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El cuchillo

Verano del 333 d. R.

Algunas semanas después de la noche que Renna pasó en el retrete un visitante apareció en la granja. El corazón de la muchacha dio un vuelco al ver a un viajero en el camino, pero no era Cobie Fisher, sino su padre.

Garric Fisher era un hombre corpulento, con un aspecto muy similar al de su hijo. Tendría unos cincuenta años de edad y apenas se entreveraban unos cuantos mechones blancos en su espesa cabellera negra y rizada y en su barba. Agachó cortésmente la cabeza en dirección a Renna sin bajarse del carro.

—¿Está tu padre por aquí, niña? —le preguntó.

Ella asintió.

—Corre y tráelo, entonces —dijo Garric tras escupir a un lado del carro.

La muchacha asintió de nuevo y corrió hacia el campo con el corazón saltándole en el pecho. ¿Qué querría? ¿Habría venido a hablar con su padre en representación de Cobie? ¿Todavía pensaría el chico en ella? Estaba tan preocupada que casi se estrelló contra su padre cuando él emergió en mitad del campo de maíz.

—¡Por la Noche, niña! ¿Qué demonios te pasa? —preguntó Harl, tras cogerla por los hombros y darle una buena sacudida.

—Garric Fisher acaba de llegar. Te espera en el patio.

El viejo frunció el ceño.

—¿De verdad? —Se secó las manos en un trapo, rozó la empuñadura de hueso del cuchillo como para asegurarse de llevarlo y después se dirigió hacia el patio.

—¡Tanner! —gritó Garric desde el carro cuando los vio aparecer—. Me alegra ver que tienes tan buen aspecto.

Harl asintió y ambos se dieron la mano.

—Lo mismo digo, Fisher. ¿Qué te trae por aquí?

—Te he traído pescado —comentó el hombre con un gesto en dirección a los barriles que transportaba—. Truchas y bagre, aún vivitos y coleando. Échales algo de pan en el agua y te durarán unos días. Calculo que hace bastante tiempo desde que os llegó pescado fresco por última vez.

—Eso es muy considerado por tu parte —repuso el viejo, y le ayudó a descargar los toneles.

—No tiene importancia —adujo Garric. Se limpió el sudor de la cara una vez terminaron el trabajo—. El sol pega fuerte hoy. He hecho un viaje muy largo y tengo mucha sed. Si no te importa, podríamos echar un rato a la sombra del porche antes de que regrese, ¿te parece bien?

Harl asintió y ambos se sentaron en las viejas mecedoras del porche. Renna llenó un jarro de agua fría y se lo llevó junto con dos copas.

Garric introdujo la mano en el bolsillo y sacó una pipa de arcilla.

—¿Te importa si fumo?

El viejo sacudió la cabeza.

—Niña, tráeme la pipa y la bolsa de la hierba.

Renna se apresuró a obedecerle y ambos compartieron la petaca. También les llevó una astilla encendida del fuego para prender las pipas.

—Mmm —ronroneó Garric, después de unas cuantas caladas—. Una buena hierba.

—La cultivo yo mismo —repuso el viejo—. El Jabalí compra casi toda la suya en Centinela Meridional y ellos suelen quedarse con la buena y le largan las sobras pasadas. —Se volvió hacia Renna—. Niña, llénale una bolsita al señor Fisher para que se la lleve.

Ella asintió y entró, pero se quedó escuchando al lado de la puerta. Una vez finalizadas las formalidades tratarían los asuntos de interés y no quería perderse una sola palabra.

—Siento haber tardado tanto en venir —comenzó Garric—. No quería ser irrespetuoso.

—No lo has sido —repuso el viejo y le dio una calada a la pipa.

—Toda la ciudad anda cuchicheando sobre los chicos. Habrá empezado la hija del Jabalí, o cualquier otra. Las comadres no tienen nada mejor que hacer con su tiempo que andar cotorreando y criticando. —Harl asintió y lanzó un escupitajo—. Quiero disculparme por el comportamiento de mi hijo —continuó Garric—. Cobie anda siempre diciendo que ya es un hombre y puede apañárselas solo, pero, como yo siempre digo, a un hombre se le conoce por sus hechos. Y lo que ha ocurrido no está nada bien.

—Eso es quedarse corto —gruñó el viejo y escupió de nuevo.

—Bueno, has de saber que cuando le mandaste a casa con la cola entre las piernas entendí el mensaje y tomé cartas en el asunto. Te aseguro que no volverá a suceder.

—Me alegra oír eso —comentó Harl en respuesta—. Si yo fuera tú, le metería un poco de sentido común en el cuerpo a golpes.

—Y si yo fuera tú —le contestó Garric con el ceño fruncido—, le diría a mi hija que mantuviera las faldas pegadas a los tobillos en vez de ir metiendo el pecado en la mente de los hombres.

—Oh, bueno, ya hemos tenido unas palabras —le aseguró él—. No volverá a pecar. Le he metido el miedo a Dios en el cuerpo, tenlo por seguro.

—Si fuera hija mía, habrían sido más que palabras. Le habría pelado el culo de la paliza.

—Cada uno imparte la disciplina a su estilo, Fisher. Yo lo hago al mío.

—Bien cierto que es. —Asintió Garric y después dio una calada a su pipa—. Ese blandengue del Pastor iba a casarlos. Cuando los cogiste se dirigían a la Colina de la Turba —le advirtió.

Renna jadeó y el corazón se le paralizó en el pecho. Se cubrió la boca con la mano de puro miedo y contuvo el aliento durante un buen rato hasta que estuvo segura de que no la habían oído.

—Harral siempre ha sido un blando —replicó Harl—. Y un Pastor tiene que castigar la maldad, no perdonarla.

El pescador mostró su acuerdo a la afirmación con un gruñido.

—¿Ha vuelto a sangrar la chica? —El tono de voz intentaba sonar casual, pero Renna estaba segura de que no lo era en absoluto.

Harl sacudió la cabeza.

—Sí, ya ha tenido su mes.

Garric dejó escapar un suspiro, claramente aliviado, y Renna comprendió al instante por qué había tardado tanto en ir a ver a su padre. Se pasó la mano por la barriga y deseó que su útero hubiera fructificado, pero sólo había visto a Cobie una vez y Harl tenía siempre cuidado de derramar fuera su semilla.

—No pretendo ofender, pero el haragán de mi hijo tiene buenas perspectivas por primera vez en su vida y Nomi y yo queremos encontrarle una chica apropiada. No nos gustaría que empezara su vida con un escándalo.

—Tu hijo no tendrá perspectivas de ningún tipo si vuelve a ponerle las manos encima a mi hija —declaró Harl.

El hombre frunció el ceño, pero asintió.

—No pensaría de otra manera si se tratara de una de mis hijas. —Le dio la vuelta a la cazoleta de la pipa para extraer la ceniza—. Veo que nos hemos entendido.

—Eso creo. ¡Niña!, ¿dónde está esa picadura?

Renna dio un respingo, pues había olvidado el encargo. Corrió hacia el barril de la hierba de fumar y llenó una bolsita de cuero.

—¡Voy!

Harl la miró con el ceño fruncido cuando regresó y le dio una nalgada por haberse retrasado. Después ofreció la bolsita a Garric y ambos, padre e hija, observaron cómo el visitante se subía al carro con parsimonia y luego partía.

—¿Crees que es cierto, Señora Rasguños? —preguntó Renna esa noche a la gata que cuidaba de los gatitos. El animal había escondido la carnada tras una carretilla rota que había en el granero y allí los cachorros se subían unos encima de otros hasta formar una gran pila, luchando entre ellos para acceder a los pezones. Renna ahora la llamaba «señora», como si fuera una madre de verdad, aunque, como era de esperar, el gato atigrado que la había preñado no la visitaba demasiado después del nacimiento.

—¿Crees de verdad que el Pastor nos casaría si acudiéramos a él? Cobie dijo que sí, lo mismo que Garric. Oh, ¿te lo imaginas? —Renna cogió uno de los cachorros y le besó la cabeza cuando comenzó a maullar suavemente—. Renna, la Enviada —dijo en voz alta para probar el nombre y luego sonrió. Sonaba bien. Sonaba como debía ser—. Tengo que pensar en cómo llegar a Ciudad Central. Es un camino muy largo, pero puedo hacerlo en unas cuatro horas. Si salgo tarde por la mañana papá no se dará cuenta a tiempo de detenerme, y menos aún con las articulaciones doloridas. —Le echó una ojeada al carro—. Especialmente si no puede conducir. —Añadió con malicia—. Pero ¿qué pasará si Cobie no está allí cuando llegue? ¿O si ya no me quiere?

Mientras cavilaba en torno a esas horribles ideas, el gato pródigo regresó con un ratón bien gordo entre los dientes. Dejó a la víctima al lado de la Señora Rasguños y Renna pensó que era una señal del mismo Creador.

Esperó unos cuantos días, por si su padre sospechaba que había escuchado a Garric a escondidas. Repasó el plan una y otra vez en su mente, consciente de que esa podría ser su última posibilidad de escapar. Si su padre la atrapaba y la encerraba de nuevo en el retrete, dudaba de que consiguiera sobrevivir, y mucho menos, intentar de nuevo la huida.

Todos los días, el viejo regresaba para almorzar pasado el mediodía y se tomaba su tiempo en comer antes de volver a salir al campo. Si escapaba en ese momento, podría llegar a Ciudad Central y aún le quedarían un par de horas de margen. Harl no se daría cuenta y no podría seguirla sin arriesgarse a que le alcanzaran los abismales cuando empezaran a emerger. Así que tendría que esperar hasta el día siguiente o, al menos, detenerse durante la noche y pedir refugio.

Si Cobie estaba en Ciudad Central, tendrían tiempo de llegar a la Colina de la Turba para ver al Pastor. Si no era así, seguiría su camino hasta llegar a la granja de Jeph. Nunca había estado allí, pero Lucik sí, y le había dicho que había dos horas en dirección norte desde la ciudad. Llegaría a tiempo e Ilain la ocultaría si Harl se acercaba buscándola. Sabía que ella sí lo haría.

Cuando llegó el día escogido, tuvo cuidado de no hacer nada extraordinario. Realizó sus tareas habituales exactamente como lo había hecho durante la semana anterior, con cuidado de mantener el mismo patrón de conducta.

Harl llegó del campo a la hora de almorzar y ella ya tenía preparado el estofado.

—¿Vas a repetir? —le preguntó a su padre, con aspecto de no tener ninguna prisa—. Si te acabas lo que queda en la olla podré limpiarla y empezar ya con la cena.

—Voy a tomarme otro cuenco de tu estofado, Ren —repuso él con una amplia sonrisa—. Ojalá hubieras hecho tú la comida todos estos años en vez de Beni. —Le pellizcó el trasero cuando ella se inclinó a llenarle el bol. A Renna le habría gustado volcarle el estofado hirviente en el regazo, pero se contuvo y forzó una risita. Después le ofreció la comida con una sonrisa.

»Es estupendo verte la risa en la boca, niña —comentó el viejo—. Tenías muy mala cara desde que se fueron tu hermana y los niños.

—Supongo que me he hecho a la idea —se obligó a responder; luego se sirvió ella misma una segunda ración, aunque lo último que deseaba en la vida era comer.

Contó hasta cien después de que Harl se retirara de la mesa y luego se puso en pie con rapidez. Se acercó a la tabla de cortar donde había apilado hortalizas para el estofado que no tenía intención de hacer. Cogió el cuchillo y se dirigió al establo.

Los dos únicos animales de tiro que había allí eran dos mulas. Las miró con tristeza pues las había cuidado desde que Harl las trajera de la granja de Mack Pasture cuando eran potrillos.

¿Sería capaz de hacerlo? La granja de su padre era todo el mundo que conocía. Las pocas veces que había ido a Ciudad Central o a la Colina de la Turba se había sentido agobiada por toda aquella gente, incapaz de entender cómo no se volvían locos rodeados de tal multitud. ¿La aceptarían? ¿Tenía realmente reputación de prostituta? ¿Intentarían forzarla los hombres si pensaban que era tonta o que estaba dispuesta?

El corazón latía tan fuerte que la ensordecía, pero respiró hondo y se obligó a calmarse hasta que el cuchillo que llevaba en la mano dejó de temblar y pudo alzarlo con determinación.

Cortó la cincha de todas las monturas, al igual que los arneses del carro, las bridas y las riendas. Extrajo el perno de una de las ruedas y la sacó de su lugar, para luego destrozarla con un hacha de piedra.

Después dejó caer el hacha, rebuscó en el bolsillo de su delantal y sacó el largo collar de guijarros que le había regalado Cobie. Había tenido buen cuidado de no lucirlo cuando su padre pudiera verla, pero se lo había puesto cuando estaba a solas. Se lo colocó de nuevo y sintió que era allí donde debía estar. Era su regalo de compromiso.

Tras coger el pellejo de agua que había escondido, se deslizó hacia el exterior del establo, se recogió las faldas y corrió por el camino tan rápido como pudo.

La carrera le resultó más dura de lo que había pensado, aunque no más larga. Era fuerte, pero no estaba acostumbrada a correr distancias largas. No pasó mucho tiempo antes de que empezaran a arderle los pulmones y le dolieran las piernas en protesta por el esfuerzo. Paró cuando no pudo más y bebió agua entre jadeos, aunque no se permitió descansar más de unos minutos antes de continuar.

Cuando llegó al puente sobre el arroyo veía borroso, como si se hubiera emborrachado con la cerveza de los Boggin. Se dejó caer en la orilla, hundió el rostro en la fría corriente de agua y bebió todo lo que pudo.

La cabeza se le aclaró por primera vez en casi una hora y alzó la mirada al cielo. El sol estaba muy bajo pero aún le quedaba tiempo, si continuaba al mismo ritmo. Cuando se incorporó le dolían las piernas, el pecho y los pies, pero ignoró los pinchazos de dolor y continuó corriendo.

Vio poca gente cuando atravesó la plaza de Ciudad Central, en su mayoría gente que comprobaba sus grafos ante la caída de la noche. La miraron con curiosidad y uno la llamó, pero no les hizo caso, pues se dirigía hacia el único lugar que todo el mundo conocía en Arroyo Tibbet, el almacén del Jabalí.

—La tienda ta sherrada… —le dijo Stam Tailor arrastrando las palabras, mientras bajaba la escalera de acceso al porche del establecimiento del Jabalí justo al empezar a subirlos ella. Tropezó y Renna se detuvo para sujetarle.

—¿Qué quieres decir con que la tienda está cerrada? —le preguntó intentando que su voz no sonase desesperada—. Se supone que el Jabalí abre hasta la hora del crepúsculo. —Si Cobie no estaba en la tienda no tenía idea de dónde buscarle y tendría que seguir corriendo hasta llegar a casa de Ilain.

—¡Pues essso he disssho! —gritó el hombre, asintiendo enfáticamente—. Vaya sólo porque he bebido musha shervesha y vomitado un poco… ¿esh que esa es rashón para eshar al pobre Stam y sherrar antes de hora?

Renna se apartó de él cuando se dio cuenta de que tenía vómito en la camisa y percibió el olor que desprendía. Parecía que los rumores que decían que Stam era un borracho eran ciertos.

Lo dejó apoyado en el pasamanos, subió las escaleras y tocó a la puerta.

—¡Señor Jabalí! —gritó—. ¡Soy Renna Tanner! ¡He de ver a Cobie Fisher! —Aporreó la puerta con el puño hasta hacerse daño, pero no hubo respuesta.

Sshe ha ido ya —aclaró Stam, agarrado a la baranda como si le fuera la vida en ello. Mostraba una palidez enfermiza y no dejaba de balancearse—. Me voy a shentar un ratito aquí en el porsshe, hashta… que mis piesh she queden quietosh debajo de mí.

Renna lo miró aterrorizada y Stam malentendió la expresión de su rostro.

—Oh, niña, no te preocupesh por el pobre Shtam Tailor. —Palmoteó el aire delante de ella—. He eshtado musho peor… ¡No me pashará nada!

Hila asintió y esperó a que se marchara dando tumbos antes de rodear a toda prisa el almacén para llegar a la parte trasera. Dudaba que el viejo Jabalí confiara en dejar a nadie en el interior del almacén cuando él no estaba allí, ni siquiera a Cobie. Si el muchacho vivía en la parte trasera, tenía que haber alguna otra entrada.

Estaba en lo cierto, pues encontró una pequeña habitación anexa a los establos que en su momento debió de ser el cobertizo destinado a los arreos, pero que era lo bastante grande para alojar un arcón y un catre. Tomó aire y llamó. Cobie abrió la puerta un momento después y ella se echó a reír de pura alegría.

—¡Renna! ¿Qué haces aquí? —A Cobie los ojos casi se le salían de las órbitas. Sacó la cabeza por la puerta y miró alrededor. Después la cogió del brazo y tiró de ella hacia el interior. La muchacha intentó abrazarle, pero él no la soltó y la mantuvo a una distancia prudente.

»¿Te ha visto venir alguien?

—Sólo he visto a Stam Tailor en la puerta —repuso ella, sonriente—, pero está tan bebido que no creo que se acuerde. —Intentó acercarse a Cobie de nuevo pero él la mantuvo lejos de su cuerpo.

—No deberías haber venido, Ren.

Ella sintió como si le hubiera golpeado el pecho con un martillo.

—¿Qué?

—Tienes que salir de aquí antes de que alguien te encuentre —le dijo Cobie—. Si tu padre no me mata, lo hará el mío.

—¡Tienes más de treinta veranos y el tamaño de un caballo! —gritó la chica—. ¿Estás más asustado de nuestros padres que yo?

—Tu padre no te matará a ti, Ren, sino a mí.

—Sí, pero si me coge yo también desearé estar muerta.

—Pues más razón todavía para que te marches antes de que nos encuentre juntos —razonó él—. Aunque el Pastor nos case, no nos dejarán en paz. No conoces a mi padre. Se le ha metido en la cabeza que me case con la hija de Eben Marsh, aunque lo haga con una horca a la espalda. Le ha pagado a Eben un cargamento de pescado por el compromiso.

—Entonces, huyamos juntos —insistió Renna, colgada de su brazo—. Vayámonos a Pastos al Sol, o incluso a las Ciudades Libres. Allí puedes unirte al gremio de los Enviados.

—¿Y dormir por la noche a cielo abierto? —preguntó Cobie horrorizado—. ¿Te has vuelto loca?

—Pero me dijiste que me querías —repuso ella, con las manos alrededor del collar de guijarros—. Dijiste que nada podría separarnos.

—Eso fue antes de que tu padre casi me cortara las pelotas y el mío fue aún peor —contestó él paseando la mirada por la habitación con desesperación—. No me puedo quedar aquí esta noche, de todas formas —masculló entre dientes—, por si Harl llega antes de que caiga la oscuridad. Vete a la Colina de la Turba y quédate con tu hermana. Yo me iré corriendo a casa de mi padre para que vea que no he hecho nada. Vamos. —Puso una mano en la espalda de Renna y la empujó hacia la puerta. Ella se dejó llevar, paralizada y perpleja.

El muchacho abrió la puerta y se encontró allí a Harl, con el cuchillo en la mano. Detrás de él yacía una de las mulas, desplomada en el suelo y resollando. La había montado a pelo.

—¡Ya os tengo! —gritó el viejo y le dio un puñetazo a Cobie en el rostro. El puño, cerrado en torno a la pesada empuñadura de hueso del cuchillo, hizo que la cabeza del muchacho se volviera violentamente hacia un lado y que él cayera al suelo, derribado. Después agarró a Renna con la mano libre con tanta fuerza que le hacía daño en el brazo—. Corre a suplicar el refugio de tu hermana —le dijo, con el rostro contraído en una máscara de furia—. Yo iré luego para resolver esto contigo. —Sus ojos se dirigieron hacia Cobie, mientras empujaba a Renna hacia la puerta.

—¡Esto no es lo que parece! —chilló el muchacho, erguido sobre una rodilla y con el brazo alzado para protegerse del viejo—. ¡Yo no le he pedido que venga!

—¡Por el Abismo que lo has hecho! —replicó el hombre con desprecio, al alzar el cuchillo—. Te hice una promesa y la voy a cumplir.

Harl volvió a mirar a Renna, que se había quedado paralizada de miedo.

—¡Ve! —le ladró—. Te pasarás una semana entera en el retrete. ¡No querrás que sean dos!

Renna retrocedió aterrorizada y Harl le dio la espalda. La noche pasada en el retrete regresó a su mente como un relámpago, y aquellas horas interminables de tormento la golpearon en apenas un segundo. Pero pensó también en todo lo demás, en el hedor de la cama de su padre, y el peso de sus huesos afilados sobre ella mientras gruñía y empujaba.

Se imaginó regresando a la granja y algo se rebeló en su interior.

—¡No! —gritó y saltó sobre su padre, para clavarle las uñas en el rostro. Él se desplomó hacia atrás a causa de la sorpresa y se golpeó la cabeza contra el suelo. Renna intentó entonces quitarle el cuchillo de las manos, pero Harl era más fuerte que ella y lo mantuvo bien sujeto.

Para entonces Cobie ya se había puesto en pie, pero no hizo movimiento alguno en dirección hacia ellos.

—¡Cobie! —suplicó Renna—. ¡Ayúdame!

El viejo le dio un puñetazo en la cara y la derribó. Después saltó sobre ella para acuchillarla, pero la muchacha le mordió el brazo y Harl aulló de dolor. El hombre volvió a golpearla en el rostro y luego le propinó tres puñetazos más en el estómago hasta que Renna soltó su presa.

—¡Perra! —chilló después de ver cómo le brotaba la sangre del brazo. Después rugió y soltó el cuchillo para agarrar el cuello de la muchacha con las dos manos.

Renna se debatió con todas sus fuerzas, pero el viejo no aflojaba su presa. La sangre que le corría por el brazo manchó el rostro de Renna mientras luchaba por conseguir aire, un aire que no llegaba. Vio la locura reflejada en los ojos de su padre y se dio cuenta de que iba a matarla.

Entonces volvió los ojos hacia Cobie, pero él seguía de pie allí, inmóvil. Intentó captar su atención y le suplicó ayuda con la mirada.

El muchacho pareció recobrarse con un respingo y se dirigió por fin hacia ellos.

—¡Ya basta! —gritó—. ¡La va a matar!

—Ya te he aguantado bastante, chaval —dijo Harl y apartó una mano de la garganta de Renna para coger el cuchillo. Cuando el muchacho estuvo a su alcance, se volvió y le clavó la hoja entre las piernas.

El rostro de Cobie enrojeció y el chico bajó la mirada hacia la herida que había empezado a sangrar, horrorizado. Tomó aire para gritar, pero el viejo no le dio opción a ello pues retiró el cuchillo y se lo hundió en el corazón.

Cobie agarró la hoja que le sobresalía del pecho y musitó una protesta inaudible mientras caía de espaldas, muerto.

Harl soltó a Renna, la dejó jadeando débilmente en el suelo y se acercó al muchacho para recuperar el arma.

—Te advertí más de una vez, chico —dijo al limpiar la hoja en la camisa de Cobie—, debiste escuchar.

Deslizó el cuchillo de vuelta a su funda, donde descansó apenas un momento antes de que Renna lo sacara de allí y se lo clavara en la espalda. Después lo atravesó una y otra vez, chillando y llorando mientras la sangre le manchaba la cara y le empapaba el vestido.