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ESCRIBO esta confesión desde una cama de hospital. Escribo en mi notebook, desde el rencor. Estamos llegando, damas y caballeros, al final de este paseo. Este hospital es una colonia de vacaciones. Tengo tele con cable, internet, cama graduable y el mejor cortejo de médicos y enfermeras que el dinero puede comprar. Llevo cinco días en la sala de recuperación pero podría quedarme semanas. Ya me siento bastante mejor. Dicen que no me van a quedar secuelas. Un milímetro más y la bala hubiese llegado a la columna, me dijo el médico, orgulloso ante la casi tragedia. De todas formas, me recomendaron evitar los golpes violentos. Se terminó el rugby para mí.

Lo bueno de todo esto han sido las visitas. El domingo al mediodía llegó mi viejo con la Cholita. Él quiso saberlo todo. Ella me trajo una bandeja de arroz con pollo y un perro de peluche que me abochorna un poco. Es amarillo, vestido de aviador y mira sin entender demasiado, con un aire tristón. Quizá se lo pueda regalar a alguna de las enfermeras. A Marcia, la de la noche, que ya me deja fumar con la ventana abierta. Mi viejo se fue rápido, por suerte. Yo le dije que no estaba con ánimo de narrar y él aprovechó para decirme que tenía mucho trabajo.

El lunes vinieron Ana y Ariel. Ana estaba toda elegante. Me gustaría quererla como a una madre pero a veces se aparece tan linda que dan ganas de tocarla. Me trajo un libro para mi convalecencia: un policial negro como sólo los yanquis saben hacer. Está muy entretenido pero me da ganas de fumar cada vez que el detective enciende un cigarrillo. Sé que no es el tipo de novela que le gusta a Ana; la eligió para complacerme, eso fue lo más lindo. Ariel estuvo callado y nervioso durante toda la visita, sin saber qué hacer con las manos y los ojos.

Ha llegado el momento de contarles la historia oficial:

En la fecha 13 de octubre del corriente año, en ocasión de celebrarse una reunión en las instalaciones del CHRISTIANS OLD BOYS RUGBY CLUB —sito en la calle Eureka 216, Partido de Marindia, Provincia de Buenos Aires— y siendo las 23.50 aproximadamente, irrumpieron al local antes mencionado tres sujetos (un masculino y dos femeninos) con manifiestas intenciones de robo. El masculino realizó dos disparos de arma de fuego con fines intimidatorios, pero rápidamente fue reducido por dos de los socios del club, de resultado que uno de ellos: el Sr. JOSÉ IGNACIO SÁNCHEZ DE LA PUENTE, de 22 años, DNI 39.786.934, resultó herido al recibir un impacto de bala, a consecuencia de trabarse en lucha con el asaltante armado, lo que motivó su traslado urgente al Hospital San Cristóbal, siendo internado en dicho nosocomio.

El parte médico notificado a esta seccional informa que la víctima de la agresión fue intervenida quirúrgicamente con éxito, extrayéndosele un proyectil calibre 22, alojado en el abdomen, y que ya se encuentra fuera de peligro.

Los testigos coinciden en afirmar que los malvivientes (presuntamente menores, los tres) aprovecharon el desconcierto del momento para darse a la fuga.

No se registraron otros heridos ni se reportaron objetos robados. Habiéndose registrado el lugar de los hechos y sus inmediaciones, no se halló el arma involucrada en el delito. A la fecha se desconoce el paradero de los asaltantes.

Ésta es la historia oficial. Es linda, ¿no? Suena muy creíble, no lo pueden negar. Muy convincente. Otra evidencia más de esta ola de inseguridad que azota al país. Casi puedo imaginar el titular de los diarios. También soy un héroe en la historia oficial. Otro tipo de héroe, más pulcro, más schwarzeneggeresco. No me gusta ese héroe. Prefería el personaje grisáceo de mi propia historia. No hay derecho. Uno gasta miles de palabras para darle profundidad a un sujeto y estos tipos deshacen todo en diez líneas de jerga policial. No puede ser. No lo voy a permitir.

No sé cómo se gestó la historia oficial. ¿Quién le dio la trama, la intensidad, los adjetivos? Nunca se sabe. Es lo que tienen las historias oficiales. Simplemente aparecen, cocinadas, como un murmullo invencible. A mí me llegó en una hoja con membrete oficial, escrita a máquina en tinta negra. Me la trajo el martes un oficial de policía, un pibe con cara de bueno que se sacó la gorra para entrar a la habitación, y me pidió que firmara a pie de página. Leí la historia y firmé. Suscribí.

Dicen que le debo mi vida al entrenador. Fue él quien habló con el director del hospital —un viejo amigo suyo— para que pusieran a mi disposición a los mejores médicos del lugar. El entrenador vino el domingo a la madrugada, apenas lo llamaron los chicos, y no se fue hasta la mañana, cuando el peligro de la operación ya había pasado. Yo recién salía del efecto de la anestesia cuando lo vi parado bajo el marco de la puerta. Charlaba risueñamente con el cirujano y las enfermeras, llamando a cada uno por su nombre. Después se acercó hasta el borde de la cama y puso su mano sobre la mía.

—¿Cómo te sentís, Mocho?

—Mejor.

—Ariel me lo contó todo.

—¿Todo?

—Sí, todo. Vos no te preocupés. Ya tuviste suficiente. Estuve hablando con el padre de Ariel.

—Pero…

—Lo hecho, hecho está. Dedicate a descansar y a recuperarte. Arreglé con las enfermeras para que te dejen ver el partido esta tarde. Van a venir algunos de los chicos. El apoyo te va a hacer bien. Tratá de no excitarte demasiado. Vos tenés mi celular. Cualquier cosa, me llamás.

—Enrique…

—¿Sí?

—Gracias.

—Te manda un beso María Emilia. Dice que la llames cuando te mejores.

Los Pumas perdieron esa tarde. Perdieron con Sudáfrica como en la guerra. Los chicos vinieron a ver el partido conmigo. Éramos como diez. No alcanzaban las sillas y algunos tuvieron que sentarse en el piso. La enfermera me advirtió que sólo aceptaban tantas visitas porque el entrenador —ella lo llamó el doctor Enrique— lo había autorizado, pero se tenían que ir no bien terminara el partido. Ariel se había quedado toda la noche en la sala de espera. Sólo había salido unas horas para tranquilizar a su madre. El resto llegó unos minutos antes de que empezara el partido. Nadie habló de lo de la noche anterior. Ni siquiera los que no habían estado se animaron a preguntar. Ellos ya sabían. Maxi, Toto, Gabriel, se notaba en sus caras que sabían. Después vino el himno. Los chicos se pararon y cantaron de pie. O juremos con gloria morir. Cuánta exageración. El partido pasó rápido: los Pumas pusieron huevo, como siempre, pero un par de errores y a otra cosa mariposa, a pelear por el bronce. Yo quería quedarme solo pero no me animé a echarlos. Pude notar cuando se despidieron que estaban arrepentidos. Era como si me quisieran pedir perdón. Estábamos muy en pedo. Se nos fue la mano. Qué macana nos mandamos. Querían decirme eso, pero tan sólo me llenaron de abrazos y mejorates, y al fin se fueron. Le pedí a la enfermera un refuerzo de calmantes intravenosos y me puse a disfrutar del techo, del mareo y de mi tristeza. Está bueno esto de los calmantes intravenosos. Podría acostumbrarme. Me siento leve. Ayer escribí unas líneas bajo los efectos de la anestesia. Dice Marcia, la enfermera de la noche, que se las canté, tamborileando a destiempo en mi bandeja de lata. Espero haberla impresionado: Bailan las moscas contra el vidrio. Baila el ladrido de los perros de afuera. Bailan escotes blancos sobre enfermeras negras. Baila la sonda hurgando en mis venas. Hasta baila Jesús con su cruz de madera. El que no baila soy yo. El que no baila soy yo.

Me pregunto si la letra podrá funcionar para un huaino. Tendré que investigar con la Cholita, o cuando vuelva a Perú. Tengo que volver a Perú. Eso lo he resuelto en estos días de convalecencia. Tengo que volver a Perú.

En uno de estos viajes de anestesia he aprovechado para amigarme con Jesús. La anestesia te hace bobo y sincero. Le conté a Jesús todos mis problemas. Le pregunté por mi madre, por mi sangre, por mi hermana, por mi oscuro pasado peruano. Le pedí ayuda. En este hospital es imposible olvidarse de Jesús. Está por todos lados: incrustado en la pared arriba de la cama, en la Biblia de la mesita de luz, entre los pechos de las enfermeras, en la voz sedante de los médicos, en el bordado de las sábanas y las fundas de la almohada. No queda otra que hacer las paces con él, aunque sea por una cuestión de convivencia. El más convincente es el Cristo crucificado que está colgado sobre la cabecera de la cama. A él le hice mi confesión. Cuando el dolor de las heridas se me hace insoportable, busco la horizontalidad del cuerpo, apoyo la cabeza en la almohada y miro hacia arriba. Entonces lo veo desde abajo: agigantado, de pies a cabeza, su sangre gotea, espesa, sobre mi frente, drip, drip, drip, y de repente mis penas me avergüenzan un poco.

Había dicho que Dios huele la vejez como un tiburón huele la sangre. Bueno, quizá pase lo mismo con la enfermedad. Confieso que recé un poco antes de entrar al quirófano. Pedí la ayuda de Dios. Pero ya no. Cuanto mejor estoy, menos creyente me siento. Lo que prueba que Dios es un viejo zorro. Todos terminamos ancianos, enfermos o muertos. Aunque sea al final, te la termina ganando. Su confesor acecha los pasillos de este hospital, temido, sicario, contratista, su sotana tejida de cuervo y miel, te acerca su cáliz y te dice: dale, no seas tonto, es tu última oportunidad, asociate, firmá sobre la línea punteada.

Estoy llegando al final de esta historia. Ya me queda poco por decir. En un par de días me darán el alta médica. Vuelvo a casa. No sé qué hacer con todo esto que he escrito. Podría purgar mis culpas como lo hacen todos: beneficencia, oraciones y unas empanaditas de atún en Viernes Santo. El problema es que a la Cholita, las empanadas le quedan tan ricas que no parecen un sacrificio. Las fríe, con sus manos de maga entre aceite, picante y yema de huevo. Ese pescado no tiene gusto a expiación.

Podría borrarlo todo con sólo apretar unos botones. Archivo. Abrir. Eliminar. Tendría que soportar la provocación de esa pregunta:

¿Está seguro de que quiere eliminar rugby.doc?

Buenos Aires, octubre de 2007