas, las manzanas desaparecían de los árboles en el momento en que eran comestibles y, a veces, incluso antes.
—Me encantaría —respondió intentando controlar el ansia en la voz. Jardir sacó un cuchillo pequeño y la cortó en rebanadas para disfrutarla. Leesha saboreó el suave crujido de cada bocado y les llevó un rato terminar la pieza. Ella se dio cuenta de que, aunque decía gustarle tanto, se la había dejado casi toda a ella, quedándose sólo con los extremos. La observaba masticar con el deleite retratado en los ojos.
—Gracias, ha sido maravilloso —dijo Leesha cuando terminaron.
Jardir se inclinó desde donde estaba sentado frente a ella.
—El placer ha sido mío. Y ahora, si lo deseáis, también sería un placer para mí leeros pasajes del Evejah, tal como os prometí.
La mujer sonrió y asintió. Luego sacó el delgado libro encuadernado en piel de uno de los profundos bolsillos de su vestido.
—Me gustaría mucho, pero si queréis leerme el libro, debéis comenzar desde el principio y jurarme que lo leeréis entero, sin omitir nada.
El krasiano inclinó la cabeza en su dirección y por un momento ella temió haberle ofendido. Sin embargo, poco después una sonrisa le cruzó la cara.
—Eso nos llevará muchas noches.
Leesha paseó la mirada por el campamento y las llanuras vacías.
—Me parece que, de momento, tengo las noches bastante libres.
Sorprendentemente, no fue Wonda quien atrajo la mayor parte de la atención cuando llegaron a Don de Everam, sino Gared. Jardir observó cómo los ojos de los Sharum examinaban el tamaño y los músculos poderosos del Leñador y buscaban sus debilidades, valorando su aptitud para la lucha como hacían con todo el mundo. Ese era el modo que tenían los Sharum de estar siempre preparados para luchar contra cualquiera, tanto enemigos, como hermanos, padres o amigos. Todos los guerreros estarían deseosos de probar su fuerza contra el gigantesco guerrero del norte. El Sharum que le derribara obtendría un gran honor.
Sólo después de que evaluaran debidamente a Gared, la amenaza más obvia, los ojos de los guerreros pasaron a Wonda, y unos cuantos tuvieron que mirar dos veces para darse cuenta de que era una mujer.
No habían avisado de su llegada, pero cuando entraron en el patio del palacio de Jardir, Inevera y las damaji’ting ya les aguardaban. Su primera esposa yacía en un palanquín cubierto de almohadones, sostenido por musculosos esclavos chin vestidos sólo con bidos y túnicas. La mujer se exhibía con la misma ropa escandalosa de siempre y ni siquiera los norteños pudieron sofocar una exclamación de asombro ni pudieron evitar ruborizarse al verla, cuando los esclavos dejaron el palanquín en el suelo y ella se puso en pie. Sus caderas se balancearon de modo hipnótico cuando se acercó a Jardir con los brazos extendidos.
—¿Quién es esa? —preguntó Leesha.
—Mi Primera Esposa, la Damajah Inevera —repuso Jardir—. Las otras son mis esposas menores.
Ella le echó una mirada afilada y, como Abban le había advertido, su rostro se transformó en una nube de tormenta.
—¡¿Ya estáis casado?! —inquirió con voz exigente.
El krasiano la miró con curiosidad. Esto no debía suponer un problema para ella, incluso aunque tuviera cierta inclinación a los celos.
—Por supuesto. Soy el Shar’Dama Ka.
Ella abrió la boca para replicar, pero en ese momento Inevera llegó hasta ellos, así que Leesha tuvo que tragarse lo que había estado a punto de decir.
—Esposo —dijo la mujer, tras abrazarle y besarle de modo apasionado—, cómo he echado de menos tu calor en nuestro lecho.
Jardir se sintió desconcertado durante un momento, pero entonces vio cómo los ojos de la mujer se dirigían hacia Leesha, y se sintió tan sucio como si un perro le hubiera marcado.
—Permíteme presentarte a nuestra honorable invitada, la señora Leesha, hija de Erny, Primera Herborista de la tribu de Hoya. —Los ojos de la sacerdotisa se entrecerraron ante el título y luego los miró fijamente, primero a él y luego a ella.
Por su parte, la Herborista se desempeñó bien, sin retroceder ni un centímetro cuando se enfrentó a la mirada de Inevera con una serena calma. Después se sumergió en la reverencia con las faldas extendidas propias de las mujeres del norte.
—Es un honor conoceros, Damajah.
La sonrisa de su esposa y la inclinación en respuesta fueron igualmente inescrutables y, en ese momento, Jardir comprendió que Abban llevaba razón. Inevera no aceptaría a esa mujer como su Jiwah Sen y ciertamente no se tomaría bien que Jardir se casara con ella sin su permiso y le diera el dominio sobre todas las mujeres del norte.
—Deseo hablarte en privado, esposo —dijo y él asintió. Ahora que había llegado el momento de enfrentarse a ella, no tenía deseos de posponerlo. Dio gracias a Everam de que el sol aún estuviera alto en el cielo y no pudiera usar la magia de los hora bajo su luz.
—Abban, haz que preparen el Palacio de los Espejos para que la señora Leesha se aloje en él durante su estancia aquí —le ordenó en krasiano. El palacio no era apropiado para una persona como ella, pero era el mejor que Don de Everam podía ofrecer, con tres pisos, y ricamente decorado con alfombras, tapices y espejos plateados.
—Creo que el damaji Ichach lo está ocupando en estos momentos —le contestó.
—Entonces será conveniente que el damaji busque un nuevo alojamiento.
El mercader hizo una reverencia.
—Comprendo.
—Por favor, excusadme —le dijo Jardir a Leesha, tras inclinarse ante ella—. Debo tratar algunos asuntos con mi esposa. Abban se ocupará de acomodaros. Cuando estéis instalada, iré a visitaros.
Ella asintió, un gesto frío que traslucía el fuego que ardía debajo. El krasiano sintió que se le aceleraba el pulso al percibirlo y le dio fuerzas cuando siguió a Inevera hacia el palacio.
—¿Con qué propósito has traído a esa mujer hasta aquí? —le exigió Inevera cuando estuvieron a solas en la cámara cubierta de almohadones aledaña al salón del trono.
—¿No te lo han dicho los huesos? —replicó él, burlón.
—Pues claro que sí —le espetó ella—, pero confiaba en que estuvieran equivocados y no fueras tan idiota.
—Los matrimonios han sido la base de mi poder en Krasia, ¿tan estúpido es pensar que puedan servirme igual aquí en el norte?
—Estos son chin, esposo. Están bien para que los dal’Sharum tengan descendencia, pero no hay entre ellos ni una sola mujer que merezca tu semilla.
—No estoy de acuerdo. Esta Leesha vale tanto como otras mujeres con las que he estado.
Inevera frunció el ceño.
—De todos modos, eso no importa. Los huesos han hablado en su contra y yo no aprobaré la unión.
—Tienes razón, eso no importa. Pero aun así me casaré con ella.
—No puedes hacer eso —repuso—. Soy tu Jiwah Ka y soy yo quien decide con quien puedes casarte.
Jardir sacudió la cabeza.
—Tú eres mi Jiwah Ka krasiana. Leesha será mi Jiwah Ka en el norte y tendrá el control sobre todas las mujeres con las que me case aquí.
Los ojos de la Damajah casi se le salieron de las órbitas y Jardir pensó por un momento que se le caerían de la cara. Luego chilló y se lanzó contra él, con aquellas largas uñas pintadas por delante. La espalda de Jardir, que a menudo se había visto arañada por ellas en circunstancias muy diferentes, pedía atestiguar lo afiladas que eran.
Giró con rapidez para quedar fuera de su trayectoria. Recordaba perfectamente la última vez que ella le había golpeado, así que bloqueó y evitó el más mínimo contacto mientras ella atacaba aún con más furia. Sus largas piernas, cubiertas sólo con aquella diáfana seda, daban patadas altas y rápidas, mientras sus dedos salían disparados hacia él, buscando los puntos débiles donde se unían los músculos y los nervios de un hombre. Si conseguía alcanzar alguno de esos puntos, sus miembros dejarían de obedecerle.
Fue el primer despliegue real de la sharusahk de las dama’ting que había visto en su vida y estudió sus movimientos precisos y letales con fascinación, con la certeza de que Inevera podría matar a un damaji antes de que este se hubiera dado cuenta siquiera de que le habían golpeado.
Pero Jardir era el Shar’Dama Ka. Era el más grande maestro de la sharusahk y su cuerpo era más fuerte y rápido de lo que había sido nunca debido a la magia de la Lanza de Kaji. Ahora que respetaba su habilidad como guerrera y mantenía alta la guardia, ni siquiera Inevera era rival para él. Finalmente consiguió cogerla de la muñeca y, con un giro, la hizo caer sobre la pila de almohadones.
—Atácame de nuevo —le dijo— y seas una dama’ting o no, te mataré.
—Esa puta pagana te ha hechizado —escupió ella.
Jardir se echó a reír.
—Quizá. O a lo mejor me ha liberado.
El damaji Ichach les miró con desprecio al abandonar el Palacio de los Espejos con sus esposas e hijos.
—Si los ojos pudieran vaciar, tendríamos que darnos por muertos —comentó Rojer.
—Cualquiera creería que es suya y no robada a un cortesano rizoniano —replicó Leesha.
—¿Quién sabe con esta gente? —se preguntó él—. A lo mejor se habría tomado esto como un honor si hubiéramos tenido la cortesía de matarle a él y toda su familia primero.
—Eso no tiene gracia, Rojer.
—No sabía que estuviera bromeando.
Poco después, Abban salió de la mansión y se inclinó profundamente.
—Vuestro palacio os espera, señora. Mis esposas están preparando los pisos inferiores para el alojamiento de vuestros acompañantes, pero vuestras habitaciones privadas, en el piso superior, están preparadas para recibiros.
La mujer alzó la mirada hacia el gigantesco edificio. Había docenas de ventanas en el piso que había mencionado el mercader. ¿Todo ese nivel era para su uso exclusivo? Tenía fácilmente diez veces el tamaño de la cabaña que compartía con Wonda.
—¿El piso entero es para ella? —preguntó el Juglar, observando la mansión con la boca abierta.
—Vuestras habitaciones serán igual de ricas, hijo de Jessum —le informó el tullido, con una nueva inclinación—, pero la tradición dicta que una novia virgen debe habitar a solas en la planta superior con la única compañía de sus carabinas en la planta inferior, para asegurar que llevará el velo en la boda con la virtud intacta.
—Aún no he aceptado la proposición de Ahmann —señaló la muchacha.
Abban hizo una venia.
—Lo sé, pero tampoco la habéis rechazado y mi señor os tratará como haría cualquier pretendiente, hasta el momento en que toméis vuestra decisión. Las reglas de la tradición aquí son inflexibles, me temo. —Luego se inclinó para acercarse a ella y ocultó el movimiento de sus labios mesándose la barba—. Y os aviso encarecidamente, señora, de que, a menos que vuestra respuesta sea positiva, no toméis ninguna decisión definitiva mientras permanezcáis en Don de Everam.
Leesha asintió, pues había llegado a la misma conclusión por sus propios medios.
Entraron en el palacio y vieron mujeres vestidas de negro por todas partes, arreglando y acicalando los distintos espacios. El vestíbulo principal estaba flanqueado a ambos lados por espejos que reflejaban las paredes hasta el infinito. La bella alfombra que cubría el suelo de piedra pulida era gruesa, con hilos negros en la trama, y la baranda de la amplia escalera que conducía a los pisos superiores estaba pintada en oro y marfil. Los retratos, con toda seguridad pertenecientes a los anteriores propietarios, se alineaban en las paredes, observándoles compungidos al subir los escalones. Leesha se preguntó qué habría sido de ellos cuando llegaron los krasianos.
—Si fuerais tan amable de esperar aquí con vuestro séquito, señora —dijo el mercader—, volveré pronto a escoltaros a cada uno a vuestras habitaciones.
Ella asintió y el hombre le hizo una reverencia y los dejó en un salón enorme desde cuyas ventanas podía contemplarse todo Rizón.
—Sal fuera y vigila la puerta, Gared —le ordenó Leesha cuando salió el tullido. Una vez estuvo cerrada la puerta, se volvió hacia su madre.
—¿Les dijiste que yo era virgen? —la increpó.
Elona se encogió de hombros.
—Ellos lo dieron por supuesto. Y yo les dejé que lo creyeran.
—¿Y si me caso con él y descubre que no es cierto?
Su madre soltó un bufido.
—No serías la primera novia en ir al lecho nupcial habiendo conocido varón. Y no hay hombre que rechace a una mujer a la que desea por ese motivo. —Miró de reojo a Erny, que estudiaba sus propios zapatos con gran atención, como si leyera en ellos un texto escrito.
Ella le miró con el ceño fruncido pero sacudió la cabeza.
—No importa. No voy a ser una esposa más en un harén. ¡Cómo ha podido tener valor de traerme aquí sin decírmelo!
—¡Oh, por el amor de la Noche! —le espetó Rojer—. No tienes excusa para no saberlo. Todas las historias que hablan de Krasia comienzan con un señor y sus docenas de esposas aburridas encerradas en un harén. Y de todos modos, ¿qué más da? Siempre has dicho que no tenías intención de casarte con él.
—Nadie te ha preguntado —le replicó Elona con dureza y Leesha la miró sorprendida.
—Tú ya sabías que estaba casado, ¿no? —la acusó—. ¡Tú lo sabías y aun así has intentado venderme como si fuera ganado!
—Lo sabía, sí —respondió ella—. Y también sabía que quemaría Hoya hasta dejarla convertida en un montón de cenizas si no conseguía convertir a mi hija en su reina. ¿Tan mal he hecho?
—Tú no eres quién para decidir con quién voy a casarme.
—Bueno, alguien tiene que hacerlo —la reprendió ella—, porque tan seguro como la noche que tú no lo harás.
Leesha la miró con el ceño fruncido.
—¿Qué es lo que les has prometido, madre? ¿Y qué te han ofrecido a cambio?
—¿Prometido? —Elona se echó a reír—. Esto es un matrimonio. Todo lo que el novio quiere es un juguete para la cama y una buena criadora. Les prometí que serías fértil y le darías hijos. Eso fue todo.
—Me das asco. ¿Y cómo puedes saber eso?
—Les mencioné a tus seis hermanos mayores —admitió ella—, todos trágicamente muertos matando demonios. —Elona compuso una expresión de dolor.
—¡Madre! —gritó ella.
—¿Crees que seis son demasiados? Me preocupaba haberme pasado, pero Abban lo aceptó sin cuestionarlo, incluso parecía decepcionado. Quizá debería haber mencionado más.
—¡Hasta uno sería demasiado! ¿Cómo puedes mentir sobre niños muertos, es que no sientes respeto por nada?
—¿Respeto por qué? ¿Por las pobres almas de unos niños inexistentes?
La Herborista percibió cómo se le tensaban los músculos tras el ojo izquierdo y comprendió que se avecinaba un terrible dolor de cabeza. Se masajeó la sien.
—Ha sido un error venir aquí.
—Pues ya es un poco tarde para darse cuenta de eso —intervino Rojer—. Aunque nos dejasen marchar, irnos ahora sería como escupirles a la cara.
El dolor tras el ojo se agudizó en extremo y Leesha sintió náuseas.
—Wonda, tráeme mi bolsa de las hierbas. —Sería más fácil tratar con su madre después de tomar una tintura para facilitar el flujo sanguíneo y, de ese modo, controlar el dolor de cabeza.
Jardir llegó poco después de que las habitaciones inferiores estuvieran preparadas y los acompañantes de Leesha debidamente acomodados en ellas. La Herborista se preguntó si había esperado a propósito que estuviera a solas para visitarla.
Se detuvo en la entrada e hizo una reverencia, pero no entró.
—No deseo deshonraros. ¿Preferís que esté vuestra madre presente como carabina?
La mujer resopló.
—Preferiría que un abismal me sirviera de carabina. Creo que puedo manejaros si ponéis una mano en un lugar poco apropiado.
El krasiano se echó a reír y entró.
—De eso no me cabe la menor duda. Debo disculparme por lo inapropiado de vuestro acomodo. Desearía tener un palacio merecedero de vuestro poder y belleza, pero, ay, este pobre tugurio es lo único que puede ofrecer Don de Everam por el momento.
Leesha deseaba decirle que jamás había visto un palacio tan hermoso salvo el que poseía el duque Rhinebeck, pero se mordió la lengua ante el cumplido, pues era consciente de que los krasianos lo habían robado y no merecían elogios por su esplendor.
—¿Por qué no me dijisteis que ya estabais casado? —inquirió con dureza.
Él dio un respingo y ella vio reflejarse una sorpresa real en su rostro. Le hizo una profunda reverencia.
—Perdonadme, señora. Supuse que ya lo sabíais. Vuestra madre sugirió que no hablara de ello debido a que vuestra naturaleza celosa rivalizaba con vuestra belleza, lo cual sin duda, debe de ser algo terrible.
Leesha sintió de nuevo que le zumbaba la sien a la mención de su madre, aunque no pudo evitar el placer del cumplido, a pesar de resultar algo empalagoso.
—Me sentía halagada por vuestra propuesta —repuso ella—. ¡Por el Creador, si hasta lo consideré seriamente! Pero no siento ningún deseo de pertenecer a una multitud, Ahmann. Las cosas no se hacen así en el norte. El matrimonio es la unión de dos personas, no dos docenas.
—No puedo cambiar la situación, pero os suplico que no os precipitéis en tomar una decisión. Puedo convertiros en mi Primera Esposa de las tierras del norte, con el poder para rechazar a todas las que puedan venir después. Si preferís que no tome otras esposas norteñas, así será. Pensadlo cuidadosamente. Si me dais hijos, mi gente no tendrá más remedio que aceptar a la tribu de Hoya.
La Herborista frunció el ceño, pero sabía que era mejor no rechazarle de plano. Estaban en su poder y ella lo sabía. Una vez más lamentó la precipitada decisión de viajar hasta allí.
—La noche caerá pronto —comentó Jardir, cambiando de tema al ver que ella no contestaba—. He venido para invitaros a vos y vuestros guardaespaldas a la alagai’sharak.
Ella se le quedó mirando un buen rato, mientras reflexionaba.
—La guerra contra los alagai es un terreno común de encuentro para toda nuestra gente —le explicó—. Ayudaría a que mis guerreros os aceptaran si ven que sois… hermanos en la noche.
Ella asintió.
—De acuerdo, pero mis padres se quedarán aquí.
—Por supuesto. Juro por las barbas de Everam que estarán a salvo.
—¿Hay alguna razón para temer lo contrario? —preguntó, al recordar la mirada envenenada del damaji Ichach.
Jardir hizo una venia.
—Por supuesto que no. Simplemente afirmaba lo obvio. Mis excusas.
Cuando acudieron a la alagai’sharak, Leesha quedó impresionada por las apretadas unidades de guerreros krasianos que formaron para la inspección de Jardir. Abban cojeaba junto a ella y se sintió tan agradecida como siempre por su presencia. Su comprensión del krasiano progresaba con rapidez, pero había cientos de normas culturales que tanto ella como sus acompañantes ignoraban. El mercader, al igual que Rojer, era capaz de hablar sin mover apenas los labios y sus instrucciones susurradas acerca de cuándo inclinarse y cuándo asentir, cuándo defender su opinión y cuándo claudicar, les mantenían alejados de conflictos.
Pero más allá de eso, a la Herborista le gustaba Abban. A pesar de la herida que le había colocado en el escalón más bajo de su sociedad, el khaffit se las había apañado para mantener el ánimo y el sentido del humor y había alcanzado una especie de poder.
—No pueden estar todos —murmuró el Juglar, al mirar a los Sharum reunidos, que eran en torno a unos mil—. No puedo creerme que estos hombres hayan conquistado todo un ducado. Podemos reclutar esta misma cantidad de hombres sólo en Hoya.
—No, Rojer —susurró Leesha en respuesta, sacudiendo la cabeza—. Podemos reunir carpinteros y panaderos. Y también tenemos lavanderas y costureras que pueden coger un arma si necesitan defenderse por la noche. Pero estos hombres son soldados profesionales.
El Juglar gruñó y dirigió la mirada de nuevo hacia los hombres reunidos.
—Aun así, no son demasiados.
—Tenéis razón, por supuesto —explicó el mercader, que obviamente había escuchado cada palabra de su intercambio de susurros—. Sólo estáis viendo una pequeñísima parte de los guerreros a las órdenes de mi señor. —Hizo un gesto hacia las doce unidades de hombres que esperaban en el patio, ante la puerta principal—. Estos son los luchadores de élite de cada una de las doce tribus de Krasia, elegidos como guardia de honor por sus damaji para que permanezcan en la ciudad. Tenéis ante vuestros ojos a las tropas más temibles que el mundo ha visto jamás, pero aun así no son nada comparadas con el millón de lanzas que puede reunir el Shar’Dama Ka. El resto de las tribus están dispersas por los cientos de villas de Don de Everam.
«Un millón de lanzas», pensó Leesha. Si Jardir pudiera reunir sólo a una cuarta parte de ese contingente, sería preferible que las Ciudades Libres se rindieran sin oponer resistencia y, en lo que se refería a ella, ya podía hacerse a la idea de ser el juguete sexual de Jardir. Arlen estaba convencido de que el ejército krasiano era mucho más pequeño de lo que realmente era. Leesha miró a Abban, preguntándose si estaba diciendo la verdad. Docenas de preguntas la asaltaron, pero se las guardó para sus adentros, pues al hacerlas podría revelar algo más que su propia opinión.
«No dejes que nadie sepa lo que piensas hasta que no haya necesidad», le había enseñado Bruna, una filosofía con la que parecía estar de acuerdo también la duquesa Araine.
—¿Y la gente que vivía en esas aldeas? ¿Qué ha sido de ellos?
—Siguen viviendo allí —repuso el mercader y pareció realmente ofendido—. Debéis pensar que somos monstruos para temer que andemos asesinando inocentes.
—Pues me temo que esos son los rumores que corren por el norte.
—Bueno, pues no son ciertos. La gente conquistada paga impuestos, eso sí, y sus hombres y niños entrenan para la alagai’sharak, pero, por lo demás, sus vidas no han cambiado. Además, les hemos devuelto el orgullo de enfrentarse a la noche.
Una vez más, Leesha estudió el rostro del tullido intentando averiguar dónde la exageración se transformaba en mentira, pero no halló nada. Hacer levas de hombres y niños para la guerra era un horror, pero al menos podría decir a las angustiadas refugiadas de Hoya que sus maridos, hermanos e hijos capturados aún estaban vivos.
Leesha y los demás percibieron un rumor entre las filas de los guerreros, pero los líderes cubiertos por velos blancos ladraron unas órdenes y los Sharum se callaron y permanecieron en formación para la inspección. Al frente de los guerreros había dos hombres, uno con un turbante blanco sobre las ropas negras y el otro vestido con el inmaculado ropaje propio de un dama.
—Jayan, el primer hijo de mi señor —indicó Abban—, y, el hermano que le sigue, Asome. —Y señaló al clérigo.
Jardir avanzó ante sus hombres y el poder que irradiaba era palpable. Los guerreros le miraban sobrecogidos e incluso los ojos de sus hijos mostraban el mismo ardor fanático. A Leesha le sorprendió comprender la mayor parte de lo que dijo tras apenas dos semanas de aprendizaje.
—¡Sharum de Lanza del Desierto! —gritó Jardir—. Esta noche debemos sentirnos honrados, ya que se nos unirán en la alagai’sharak los Sharum de la tribu del norte, Hoya, nuestros hermanos en la noche. —Hizo un gesto hacia el grupo de la Herborista y un murmullo asombrado recorrió las filas de los guerreros.
—¿Han venido a luchar? —exigió Jayan.
—Padre, el Evejah afirma con claridad que a las mujeres les está prohibida la sharak —protestó Asome.
—El Evejah fue escrito por el Liberador —replicó Jardir—. Y ahora el Liberador soy yo, y diré cómo hay que luchar la sharak.
Jayan sacudió la cabeza.
—No lucharé al lado de una mujer.
El líder krasiano atacó como un león, con tanta rapidez que su mano se convirtió en un borrón cuando se lanzó hacia su hijo para agarrarlo de la garganta. Jayan jadeó y empujó el brazo de su padre para desasirse, pero su mano parecía de hierro y no pudo apartarla. Luego Jardir extendió el brazo en toda su longitud y los pies del joven abandonaron el suelo hasta que los dedos apenas rozaron el polvo.
Leesha gritó horrorizada e intentó acudir a su lado, pero Abban bloqueó su avance con la muleta, con una fuerza sorprendente.
—No seáis necia —susurró el tullido con aspereza. Algo en la urgencia de su voz la alertó y retrocedió, mientras observaba impotente cómo Jardir ahogaba a su hijo. Dejó escapar un suspiro de alivio cuando arrojó al chico al suelo, jadeando y debatiéndose, pero aún vivo.
—¿Qué clase de animal ataca a su propio hijo? —preguntó ella, horrorizada.
El mercader abrió la boca para replicar, pero Gared intervino de improviso.
—No ha tenido alternativa. Nadie lucharía durante la noche detrás de un padre que ni siquiera es capaz de mantener a raya a sus hijos.
—No necesito que el fanfarrón del pueblo me dé lecciones —le cortó la chica.
—No, lleva razón —saltó Wonda, para asombro de la Herborista—. No entiendo lo que han dicho, pero mi padre me hubiera aplastado la nariz si hubiera usado ese tono con él. Creo que ha hecho bien en darle una lección.
—Al parecer, nuestras costumbres no son tan distintas como parecen a primera vista, señora —indicó Abban.
La alagai’sharak consistía en un barrido nocturno alrededor del perímetro de la ciudad. Los Sharum salieron por la puerta norte y se desplegaron, hombro con hombro y escudo con escudo, seis tribus hacia el este y otras seis hacia el oeste, matando a todos los alagai que encontraron en su camino hasta que volvieron a encontrarse en la puerta sur. Para evitar más conflictos, Jardir envió a Jayan y a Asome hacia el este y se llevó consigo a Leesha y a sus acompañantes en la dirección contraria. Abban permaneció tras las puertas.
Nadie de la tribu de Hoya portaba escudo, así que Jardir los puso detrás de la línea, y escoltó personalmente a la Herborista junto a Hasik y un puñado de las Lanzas del Liberador. Los demonios acudían con rapidez tras el paso de los dal’Sharum para alimentarse de los cadáveres de los abismales que habían caído y no dudaron en atacar también al pequeño grupo.
Al principio los krasianos se habían afanado en protegerlos pero, como Jardir había esperado, pronto los norteños les dejaron claro que no era necesario. El violín de Rojer engañaba a los demonios y los conducía a las trampas preparadas o los hacía lanzarse unos contra otros. Leesha dispersaba a los alagai como el viento a la arena arrojándoles su fuego mágico. Gared y Wonda se internaban en las manadas de demonios con total impunidad, pues el gigantesco Leñador los hacía pedazos con el hacha y el machete, y el arco de Wonda zumbaba como las cuerdas del violín del Juglar al matar a cuanto demonio se le ponía por delante tan pronto como los veía desde lejos. Incluso derribó a algunos del cielo antes de que pudieran abatirse sobre el muro de escudos.
Wonda estaba bastante lejos de los demás cuando se le acabaron las flechas. Un demonio del fuego siseó y la atacó, y un guerrero perteneciente a las Lanzas del Liberador dio un grito y se apresuró a defenderla.
Pero el soldado no tendría por qué haberse molestado, ya que Wonda se echó el arco al hombro y cogió al demonio por los cuernos. Después eludió el escupitajo de fuego que le lanzó con un giro y lo derribó con un elegante volteo sharusahk. Finalmente enarboló un cuchillo protegido y le abrió el gaznate.
Wonda alzó la mirada y el ansia de derramar icor demoníaco que asomaba a sus ojos igualaba a la de cualquiera de los Sharum que Jardir había conocido a lo largo de su vida. La muchacha sonrió al guerrero estupefacto que un momento antes se había apresurado a rescatarla, pero luego sus ojos se abrieron de par en par y señaló al cielo.
—¡Cuidado! —gritó, pero era demasiado tarde; un demonio del viento se precipitó desde el cielo, clavó las garras en la armadura del guerrero y la desgarró con sus letales extremidades.
Todo el mundo reaccionó a la vez. En la mano de Rojer apareció un cuchillo protegido que voló a encontrarse con el demonio al igual que otra hoja que lanzó Wonda y tres lanzas más que lo hicieron caer antes de que pudiera alzar el vuelo de nuevo. Leesha se recogió las faldas y corrió hacia el guerrero caído. El alagai aún se debatía a apenas unos centímetros de distancia cuando ella se arrodilló a su lado. Jardir se apresuró a unírsele mientras Gared y los demás guerreros acababan con el demonio y vigilaban la aparición de otros.
El guerrero, cuyo nombre era Restavi, había servido lealmente a Jardir durante años. Su armadura estaba empapada de sangre. Luchó salvajemente para que Leesha no pudiera examinar su herida.
—Sujetadle —ordenó ella y su tono no sonó diferente del de cualquier dama’ting, acostumbrada a que se le obedeciera—. No puedo trabajar si no deja de moverse.
Jardir accedió y sujetó a Restavi con firmeza por los hombros. El guerrero buscó los ojos de su señor con los suyos, dilatados y enloquecidos.
—¡Estoy preparado, Liberador! —gritó—. ¡Bendecidme y enviadme hacia el camino solitario!
—¿Qué dice? —preguntó la mujer mientras cortaba las gruesas ropas y las apartaba junto con las destrozadas placas de cerámica que contenían. Soltó un juramento al ver el tamaño de la herida abierta.
—Me dice que su alma está preparada para ir al Cielo. Y me pide que le bendiga con una muerte rápida.
—No haréis tal cosa —repuso ella con dureza—. Decidle que puede que su alma esté preparada, pero no su cuerpo.
«Cuanto se parece al Par’chin», pensó Jardir y se sorprendió a sí mismo echando de menos a su amigo. Era obvio que Restavi se moría, pero la sanadora norteña rehusaba dejarle marchar sin luchar. Debía de haber alguna clase de honor en ello y Jardir sabía bien lo ofendida que se sentiría Leesha si él ignoraba sus deseos y mataba al hombre, incluso aunque él mismo lo hubiera pedido.
Jardir tomó el rostro del hombre entre sus manos y le miró fijamente a los ojos.
—¡Tú eres una Lanza del Liberador! Caminarás por el camino solitario cuando yo te lo ordene, y no antes. ¡Así que acepta tu dolor y aguanta!
Restavi se estremeció pero asintió; luego inhaló profundamente y se relajó. Leesha miró al hombre sorprendida. Después empujó a Jardir hacia un lado y volvió al trabajo.
—Que la muralla de escudos continúe su camino —le dijo a Hasik—. Yo esperaré con la señora mientras atiende a Restavi.
—¿Para qué? —preguntó Hasik—. Aunque sobreviva jamás podrá volver a empuñar la lanza.
—Lo sé tan bien como tú —repuso él—. Pero esto es inevera. No interferiré en los actos de mi prometida más de lo que lo haría en el caso de una dama’ting.
Las Lanzas del Liberador se mantuvieron apartados, formando un círculo que dejó a Leesha y al herido en el centro, aunque no había necesidad. Rojer había tejido un escudo de sonidos a su alrededor y ningún alagai osó acercarse.
—Ya podemos trasladarle —les comunicó ella al final—. He detenido la hemorragia, pero necesitará más cirugía, y para ello necesito una mesa apropiada y más luz.
—¿Vivirá para luchar otro día más? —inquirió Jardir.
—Está vivo, ¿no es eso suficiente por ahora?
Jardir frunció el ceño y eligió sus palabras cuidadosamente.
—Si no puede luchar, él mismo se quitará la vida más adelante.
—¿O se convertirá en khaffit? —preguntó ella con expresión fiera.
Jardir sacudió la cabeza.
—Restavi ha matado cientos de alagai. Tiene un lugar asegurado en el Cielo.
—Entonces, ¿por qué desearía suicidarse? —exigió saber ella.
—Es un Sharum —repuso él—. Debe morir bajo las garras de un alagai, y no viejo y marchito en la cama, siendo una carga para su familia y para su tribu. Ese es el motivo por el cual las dama’ting no cuidan de los heridos hasta que llega el amanecer.
—Entonces, ¿todos los heridos de gravedad deben morir? —Jardir asintió—. Eso es inhumano.
Él se encogió de hombros.
—Son nuestras costumbres.
La Herborista le miró y luego sacudió la cabeza.
—Ahí tenéis la diferencia entre nosotros. Vuestra gente vive para luchar y la mía lucha para vivir. ¿Qué haréis cuando ganéis la Sharak Ka y no quede nada por lo que luchar?
—Entonces Ala y el Cielo serán uno y viviremos en el paraíso.
—¿Por qué no habéis matado a este hombre cuando os lo ha pedido?
—Porque me pedisteis que no lo hiciera. Ya cometí ese error una vez, al ignorar la súplica de uno de los vuestros y casi me cuesta su amistad.
La mujer inclinó la cabeza con curiosidad.
—¿Ese al que Abban llama el Par’chin?
Los ojos del krasiano se entrecerraron.
—¿Qué os ha contado el khaffit de él?
Leesha le enfrentó con una mirada severa.
—Nada, salvo que eran amigos y que yo le recuerdo a él. ¿Por qué?
El repentino estallido de ira que sintió hacia Abban se desvaneció con rapidez y le dejó vacío y triste.
—El Par’chin también era mi amigo —dijo al final— y vos sois igual a él en muchos sentidos, pero diferente en otros. El Par’chin tenía el corazón de un Sharum.
—¿Y eso qué quiere decir?
—Quiere decir que luchaba para que vivieran los demás, como vos hacéis, pero en cuanto a él mismo, vivía para la lucha. Estando herido y sin ninguna esperanza, plantó los pies en el suelo y luchó hasta el último aliento.
—¿Está muerto? —preguntó Leesha, sorprendida.
Jardir asintió.
—Hace ya muchos años.
Leesha trabajó denodadamente por la noche en la sala de cirugía de un antiguo hospital rizoniano, en el intento de curar al dal’Sharum herido. Tenía los brazos cubiertos de sangre y le dolía la espalda de inclinarse sobre la mesa, pero Restavi viviría y probablemente incluso se recuperaría por completo.
Las dama’ting que habían ocupado el edificio cuchicheaban entre ellas mientras Leesha trabajaba y la observaban entre maravilladas y horrorizadas. La mujer percibió la cólera ante su intrusión, especialmente por ser durante la noche y su resentimiento ante las órdenes que les espetó, pero el traductor era el mismísimo Jardir y ninguna de las mujeres vestidas de blanco osó negarse a las órdenes del Shar’Dama Ka. Wonda y Gared se habían visto obligados a permanecer fuera, al igual que Rojer y los guardaespaldas de Jardir.
Las dama’ting, que actuaban como si fueran prisioneras en su propia casa, respiraron aliviadas cuando Inevera entró como un ciclón en la sala de cirugía. Su rostro estaba lívido de ira cuando se dirigió directamente hacia la Herborista hasta quedarse ante ella nariz con nariz.
—¿Cómo te atreves? —rugió en perfecto thesano, aunque con un marcado acento. El perfume la rodeaba como una nube y su ropa de prostituta le recordó a Leesha a su madre.
—¿Cómo me atrevo a qué? —repuso con tono desafiante, sin retroceder un centímetro—. ¿A salvar la vida de un hombre que habríais dejado desangrarse hasta el amanecer?
La única respuesta de Inevera consistió en una fuerte bofetada y sus uñas arañaron el rostro de Leesha. La Herborista cayó hacia un lado con la mejilla ensangrentada, pero antes de que pudiera recuperarse, la krasiana desenvainó un cuchillo curvado y se fue hacia ella de nuevo.
—No eres digna de estar en presencia de mi marido y mucho menos de compartir su cama —le escupió.
La mano de Leesha desapareció en uno de los muchos bolsillos de su delantal y cuando Inevera se acercó, la Herborista sacudió los dedos en dirección a su rostro, despidiendo un polvo cegador en una pequeña nube.
La sacerdotisa chilló y se encogió, tapándose el rostro, mientras la Herborista se ponía en pie. Inevera se arrojó una jarra de agua sobre la cara y luego volvió la mirada hacia Leesha. El maquillaje le corría por las mejillas formando horrorosos arroyuelos y sus ojos enrojecidos, llenos de odio, prometían la misma muerte.
—¡Es suficiente! —gritó Jardir, interponiéndose entre las dos mujeres—. ¡Os prohíbo que peleéis!
—¿Tú me lo prohíbes? —le increpó la Damajah, incrédula. Leesha sintió lo mismo pues no creía que Jardir pudiera prohibirle hacer algo más de lo que podía hacerlo Arlen, pero el krasiano parecía concentrado sólo en su esposa. Jardir alzó la Lanza de Kaji para que todos la vieran.
—Sí. ¿Pretendes desobedecerme?
En ese momento, cayó un denso silencio sobre la habitación y las otras dama’ting se miraron unas a otras, confundidas. La Damajah podría ser su líder, pero Jardir era la voz de su dios. La Herborista imaginaba lo que podría ocurrir si la mujer seguía resistiéndose.
Al parecer, Inevera también se dio cuenta y se desinfló. Giró sobre sus talones y salió del hospital como un torbellino tras hacer un gesto con los dedos hacia las otras dama’ting para que la siguieran.
—Pagaré por esto —murmuró Jardir para sus adentros en krasiano, pero Leesha entendió lo que decía. Durante un momento, sus hombros se abatieron y no se pareció al líder infalible e invencible de Krasia, sino a su propio padre tras una pelea con Elona. Leesha casi podía verle imaginar las miles de formas en las cuales Inevera podía destrozarle la vida y sintió compasión por él.
Pero el grito de una mujer interrumpió el silencio y el hombre cansado se desvaneció al instante, reemplazado de nuevo por el líder más poderoso del mundo.