TODOS estamos de acuerdo en que el entrenador es un gran tipo. Es bien de San Isidro, de tres generaciones de rugbiers. No le pagan un peso por entrenarnos, lo hace de gusto nomás. Es un secreto bastante sabido que es del Opus Dei. A mí me lo contó Ariel. Es del Opus, me dijo. Yo no sabía qué era eso, pero imaginé que era algo malo, porque me lo dijo en un susurro, como se dice un secreto, aunque no había nadie cerca que pudiera escucharnos. El entrenador es el mejor médico traumatólogo del país. Ha asistido a congresos por todo el mundo. Cuando se va de viaje, el equipo queda a cargo de Perdomo. Tiene un amor inmenso por los suyos: su familia, sus amigos, sus colegas y nosotros. Sí, me animo a decir que los jugadores somos parte de los suyos. Una vez faltó a una premiación de la Organización Mundial de la Salud en Austria sólo para quedarse a dirigirnos en la final del campeonato de ascenso. Encima perdimos.
Con lo de la hija de Lautaro se portó muy bien. Lautaro es un ex jugador, muy querido. Viene a vernos casi todos los partidos. Hace algunos años su hija tuvo una enfermedad en los riñones; había que hacerle un trasplante y la operación costaba una fortuna. Había que verlo al entrenador. No descansó durante meses. Muchos creían que se trataba de su propia hija. Organizó bailes, rifas, bingos y donaciones, movió todos sus contactos con los médicos, recorrió todas las parroquias y colegios.
Lo del equipo también fue espectacular. Dejamos todo. La plata se juntó, la operación fue un éxito y hoy la nena anda lo más bien. Cuando todo había pasado, Lautaro vino a un partido con su hija. La había vestido de blanco y rosa, como para una fiesta, con zapatitos de charol y medias blancas con puntillas. En el tercer tiempo nos juntó a todos y pidió la palabra. Subió a su hijita a upa, y entre lágrimas nos agradeció. Todos luchamos por no llorar. Ésos son los valores del rugby, dice el entrenador: solidaridad, compañerismo y sacrificio.
Es una lástima que el entrenador no se haya quedado ese sábado. Se fue apenas terminó el partido. Él hubiese frenado todo a tiempo, me parece. Yo lo conocí un poco más cuando empecé a salir con una de sus hijas: la menor, María Emilia, pero la llamaban Emilia o Emi. Todas las hijas del catolicismo se llaman María Algo. Los padres buscan en María algún tipo de garante, aunque después el primer nombre no se use demasiado. Al menos María Emilia no era redundante como María Virginia, la hermana mayor. Pobre Virginia, hace poco me enteré de que es anoréxica. Siempre me pareció demasiado flaquita.
Emi era hermosa como una muñeca hecha de carne, pero no me calentaba. Era demasiado linda como para ensuciarla de sexo. Una noche soñé con Cacho Castaña. Cacho es mi porteño preferido, una caricatura del Buenos Aires que ya fue. Tomábamos mate cocido y fumábamos en un banco de Plaza Francia. Él estaba de piyama largo, a rayas grises y celestes, el pecho al descubierto y un rosario colgando con la lengua de los Stones. Yo estaba desnudo. Compartíamos un tupper con arroz primavera. Me hablaba de mujeres: «No desearás a la mujer del prójimo». ¿Dónde se vio eso? ¿A quién se le ocurre? No les hagas caso, Mocho. Lo único que falta es que tenga que desear a la mía. Cuando una mina me chupa, quiero que me transmita que tener mi verga en su boca es lo mejor que le puede pasar en la vida. Si no ves esa chispa felina en sus ojos, dejala. Haceme caso, Mocho, dejala.
María Emilia estaba vacía de ese tipo de ansias, o las tenía tan bien escondidas que no las supe encontrar. En boca cerrada no entran moscas. Ni lenguas. Por supuesto que no compartía estos consejos de Cacho con el entrenador. Con él era un yerno ideal; sí, Enrique, antes de las doce; no, Enrique, no voy a tomar si estoy con el auto; sí, Enrique, ya sé que hay que tener cuidado en la entrada de la villa. Las salidas eran siempre iguales, de la mano al bar o al cine, y unos besitos en el auto antes de volver. Estacionaba una cuadra antes de su casa, en un lugar oscuro y ahí nos dábamos unos besos muertos durante algunos minutos. Nunca la sentí gemir ni aflojar las piernas.
Para Emilia, Buenos Aires es la Avenida Libertador y algunas pocas cuadras para los costados. La ciudad se divide en tres: «San Isidro», desde Vicente López hasta el Tigre. «El Centro», que incluye toda la Capital: Microcentro, Palermo, Colegiales, Puerto Madero, Caballito, Belgrano. Y por último «Pilar», que abarca toda la zona de countries y barrios privados a la que se accede por autopista. Nuestras citas no salían nunca de San Isidro. Duramos apenas unos meses, cuatro o cinco salidas. No llegamos a ser novios, nos agarró el verano en el medio. Con el entrenador nunca hablamos de la separación, pero sé que no me guarda rencor.
Miento: hicimos una salida hasta el centro. Fue a una marcha que se llevó a cabo en la Plaza del Congreso, como respuesta a una ola de secuestros y homicidios, para reclamar más seguridad en las calles, para pedir que los delincuentes no entren por una puerta y salgan por la otra. No califica como cita pero fue una interesante experiencia. Para ese entonces todavía no habíamos empezado a salir. Apenas la había visto a Emilia una vez, una tarde que vino a vernos jugar, pero eso había sido suficiente. Después del partido yo estaba fumando afuera, como hago siempre, sólo que aquella vez no se me arrimaron Ariel ni los perros sino que vino ella, me pidió un cigarrillo y lo fumó a mi lado. Noté que lo hacía a escondidas de su padre; ocultaba el cigarro detrás de su cuerpo y cada tanto miraba en dirección al salón. No sabía fumar. Apenas hacía unos buchecitos. Le enseñé a cinchar el humo desde adentro y a largarlo como un suspiro. Fue lindo contaminar un poco a la hija del entrenador. El resto de nuestra conversación fue de una vulgaridad bochornosa. Teníamos algunos conocidos en común (siempre hay conocidos en común); repasamos sus nombres y cómo los conocía cada uno. Esa tarde no pasó nada más, apenas ese pequeño instante de complicidad.
Unas semanas después, el entrenador nos invitó a participar, junto con sus amigos y familiares, en la marcha contra la inseguridad, y no dejé pasar la oportunidad. Tomé el tren hasta San Isidro y quince minutos antes de la hora pautada, bañado y perfumado, llegué a la puerta de la Catedral. Le había pedido a Ariel que me acompañara, para no ser tan evidente, pero a último momento me dejó plantado por no sé qué partido del Barcelona que daban por la tele. Ariel es loco por el Barcelona. Se había formado una larga fila de autos y familias, esperando la orden de partida. Emi me saludó con sorpresa y el entrenador con un abrazo agradecido. Y así partió la procesión, enrosariada, tocando bocina prolijamente por Avenida Libertador. Cruzamos Martínez, Olivos, Vicente López, Núñez, Belgrano, Palermo y Recoleta hasta llegar a la Plaza del Congreso. El entrenador dejó la camioneta en un estacionamiento sobre Rivadavia y nos unimos al acto. Ya era de tardecita y todo el mundo había salido de las oficinas para manifestarse. Nos encontramos con otros chicos del club, con Lautaro, con el Búfalo y con el Gordo Paoleri. La mujer del entrenador es parecida a sus hijas, pero en una versión afeada, no sólo por el tiempo, sino también por unas encías largas y moradas que le dan un aire equino. Había llevado velas para todos. A mí me tocó una con olor a lavanda. También teníamos algunas pancartas solidarias: «Todos somos víctimas» y «Por la vida de nuestros hijos». La madre de las chicas usaba un pañuelo de seda atado alrededor del cuello. Para cuidar la garganta. Por si refrescaba.
No tienen idea de las minas que había en ese acto. Una más buena que la otra, todas peinadas y arregladas. Hasta las madres eran jóvenes de pechos firmes y trajecito sastre. Pero esa noche fui todo para Emilia. Logré acomodarme a su lado. En un momento todos nos tomamos de la mano para rezar el padrenuestro. Las ideas más obscenas me invadieron cuando sentí la tibia presión de su mano sobre la mía. Yo lo recé de manera creíble, in english of course, pero me enmarañé con esas tres cruces que se hacen después; una en la frente, una en el pecho y nunca me puedo acordar dónde va la tercera. Todos pedimos por la seguridad de nuestros hijos. Lo pedimos en varios idiomas, porque ésa era una cruzada de todas las religiones. No se metan con nuestros hijos. Yo no tengo hijos pero creo que soy uno de los hijos con los que no se tienen que meter. Lo pedimos con oraciones, con velas y con promesas de mano dura. No puede ser que ahora secuestren y maten a nuestros hijos. Eso nunca ha pasado en este país, decían las madres de la Plaza del Congreso. El momento de las velas fue estéticamente interesante, eso hay que reconocerlo. Yo aproveché para fumar.
—Cuenta una leyenda alemana que por cada cigarrillo que se enciende con la llama de una vela, muere un marinero en altamar —le dije a Emi al oído y encendí—. Uno menos. Acordémonos también de él en nuestras oraciones.
Emi estaba entretenida por mi paso de comedia. La convidé unas pitadas mientras sus padres oraban con los ojos cerrados. Esa noche no pude besarla pero cuando todo terminó y llegó el momento de la despedida, me dijo que yo era distinto de todos los chicos que conocía. Me lo dijo como algo bueno porque también me pidió que la llamara. Ése fue el inicio de nuestro breve y casto romance.
Especie rara, los entrenadores de rugby. Nunca conocí gente con tanta vocación para lo que hacen; están convencidos de que se puede construir un mundo mejor a base de tackles, rucks y malls. Tuve de todo: buenos, malos, autoritarios, estudiosos, socialistas, comprensivos, moralistas, dogmáticos, gritones y silenciosos. Pero todos comparten esa convicción de que el rugby te hace mejor persona, el rugby formador de sujetos, escuela de vida, como se juega se vive. Hasta tuve uno en el colegio que nos hablaba en inglés. Se llamaba Peter Morgan, pero le decíamos «el Morgan». Fue nuestro entrenador cuando teníamos doce o trece años. Era un hombre cuarentón, colorado y pecoso, con un bigotito asardinado recortado a tijera y un vozarrón que se escuchaba a veinte cuadras. Parecía salido de una de esas películas yanquis en las que un obstinado entrenador saca campeón del mundo a un grupo de inútiles. Cuando a algún jugador se le caía la pelota, todos teníamos que hacer flexiones de brazos, y el culpable debía contarlas en voz alta: one, two, three, four, five, six… thirty. Debíamos contestarle: «Yes, Sir» o «No, Sir», y si te olvidabas de la parte del Sir, o si no lo decías con suficiente convicción, te mandaba a hacer flexiones de brazos. Todo su sistema legislativo-jurídico estaba basado en las flexiones de brazos. El Morgan despreciaba a la gente que no podía levantar su propio peso con la fuerza de los brazos. Me acuerdo de una que le hizo a Ariel. Teníamos que subir una soga y Ariel no podía, sus brazos eran como dos flequitos de gelatina. Lo hizo sacarse la remera y lo tuvo intentando unos veinte minutos, mientras una ronda de compañeros lo señalábamos y nos reíamos. Como no pudo, tuvo que hacer flexiones de brazos.
Ese año salimos campeones intercolegiales. El Morgan había formado un equipo invencible, de brazos fuertes. La noche del campeonato nos llevó a todos a cenar a su casa. Vivía solo en un departamentito en Belgrano R. Comimos panchos y algunos probamos de su whisky con soda. Hace poco lo encontré en la calle. El Morgan estaba en un quiosco comprando el diario deportivo Olé y dos paquetes de cigarrillos Parisiennes. Fue un domingo al mediodía. Estaba vestido de ojotas, musculosa y un pantaloncito de Racing. Igual le dije: Hola, Sir. Estoy seguro de que no me reconoció, pero me devolvió el saludo.